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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

La decisión más difícil (12 page)

—No puedo estar seguro de que el abogado de la otra parte no intentará usar sus pactos de convivencia para su mejor ventaja, señoría, y posiblemente presionar a mi cliente. —Campbell mira fijamente al juez sin parpadear.

—Señor Alexander, no hay forma de que saque a esta niña de su hogar —dice el juez DeSalvo, pero luego se vuelve hacia mi madre—. Sin embargo, señora Fitzgerald, usted no puede hablar sobre el caso con su hija a menos que esté presente su abogado. Si no puede estar de acuerdo con esto o si me entero de algún incumplimiento en esa muralla china doméstica, tendré que tomar medidas más drásticas.

—Entendido, señoría —dice mi madre.

—Bien. —El juez DeSalvo se pone de pie—. Los veré a todos la próxima semana. —Sale de la habitación, y las chanclas hacen pequeños ruidos de ventosas en el suelo embaldosado.

En el instante en que se va, me vuelvo hacia mi madre. «Puedo explicarlo», quiero decir pero no me sale. De repente, una nariz húmeda me toca la mano.
Juez
. Hace que mi corazón, ese tren desbocado, se tranquilice.

—Necesito hablar con mi cliente —dice Campbell.

—En este momento es mi hija —dice mi madre, que me toma de la mano y me arranca de la silla. En el umbral de la puerta me las arreglo para mirar atrás. Campbell echa humo. Podría haberle dicho que acabaría así. La palabra «hija» gana a cualquiera, no importa cuál sea el juego.

La tercera guerra mundial comienza inmediatamente, no con el asesinato de un archiduque ni con un dictador loco, sino con un desvío a la izquierda pasado de largo.

—Brian —dice mi madre estirando el cuello—, ésa era la calle North Park.

Mi padre parpadea, confundido.

—Podrías habérmelo dicho antes de que pasara el desvío.

—Lo hice.

Antes incluso de que sopesar los costes y beneficios de volver a entrar en la batalla de otra persona digo:

—Yo no te oí.

Mi madre se da la vuelta de golpe.

—Anna, ahora mismo eres la última persona de quien necesitaría y querría apoyo.

—Yo sólo…

Ella levanta la mano como el tabique de privacidad de un taxi. Sacude la cabeza.

En el asiento de atrás, me deslizo a un lado y me hago un ovillo con los pies mirando hacia atrás, entonces todo lo que veo es negro.

—Brian —dice mi madre—, te lo has pasado de nuevo.

Cuando entramos, mi madre pasa con furia al lado de Kate, que nos ha abierto la puerta, y al lado de Jesse, que está mirando lo que parece el canal codificado de Playboy en la televisión. En la cocina, abre los armarios y los golpea al cerrarlos. Saca comida de la nevera y la tira sobre la mesa.

—Oye —dice mi padre a Kate—, ¿cómo te encuentras?

Ella lo ignora, metiéndose en la cocina.

—¿Qué ha pasado?

—Qué ha pasado. Bueno —responde mi madre clavándome la mirada—. ¿Por qué no le preguntas a tu hermana qué ha pasado?

Kate me mira; es toda ojos.

—Asombroso lo silenciosa que estás ahora que no hay un juez para oírte —dice mi madre.

Jesse apaga la televisión.

—¿Te hizo hablar con un juez? Maldita sea, Anna.

Mi madre cierra los ojos.

—Jesse, sabes, éste sería un buen momento para que te fueras.

—No tienes que pedírmelo dos veces —dice con la voz llena de cristales rotos. Oímos la puerta de la calle abrirse y cerrarse; toda una historia.

—Sara. —Mi padre entra en la cocina—. Todos necesitamos calmarnos un poco.

—Una de mis hijas acaba de firmar la sentencia de muerte de su hermana, ¿y se supone que debo calmarme?

Se hace tal silencio en la cocina que puedo oír cómo susurra la nevera. Las palabras de mi madre cuelgan como una fruta demasiado madura, y cuando caen al suelo, estallan. Ella se estremece en un temblor.

—Kate —dice, yendo hacia mi hermana con los brazos extendidos—. Kate, no debería haber dicho eso, no es lo que quería decir.

En mi familia parece que tenemos una historia torturada de no decir lo que queremos y de no querer decir lo que decimos. Kate se tapa la boca con la mano. Sale por la puerta de la cocina, chocando con mi padre, que lo intenta pero no la alcanza, mientras ella trepa por la escalera. Oigo la puerta de nuestro dormitorio cerrarse de golpe. Mi madre, por supuesto, va detrás de ella.

Entonces hago lo que mejor sé hacer. Me muevo en la dirección opuesta.

¿Hay algún lugar en la Tierra que huela mejor que una lavandería? Es como un domingo lluvioso, cuando no quieres salir de debajo de las colchas, o como estar recostada boca arriba en el césped que tu padre acaba de cortar: un alimento de consuelo para tu nariz. Cuando era pequeña mi madre solía sacar la ropa caliente de la secadora y echarla encima de mí, que estaba sentada en el sofá. Pretendía muchas veces que las prendas eran una sola piel y que yo estaba enroscada, apretada entre ellas como un gran corazón.

La otra cosa que me gusta de las lavanderías es que arrastran a gente solitaria como los imanes a los metales. Hay un muchacho desmayado en un banco al fondo, con botas del ejército y una camiseta que pone «Nostradamus era un optimista». Una mujer en la mesa plegable examina un montón de camisas de hombre, tragándose las lágrimas. Poned diez personas juntas en una lavandería y lo más probable es que tú no seas el que está peor de todos.

Me siento en el borde de un banco enfrente de las lavadoras e intento unir la ropa con la gente que espera. Las medias rosas y el camisón de encaje pertenecen a la chica que está leyendo una novela rosa. Los calcetines de lana y la camiseta a cuadros son del desagradable estudiante que duerme. Los jerséis de fútbol y los monos infantiles son del niñito que sostiene un tarro con suavizante a su madre, inconsciente con su móvil. ¿Qué clase de persona puede pagar un teléfono móvil y no una lavadora y una secadora?

A veces juego a eso e intento imaginarme cómo sería la persona cuya ropa está centrifugándose frente a mí. Si estuviera lavando esos téjanos de carpintero, quizá sería un constructor de tejados en Phoenix, con brazos fuertes y la espalda curtida. Si tuviera esas sábanas floreadas, estaría en la Universidad de Harvard, donde estudiaría perfiles criminales. Si esa capa de satén fuera mía, tal vez tendría entradas para la temporada de ballet. Y luego trato de hacerme una imagen de mí misma haciendo alguna de esas cosas y no puedo. Todo lo que alcanzo a ver es a mí misma, siendo donante de Kate, donando y esperando a donar la siguiente vez.

Kate y yo somos mellizas siamesas; no puedes ver el sitio por el que estamos conectadas. Eso hace que la separación sea mucho más difícil.

Cuando levanto la vista, la chica que trabaja en la lavandería está frente a mí, con el pendiente en el labio y las extensiones azules de rastas.

—¿Necesitas cambio? —pregunta.

A decir verdad, tengo miedo de oír mi propia respuesta.

J
ESSE

Soy el niño que jugaba con cerillas. Solía robarlas del estante de encima de la nevera y llevarlas al baño de mis padres. La colonia de baño Jean Naté arde, ¿sabíais eso? Derramadla toda y podríais incendiar el suelo. Se enciende de color azul y, cuando el alcohol se ha consumido, se apaga.

Una vez, Anna entró cuando estaba en el baño.

—Oye —dije—, mira esto.

Eché unas gotas de Jean Naté en el suelo y dibujé sus iniciales. Luego las encendí. Supuse que ella correría gritando como una cotilla, pero, en lugar de eso, se sentó en el borde de la bañera. Cogió la botella de Jean Naté, hizo un dibujo descabellado en las baldosas y me dijo que lo hiciera de nuevo.

Anna es la única prueba de que nací en esta familia, en lugar de haber sido abandonado en el escalón de la entrada por alguna pareja de Bonnie y Clydes que huyó en la noche. Superficialmente, somos polos opuestos. Debajo de la piel, somos iguales: la gente cree que sabe lo que somos pero siempre se equivoca.

«Que se vayan todos al diablo». Debería tener eso tatuado en la frente, de tantas veces que lo he pensado. Normalmente estoy en tránsito, corriendo en mi jeep hasta que mis pulmones no dan más. Hoy estoy conduciendo a noventa y cinco por la ruta 9.5. Entro y salgo con un movimiento zigzagueante entre los coches, como si cosiera una cicatriz. La gente me grita detrás de sus ventanas cerradas. Yo les enseño el dedo.

Miles de problemas se solucionarían si volcara con el jeep en un terraplén. No es que no lo haya pensado, ¿sabéis? En mi carné pone que soy donante de órganos, pero la verdad es que podría ser un mártir de órganos. Estoy seguro de que valgo mucho más muerto que vivo, la suma de las partes vale más que el todo. Me pregunto quién podría acabar caminando por ahí con mi hígado, mis pulmones, incluso mis córneas. Me pregunto a qué pobre imbécil le meterían lo que sea que tenga yo que no sea el corazón.

Para mi asombro, siempre salgo sin ningún rasguño. Subo la rampa y conduzco por la avenida Allens. Hay un paso subterráneo en el que sé que puedo encontrar a Duracell Dan. Es un tío sin casa, veterano de Vietnam, que se pasa la mayoría del tiempo recogiendo pilas que la gente tira a la basura. Qué demonios hace con ellas, no lo sé. Las abre, eso es todo lo que sé. Dice que la CÍA esconde mensajes para sus espías en las Energizer doble A, que el FBI los mete en las Eveready.

Dan y yo tenemos un trato: yo le traigo un menú de MacDonald’s un par de veces a la semana y él me cuida las cosas. Lo encuentro acurrucado sobre el libro de astrología que él considera su manifiesto.

—Dan —digo saliendo del coche y dándole su BigMac—, ¿qué pasa?

Me mira con los ojos entornados.

—La Luna está en el descontrolado Acuario. —Se llena la boca de patatas fritas—. No debí haber salido de la cama.

Si Dan tiene cama, es una novedad para mí.

—Siento oír eso —digo—, ¿tienes mis cosas?

Estira la cabeza hacia los barriles detrás de la columna de cemento donde guarda mis cosas. El ácido perclórico birlado del laboratorio del instituto; en otro barril está el aserrín. Levanto la funda de cojín llena, la pongo debajo de mi brazo y la arrastro hasta el coche. Lo encuentro esperando junto a la puerta.

—Gracias.

Se inclina contra el coche; no me dejará subirme.

—Me han dado un mensaje para ti.

Aunque todo lo que sale de la boca de Dan son patrañas, mi estómago da un vuelco.

—¿Quién?

Mira a lo largo de la calle y después vuelve a mirarme a mí.

—Ya sabes —susurra acercándose—. Piénsalo dos veces.

—¿Ése era el mensaje?

Dan asiente con la cabeza.

—Sí. Era eso o bebe dos veces. No puedo estar seguro.

—Ese consejo es el que probablemente siga.

Lo empujo un poco, para entrar en el coche. Es más liviano de lo que pensaríais, como si todo lo que alguna vez hubo en su interior se hubiera consumido. Con ese razonamiento, es un prodigio que no esté flotando en el cielo.

—Hasta luego —le digo y conduzco hacia el almacén que he estado buscando.

Busco lugares como yo: grandes, vacíos, olvidados por la mayoría de la gente. Éste está en la zona de Olneyville. Alguna vez se usó como instalaciones de almacenamiento de un negocio de exportaciones. Ahora no es mucho más que el hogar de una extendida familia de ratas. Aparco a suficiente distancia para que nadie pueda pensar dos veces en mi coche. Arrastro la funda del cojín hasta meterla debajo de mi abrigo y la saco.

Resulta que he aprendido algo de mi viejo y querido padre después de todo: los bomberos son expertos en llegar a los lugares en los que no deberían estar. No tardo mucho en forzar la cerradura, luego sólo es cuestión de imaginar el lugar por el que quiero empezar. Abro un agujero en el fondo de la funda y dejo que el aserrín dibuje tres iniciales gordas: JBF. Luego cojo el ácido y derramo unas gotas sobre las letras.

Es la primera vez que lo hago a plena luz del día.

Saco un paquete de Merits de mi bolsillo, los aprieto y me pongo uno en la boca. Mi Zippo está a punto de quedarse sin gasolina; tengo que acordarme de comprar. Cuando termino, me pongo en camino, doy una última calada y tiro el cigarro al aserrín. Sé que arderá deprisa, por eso ya estoy corriendo cuando las llamas intentan alcanzarme por detrás. Como todos los demás, buscarán pistas. Pero este cigarro y mis iniciales habrán desaparecido mucho antes. El suelo debajo de ellas se derretirá. Las paredes se torcerán y cederán.

El primer camión llega a la escena justo cuando vuelvo a mi coche y saco los binoculares del salpicadero. Para entonces, el fuego ha hecho lo que yo quería: escapar. Los vidrios han estallado en las ventanas; el humo se levanta negro, como un eclipse.

La primera vez que vi llorar a mi madre tenía cinco años. Estaba parada ante la ventana de la cocina, haciendo como si no estuviera. El sol estaba saliendo, era un nudo hinchado.

—¿Qué haces? —pregunté.

No fue hasta muchos años después que comprendí que había oído mal su respuesta. Que cuando dijo
mourning
[7]
, no se refería al momento del día.

El cielo, ahora, está lleno y oscuro de humo. Cae una lluvia de destellos del techo. Un segundo equipo de bomberos llega; sus hombres han sido arrancados de las mesas del comedor, las duchas y los salones de las casas. Con los binoculares puedo distinguir su nombre, brillando en la espalda de su abrigo reversible como si estuviera deletreado en diamantes. Fitzgerald. Mi padre pone las manos sobre una manguera conectada y yo me subo al auto y me alejo conduciendo.

En casa, mi madre sufre un ataque de nervios. Pasa volando por la puerta tan bien pongo el coche en mi sitio para aparcar.

—Gracias a Dios —dice—. Necesito tu ayuda.

Ni siquiera se da la vuelta para ver si la estoy siguiendo, y así me doy cuenta de que se trata de Kate. La puerta del dormitorio de mis hermanas ha sido abierta de una patada; el marco de madera de alrededor está astillado. Mi hermana yace tranquilamente en su cama. Luego, muy repentinamente estalla a la vida, sacudiéndose como un muñeco con resorte y vomitando sangre. Una mancha se extiende sobre su camisa y su edredón floreado, amapolas rojas donde antes no había.

Mi madre se agacha a su lado, sosteniéndole el cabello y presionando una toalla contra la boca cuando Kate vomita de nuevo otro chorro de sangre.

—Jesse —dice de modo práctico—, tu padre está en una emergencia y no logro dar con él. Necesito que conduzcas hasta el hospital para que pueda sentarme atrás con Kate.

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