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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

La decisión más difícil

 

¿Pueden un padre y una madre querer demasiado?

¿Dón de está el límite en una situación límite?

¿Qué partido hay que tomar cuando no se puede tomar partido?

Anna Fitzgerald no está enferma, aunque pudiera parecerlo. Con trece años ha pasado por incontables operaciones, pruebas y transfusiones para que su hermana mayor, Kate, sobreviva a la leucemia que le diagnosticaron a los dos años. A Anna la seleccionaron genéticamente para ser la perfecta donante para Kate y ésta ha sido su vida desde que nació.

Como la mayoría de los adolescentes, Anna está comenzando a plantearse quién es realmente. Pero a diferencia de los demás, a ella siempre la han definido en función de Kate. Y aunue la benjamina de los Fitzgerald nunca se ha enfrentado al papel que le ha tocado representar en la vida, ahora ha tomado una decisión que, para la mayoría, no sería ni siquiera planteable, una decisión que desgarrará a su familia y, que puede tener consecuencias fatales para su hermana, una hermana a la que quiere.

La decisión más difícil
es la historia de una familia que lucha por la supervivencia sin importar el precio que haya que pagar por ello. Se trata de una provocadora novela que pone el dedo en la llaga de cuestiones éticas fundamentales ante las que nadie podrá permanecer indiferente.

Jodi Picoult

La decisión más difícil

ePUB v1.0

nalasss
22.08.12

Título original:
My Sister's Keeper

Jodi Picoult, enero de 2004.

Traducción: Manuel Manzano, Mercedes Villena (revisión)

Editor original: nalasss (v1.0)

ePub base v2.0

Para los Currans,

la mejor familia con la que técnicamente

no estamos emparentados.

Gracias por ser una parte tan importante de nuestras vidas.

P
RÓLOGO

Nadie empieza una guerra —o mejor dicho, nadie en su sano juicio debería hacerlo— sin tener primero claro lo que pretende conseguir con esa guerra y cómo pretende dirigirla.

C
ARL VON
C
LAUSEWITZ
,
De la guerra

En mi primer recuerdo tengo tres años y estoy intentado matar a mi hermana. A veces el recuerdo es tan nítido que puedo recordar la picazón de la funda de almohada bajo mi mano, la punta, de su nariz presionando en mi palma. Ella no tenía ninguna posibilidad contra, mí, por supuesto, pero aun así no funcionó. Mi padre rondaba por ahí, vigilando la casa por la noche, y la salvó. Me llevó de vuelta, a mi cama.

—Esto —me dijo— nunca ha ocurrido.

A medida que crecía, yo parecía no existir excepto en relación con ella. Contemplaba su sueño a través de la habitación, una larga sombra uniendo nuestras camas, e imaginaba los modos. Veneno espolvoreado en sus cereales. Una ola traicionera en la playa. Un rayo fulminante.

Finalmente, sin embargo, no maté a mi hermana. Lo hizo ella por su cuenta.

O, al menos, eso es lo que me digo a mí misma.

L
UNES

Hermano, yo soy fuego

Alzándome bajo el suelo del océano.

Nunca te encontraré, hermano—

No durante años, en cualquier caso;

Quizá miles de años, hermano.

Entonces te calentaré,

Te tendré cerca, te abrazaré una y otra vez,

Te usaré y te cambiaré—

Quizá miles de años, hermano.

C
ARL
S
ANDBURG

Parientes

A
NNA

Cuando era pequeña, el gran misterio para mí no era cómo se hacían los niños, sino por qué. Entendí la mecánica —mi hermano mayor, Jesse, me había puesto al corriente—, aunque estaba segura de que él había entendido mal la mitad del asunto. Otros niños de mi edad estaban ocupados buscando las palabras «pene» y «vagina» en el diccionario de clase cuando la maestra se daba la vuelta, pero yo prestaba atención a otros detalles. Como por qué algunas madres tenían un solo niño, mientras que otras familias parecían multiplicarse ante tus ojos. O cómo la nueva niña en la clase, Sedona, le decía a quienquiera que la escuchara que su nombre provenía del lugar en el que sus padres estaban de vacaciones cuando la hicieron a ella («Menos mal que no estaban en Jersey City», solía decir mi padre).

Ahora que tengo trece años, estas cuestiones son más complicadas: la alumna de octavo que dejó la escuela porque «tuvo problemas»; una vecina que se quedó embarazada con la esperanza de evitar que su marido presentara una demanda de divorcio. Os digo que si los alienígenas llegaran hoy a la Tierra y analizaran con atención por qué nacen los bebés, concluirían que la mayoría de la gente tiene niños por accidente, porque bebieron de mas alguna noche, porque el control de natalidad llega al uno por ciento o por otras miles de razones que no son muy halagadoras.

Por otro lado, yo nací con un propósito muy específico. No fui el resultado de una botella de vino barata, ni de la luna llena ni del calor del momento. Nací porque un científico manipuló la conexión entre los óvulos de mi madre y el esperma de mi padre para crear una combinación específica de precioso material genético. De hecho, cuando Jesse me dijo cómo se hacían los bebés y yo, la gran escéptica, decidí preguntarles la verdad a mis padres, obtuve más de lo que esperaba. Me sentaron y me largaron el rollo habitual, por supuesto, pero también me contaron que me eligieron entre los embriones, específicamente, porque podría salvar a mi hermana Kate.

—Te amamos incluso más —me aseguró mi madre—, porque sabíamos exactamente lo que obtendríamos.

Eso me hizo preguntarme, sin embargo, qué hubiera pasado sí Kate hubiera estado sana. La opción sería que todavía estaría flotando en el cielo o dondequiera que sea, esperando ser unida a un cuerpo para pasar una temporada en la Tierra. Ciertamente, no formaría parte de esta familia. A diferencia del resto del mundo libre, yo no llegué aquí por accidente. Y si tus padres te tuvieron por alguna razón, entonces es mejor que esa razón siga existiendo. Porque cuando la razón desaparece, también lo haces tú.

Las casas de empeño pueden estar llenas de basura, pero también son un buen caldo de cultivo para las historias, diré si me lo preguntan, aunque no lo hayan hecho. ¿Qué es lo que hace que una persona vaya al Diamante Solitario nunca antes Usado a vender algo? ¿Quién necesita tanto el dinero para vender un osito de peluche al que le falta un ojo? Mientras me daba cuenta de eso, me preguntaba si alguien miraría el colgante que estoy a punto de entregar y se haría las mismas preguntas.

El hombre que hay en la caja registradora tiene una nariz con forma de nabo y sus ojos se hunden tan adentro que no puedo imaginarme cómo ve lo suficientemente bien para llevar adelante su negocio.

—¿Necesitas algo? —pregunta.

Todo lo que puedo hacer para no darme la vuelta y salir por la puerta, es hacer como si hubiera entrado por error. Lo único que me mantiene firme es saber que no soy la primera persona que se para frente a este mostrador sosteniendo la única cosa en el mundo de la que pensó que nunca se separaría.

—Tengo algo que vender —le dije.

—¿Y se supone que tengo que adivinar qué es?

—Oh. —Tragando con dificultad, saco el colgante del bolsillo de los tejanos. El corazón cae en el mostrador de vidrio en la laguna de su propia cadena—. Es oro de catorce quilates —solté—. Casi no está usado. —Esto es una mentira; hasta esa mañana, no me lo había quitado en siete años. Mi padre me lo había dado cuando tenía seis, después de la extracción de médula, porque dijo que alguien que daba a su hermana un regalo semejante merecía uno para sí. Viéndolo allí, en el mostrador, siento el cuello tembloroso y desnudo.

El dueño se pone una lupa en el ojo, lo que hace que se vea de un tamaño casi normal.

—Te doy veinte.

—¿Dólares?

—No, pesos. ¿Qué creías?

—¡Pero vale cinco veces eso! —gimo.

El dueño se encoge de hombros.

—No soy yo quien necesita el dinero.

Recojo el colgante, resignada a cerrar el trato, y pasa una cosa extrañísima: mi mano se cierra como una grapadora, como una tenaza neumática. Mi cara se va poniendo roja por el esfuerzo que hago para separar los dedos. Tardo un rato que parece una hora en poner el colgante en la palma extendida del dueño. Sus ojos permanecen en mi cara, más suavemente ahora.

—Diles que lo perdiste —propone, a modo de consejo gratuito.

Si el señor Webster ha decidido poner la palabra «fenómeno» en su diccionario, «Anna Fitzgerald» sería la mejor definición que podría dar. Es más que mi aspecto; flaca cual refugiada, sin pecho que mencionar; pecas que se unen en mis mejillas, que, déjenme que les diga, no se atenúan con jugo de limón ni protección solar, ni siquiera, tristemente, con papel de lija. No, Dios estaba de humor el día de mi nacimiento, porque agregó a esta fabulosa combinación física el cuadro de fondo: el hogar en el que nací.

Mis padres trataron de hacer las cosas de un modo normal, pero ése es un término relativo. La verdad es que nunca fui realmente una niña. Para ser honesta, tampoco lo fueron Kate ni Jesse. Supongo que mi hermano tuvo su momento de gloria durante los cuatro años que vivió antes de que diagnosticaran a Kate, pero, desde entonces, hemos estado demasiado ocupados midiendo sobre nuestras cabezas, corriendo precipitadamente para crecer. ¿Habéis visto que la mayoría de los niños pequeños creen ser personajes de dibujos animados, de manera que si un yunque les cae sobre la cabeza pueden salirse del camino y seguir andando? Bueno, jamás he creído algo semejante. ¿Cómo hubiera podido, cuando prácticamente poníamos un plato en la mesa para la Muerte?

Kate padece de leucemia aguda promielocítica. En realidad, eso no es exactamente verdad; ahora no la tiene, pero está hibernando bajo su piel como un oso, hasta que decida rugir de nuevo. Se la diagnosticaron a los dos años, ahora tiene dieciséis. «Reincidencia molecular» y «granulocito» y «catéter»: esas palabras son parte de mi vocabulario, aunque nunca hayan aparecido en ningún examen de la escuela. Soy una donante alógena, una hermana coincidente perfecta. Cuando Kate necesita leucocitos, células madre o médula para hacer creer a su cuerpo que está sano, soy yo quien los provee. Casi cada vez que ingresan a Kate en el hospital, acabo yo también allí.

Nada de eso significa nada, excepto que no deberíais creer lo que escuchéis acerca de mí y mucho menos lo que yo os diga de mí misma.

Mientras subo la escalera, mi madre sale de su habitación llevando otro vestido de fiesta.

—Ah —dice, dándome la espalda—, justo la niña a quien quería ver.

Le subo la cremallera y la veo girar. Mi madre podría ser hermosa, si saltara en paracaídas a la vida de otra persona. Tiene el pelo oscuro, largo, y delicadas clavículas de princesa, pero sus comisuras se doblan hacia abajo, como si estuviera tragando noticias amargas. No tiene mucho tiempo libre desde que el calendario es algo que puede cambiar drásticamente si mi hermana desarrolla un hematoma o una hemorragia nasal, pero el poco que tiene lo invierte en bluefly.com, comprando ridículos vestidos de noche de fantasía para lugares a los que nunca irá.

—¿Qué te parece? —pregunta.

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