—Lo sé. Por eso tenemos que asegurarnos de que no lo haga.
Leeré cenizas para ti si me lo pides. Miraré en el fuego y te diré de las pestañas grises Y, fuera de las lenguas y rayas rojas y negras, Te diré cómo aparece el fuego Y cómo el fuego corre tan de prisa como el mar. C Páginas de fuego |
Supongo que todos estamos atados a nuestros padres. La pregunta es, ¿cuánto? Esto es lo que me da vueltas en la cabeza mientras mi madre farfulla acerca del último
affaire
de mi padre. No es la primera vez que deseo tener hermanos, si fuera así recibiría llamadas al amanecer como ésta una o dos veces a la semana, en lugar de siete.
—Madre —interrumpo—, dudo de que realmente tenga dieciséis.
—Subestimas a tu padre, Campbell.
Tal vez, pero también sé que es un juez federal. Puede mirar lascivamente a las colegialas, pero nunca haría nada ilegal.
—Mamá, llego tarde al juzgado. Te llamaré luego —digo, y cuelgo antes de que pueda protestar.
No iré al juzgado, pero da igual. Respiro profundamente, sacudo la cabeza y me encuentro con
Juez
mirándome fijamente.
—Razón número 106 por la que los perros son más inteligentes que los humanos —digo—. Una vez que dejáis la carnada, cortáis la relación con vuestras madres.
Camino hacia la cocina mientras me anudo la corbata. Mi piso es una obra de arte. Pulcro y minimalista; lo que hay aquí es lo mejor que el dinero puede comprar: un sofá de cuero negro único en su clase; un televisor de pantalla plana colgado en la pared; una vitrina de vidrio cerrada llena de primeras ediciones firmadas por autores como Hemingway y Hawthorne. La cafetera es importada de Italia, la nevera es bajo cero. La abro y encuentro una única cebolla, una botella de ketchup y tres carretes de película en blanco y negro.
Eso tampoco es sorprendente, raramente como en casa,
Juez
está tan acostumbrado a la comida de restaurante que no reconocería el alimento equilibrado Kibble ni aunque se deslizara por su garganta.
Ladra tan pronto como le abrocho el arnés de perro de asistencia.
Juez
y yo llevamos juntos siete años. Se lo compré a un criador de perros policía, pero fue especialmente entrenado teniéndome a mí en mente. En lo que respecta a su nombre, bueno, ¿qué abogado no querría poder poner al juez en una jaula de vez en cuando?
Rosie’s es lo que Starbucks quisiera ser: ecléctico y enrollado, atiborrado de clientes que en cualquier momento pueden estar leyendo literatura rusa en lengua original, calculando el presupuesto en un portátil o escribiendo una obra de teatro mientras se abastecen de cafeína.
Juez
y yo acostumbramos a venir aquí y a sentarnos en nuestra mesa de siempre, al fondo. Pedimos un expreso doble y dos cruasanes de chocolate y flirteamos desvergonzadamente con Ofelia, la camarera veinteañera. Pero hoy, cuando entramos, Ofelia no está en ningún sitio donde se la pueda encontrar y una mujer está sentada en «nuestra» mesa, alimentando a un niño pequeño, en su cochecito, con una galleta. Eso me desorienta tanto que es necesario que
Juez
me tire hacia el único lugar vacío, un taburete en el mostrador que mira a la calle.
Siete y media de la mañana y este día ya es un desperdicio.
Un chico delgado por la heroína, con suficientes pendientes en las cejas para parecer la barra de la cortina de la ducha, se acerca con un bloc de notas. Ve a
Juez
a mis pies.
—Lo siento, amigo. No se permiten perros.
—Es un perro de asistencia —explico—. ¿Dónde está Ofelia?
—Se ha ido, amigo. Se fugó con un amante anoche.
¿Se fugó con un amante? ¿La gente todavía hace eso?
—¿Con quién? —pregunto, pese a que no es asunto mío.
—Algún artista que esculpía en caca de perro los bustos de los líderes mundiales. Se suponía que era una declaración.
Siento una preocupación momentánea por la pobre Ofelia. Prestadme atención. El amor tiene la duración de un arco iris: es muy hermoso cuando está ahí, pero también es muy probable que haya desaparecido en el instante en que parpadeas.
El camarero saca del bolsillo una tarjeta de plástico y me la extiende.
—Aquí está el menú en braille.
—Quiero un expreso y dos cruasanes de chocolate, y no soy ciego.
—¿Entonces para qué lleva a Fido?
—Tengo síndrome respiratorio grave agudo —digo—. Él lleva la cuenta de las personas a las que contagio.
El camarero no parece darse cuenta de que estoy bromeando. Se da la vuelta, inseguro, para ir a buscar mi café.
A diferencia de mi mesa de siempre, ésta tiene vistas de la calle. Miro a una mujer mayor que con poco margen evita que la golpee un taxi; un muchacho pasa bailando con una radio que tiene tres veces el tamaño de su cabeza haciendo equilibrio sobre su hombro; unos mellizos con uniformes de escuela parroquial riéndose detrás de las páginas de una revista para adolescentes, y una mujer con el cabello fluyendo como un río derrama café en su falda, dejando caer el vaso de papel al suelo.
Dentro de mí, todo se detiene. Espero que levante la cara —para ver si es quien pienso que es— pero se aleja de mí, secando la tela con una servilleta. Un autobús pasa por el medio y mi móvil comienza a sonar.
Echo una mirada al número de la llamada entrante: no hay sorpresa. Apago sin molestarme en atender la llamada de mi madre, vuelvo a mirar a la mujer a través de la ventana, pero para entonces el autobús se ha ido y ella también.
Abro la puerta de la oficina, ladrándole órdenes a Kerri.
—Llama a Osterlitz y pregúntale si está disponible para testificar en el juicio de Weiland; consigue una lista de los demandantes que se hayan presentado contra New England Power en los últimos cinco años; hazme una copia de la declaración de Melbournc, y llama a Jerry al juzgado y pregunta quién será el juez para la audiencia de la niña Fitzgerald.
Me echa una mirada y el teléfono comienza a sonar.
—Hablando del rey de Roma… —Mueve la cabeza en dirección a la puerta de mi santuario íntimo. Anna Fitzgerald está de pie en el umbral con un aerosol de limpiador industrial y una gamuza, puliendo el pomo de la puerta.
—¿Qué estás haciendo? —pregunto.
—Lo que me dijo que hiciera. —Mira al perro—. Hola,
Juez
.
—Llamada en la línea dos —interrumpe Kate. La miro brevemente (por qué ha dejado que esa niña entrara aquí es algo que va más allá de mí) e intento entrar en mi despacho, pero lo que sea que Anna ha puesto en el pomo lo ha engrasado y ahora no puede girarse. Forcejeo por un momento hasta que ella aprieta el pomo con el trapo y me abre la puerta.
Juez
da vueltas en el suelo, hasta que encuentra el sitio más cómodo. Golpeo la luz que titila en la línea de llamada.
—Campbell Alexander.
—Señor Alexander, soy Sara Fitzgerald. La madre de Anna Fitzgerald. —Dejo que esa información se asiente. Miro fijamente a su hija, limpiando a sólo dos metros de distancia.
—Señora Fitzgerald —respondo y, como suponía, Anna se queda paralizada en el sitio.
—Llamo porque… bueno, mire usted, todo esto es un malentendido.
—¿Ha rellenado una respuesta a la petición?
—Eso no será necesario. He hablado con Anna anoche y no seguirá con el caso. Quiere hacer todo lo que pueda para ayudar a Kate.
—Es eso entonces —mi voz se hace más grave—. Desafortunadamente, si mi cliente quiere cancelar el juicio, necesitaré escucharlo directamente de ella. —Levanto una ceja para captar la atención de Anna—. ¿No sabría usted dónde se encuentra en este momento?
—Ha salido a correr —dice Sara Fitzgerald—. Pero iremos al juzgado esta tarde. Hablaremos con el juez y resolveremos esto.
—Supongo que la veré entonces. —Cuelgo el teléfono, me cruzo de brazos y miro a Anna—. ¿Hay algo que quieras decirme?
Ella se encoge de hombros.
—En realidad no.
—Eso no es lo que parece pensar tu madre. Por otra parte, también supone que estás por ahí haciendo de Flo Jo
[6]
.
Anna echa un vistazo hacia la zona de recepción donde Kerri, naturalmente, está agarrada a nuestras palabras como un gato a un cordel. Cierra la puerta y se encamina hacia mi escritorio.
—No le pude decir que venía aquí, no después de lo de anoche.
—¿Qué pasó anoche? —Cuando Anna enmudece, pierdo la paciencia—. Escucha. Si no estás dispuesta a pasar por un juicio… si esto es una pérdida colosal de mi tiempo… entonces apreciaría que tuvieras la honestidad de decírmelo ahora, mucho más que después. Porque no soy un terapeuta familiar ni tu mejor amigo; soy tu abogado. Y, para que yo sea tu abogado, tiene que haber un caso. De modo que te lo preguntaré una vez más, ¿has cambiado de opinión con respecto a este juicio?
Espero que esta diatriba ponga fin al litigio, que reduzca a Anna a un vacilante charco de indecisión. Pero, para mi sorpresa, me mira directamente, fría y serena.
—¿Todavía quieres representarme? —pregunta.
A pesar de que sé que es un error, digo que sí.
—Entonces no —dice—, no he cambiado de opinión.
La primera vez que navegué en una carrera del club de yates con mi padre tenía catorce años, y él estaba en contra de ello firmemente. Yo no era lo suficientemente grande, no era lo suficientemente maduro, el tiempo era demasiado inestable. Lo que él realmente quería decir con todo eso era que, teniéndome como tripulación, era más probable que perdiera la copa que la ganara. A los ojos de mi padre, si no eras perfecto, simplemente no eras.
Su embarcación era de la clase USA-1, una maravilla de caoba y teca, que le había comprado al teclista J. Geils en Marblehead. En otras palabras, un sueño, un símbolo de estatus y un rito de paso, todo terminado con una reluciente vela blanca y un casco del color miel.
Dimos con el comienzo exacto al cruzar la línea a toda vela justo cuando el cañón disparó. Hice todo lo posible para estar un paso por delante de donde mi padre necesitara que estuviese: dirigiendo el timón antes incluso de que diera la orden, cambiando el curso y haciendo una bordada basta que mis músculos se quemaban por el esfuerzo. Y podría haber tenido un final feliz, pero entonces una tormenta sopló desde el norte, trayendo ráfagas de lluvia y olas que se levantaban hasta tres metros de altura, arrojándonos desde las alturas hasta las profundidades.
Vi a mi padre moverse en su chubasquero amarillo. Parecía no darse cuenta de que estaba lloviendo; desde luego que no quería gatear hasta un pozo y agarrar su estómago descompuesto y morir, como hice yo.
—Campbell —rugió—, ¡vamos!
Pero volverme al viento significaba montar en otra montaña rusa arriba y abajo.
—Campbell —repitió mi padre—, ahora.
Un abismo se abrió frente a nosotros; el barco bajó tan bruscamente que me caí. Mi padre se lanzó delante de mí, agarrando el timón. Por un bendito momento las velas se quedaron quietas. La botavara se movió rápidamente de un extremo a otro, y el barco se clavó en el rumbo opuesto.
—Necesito coordenadas —ordenó mi padre.
Navegar implicaba bajar al casco donde estaban las cartas de navegación y hacer las cuentas para calcular en qué dirección teníamos que estar para alcanzar la próxima boya de la regata. Pero estar abajo, lejos del aire fresco, sólo empeoró las cosas. Abrí el mapa justo a tiempo para vomitarlo todo encima de él.
Mi padre me encontró por defecto, porque no había regresado con una respuesta. Bajó la cabeza y me vio sentado en el charco de mi propio vómito.
—Por el amor de Dios —dijo entre dientes y me dejó.
Hice acopio de todas mis fuerzas para levantarme y seguirle. Dio un tirón a la rueda y giró el timón. Hacía como si yo no estuviera allí. Cuando cambió el curso, no lo informó. La vela silbó sobre el barco, rasgando la costura del cielo. La botavara se movió, dándome un golpe en la parte trasera de la cabeza y dejándome inconsciente.
Volví en mí justo cuando mi padre estaba copando el viento a otro barco, a escasos pies de la meta. La lluvia se había serenado y convertido en neblina, y, cuando puso la embarcación entre la ráfaga de aire y nuestro competidor más próximo, el otro barco retrocedió. Ganamos por segundos.
Me dijo que limpiara el desastre que había hecho y que tomara un taxi, mientras él iba en un bote de remos a celebrarlo al club de yates. Era una hora más tarde cuando finalmente llegué, y para entonces estaba alegre, bebiendo escocés de la copa de cristal que había ganado.
—Aquí viene tu tripulación, Caín —gritó un amigo. Mi padre levantó la copa de la victoria para brindar, bebió profundamente y luego la golpeó tan fuerte contra el bar que el asa se hizo añicos.
—Oh —dijo otro navegante—, es una pena.
Mi padre no me quitó los ojos de encima.
—No lo es, sin embargo —dijo.
En el parachoques trasero de uno de cada tres coches de Rhode Island, encontraréis una pegatina roja y blanca recordando a las víctimas de algunos de los más grandes casos criminales del estado: «Mi amiga Katie DeCubellis fue asesinada por un conductor ebrio.» «Mi amigo John Sisson fue asesinado por un conductor ebrio». Las entregan en los jardines de las escuelas, en los eventos para recaudar fondos y en las peluquerías, y no importa si nunca habéis conocido al chico que asesinaron; lo ponéis en vuestro vehículo por solidaridad y con el secreto regocijo de que esa tragedia no os haya sucedido a vosotros.
El año pasado, hubo pegatinas con el nombre de una nueva víctima, Dena DeSalvo. A diferencia de otras víctimas, a ésta la conocía indirectamente. Era la hija de doce años de un juez, quien según se cuenta, se desmoronó en un juicio por custodia que tuvo lugar poco tiempo después del funeral y cogió una excedencia de tres meses para lidiar con su dolor. El mismo juez, a propósito, que ha sido asignado para el caso de Anna Fitzgerald.
Mientras me dirijo al complejo Garrahy, donde se encuentra el juzgado de familia, me pregunto si un hombre con semejante carga sobre sus hombros estará en condiciones de tratar un caso en el que un resultado favorable para mi cliente precipitaría la muerte de su hermana adolescente.
Hay un nuevo alguacil en la entrada. Un hombre con el cuello tan fino como una secuoya y con una capacidad mental a tono.