Demasiado para no traer a colación el pasado. Un escalofrío me recorre a lo largo y cojo a
Juez
por el collar.
—Discúlpame —digo y camino hacia la puerta de la oficina, dejando a Julia por segunda vez en mi vida.
En realidad, la Wheeler School era una fábrica que producía debutantes y futuros inversores bancarios en grandes cantidades. Parecíamos todos iguales y hablábamos del mismo modo. Para nosotros, verano era un verbo.
Había estudiantes, claro, que rompían ese molde. Como algunos chicos becados, con los cuellos de las camisas levantados y que sabían pelear, que nunca se daban cuenta de que estando todos juntos éramos conscientes de que no eran uno de los nuestros. Estaban las estrellas, como Tommy Boudreaux, que fue fichado por la Detroit Redwings en su primer año. O los casos psicológicos, que trataban de cortarse las muñecas o mezclar bebidas alcohólicas con valium y después dejaban el campus tan silenciosamente como habían vagado por él.
Estaba en el sexto año cuando Julia Romano llegó a Wheeler. Llevaba botas militares y una camiseta de Cheap Trick bajo el blazer de la escuela; era capaz de memorizar sonetos enteros sin ningún problema. Durante los ratos libres, mientras el resto de nosotros nos las arreglábamos para fumar a espaldas del director, ella trepaba por la escalera al tejado del gimnasio, se sentaba con la espalda contra el tubo de la ventilación y leía libros de Henry Miller y Nietzsche. A diferencia de otras chicas de la escuela, con sus suaves cascadas de cabello rubio atado en una cola, el suyo era un tornado de rizos negros y nunca se maquillaba; sólo esos rasgos angulosos, tómalo o déjalo. Tenía el piercing más delgado que he visto, un filamento de plata en la ceja izquierda. Olía como una masa fresca fermentando.
Corrían rumores sobre ella, que la habían echado a patadas de una escuela-reformatorio para chicas, que era una especie de genio con una puntuación perfecta en el Examen Preliminar de Valoración Académica, que era dos años más joven que todos los de la clase, que tenía un tatuaje. Nadie sabía realmente qué hacer con ella. La llamaban Fenómeno porque no era uno de los nuestros.
Un día, Julia Romano llegó al colegio con el cabello corto y rosa. Todos asumimos que sería suspendida, pero resultó que entre las reglas sobre qué debía uno llevar en Wheeler, la peluquería estaba notablemente ausente. Eso hizo que me preguntara por qué ni un solo chico en la escuela tenía rastas y me di cuenta de que no era porque no pudiésemos destacarnos; era porque no queríamos.
En el almuerzo de ese día, ella pasó al lado de la mesa en la que estaba sentado con un grupo de chicos del equipo de remo y algunas de sus novias.
—Oye —dijo una de las chicas—, ¿te dolió?
Julia caminó más despacio.
—¿El qué?
—Caerte en la máquina de nubes dulces.
Ella ni siquiera parpadeó.
—Lo siento, yo no puedo pagar un corte de pelo en Lavar, Cortar y Chupar.
Luego caminó hacia el rincón de la cafetería donde siempre comía sola, haciendo solitarios con un mazo de cartas que tenían dibujos de santos al dorso.
—Mierda —dijo uno de mis amigos—, ésa es una chica con la que no me liaría.
Me reí, porque cualquier otro lo haría. Pero yo también la miré sentarse, empujar la bandeja de comida y empezar a echar cartas. Me pregunté cómo sería que no te importara un comino lo que la gente piense de ti.
Una tarde me ausenté del equipo de vela del que era capitán y la seguí. Me aseguré de estar lo suficientemente lejos detrás de ella para que no pudiera darse cuenta de mi presencia. Bajó por el Blackstone Boulevard, giró hacia el cementerio Swan Point y subió hasta el punto más alto. Abrió la mochila, sacó los libros de texto y la carpeta y se desparramó frente a una tumba.
—Puedes salir —dijo entonces, y casi me trago la lengua esperando un fantasma, hasta que me di cuenta de que me hablaba a mí.
—Si pagas unos dólares extra, puedes incluso mirar de cerca.
Di un paso y salí de detrás de un roble grande, con las manos en los bolsillos. Ahora que estaba ahí, no tenía idea de por qué había ido. Señalé la tumba con la cabeza.
—¿Un pariente?
Miró por encima del hombro.
—Sí. Mi abuela se sentó junto a él en el Mayflower. —Me miró fijamente, con todos sus ángulos y bordes perfectos—. ¿No tienes ningún partido de cricket al que ir?
—Polo —dije sonriendo—. Estoy esperando a mi caballo.
No entendió la broma… o tal vez no le hizo gracia.
—¿Qué quieres?
No podía admitir que la estaba siguiendo.
—Ayuda —dije—. Deberes.
En realidad ni siquiera había mirado los trabajos pendientes de inglés. Agarré un papel de arriba de todo de su carpeta y leí en voz alta: «Te encuentras con un horrible accidente en el que han chocado cuatro coches. Hay gente gimiendo de dolor y cuerpos esparcidos. ¿Tienes la obligación de parar?».
—¿Por qué debería ayudar? —dijo.
—Bueno, legalmente, no deberías. Si tiras de alguien para sacarlo y le haces más daño, podrías ser demandada.
—Quería decir por qué debería ayudarte a ti.
El papel cayó suavemente al suelo.
—No piensas mucho en mí, ¿no?
—No pienso en ninguno de vosotros, punto. Sois una pandilla de idiotas superficiales que ni muertos tendrían nada con alguien diferente de vosotros.
—¿No es eso también lo que estás haciendo tú?
Me miró fijamente durante un largo segundo. Luego comenzó a meter de nuevo las cosas en su mochila.
—Tienes un fondo de inversión, ¿verdad? Si necesitas ayuda, ve a pagarle a un tutor.
Apoyé el pie sobre la tapa de un libro de texto.
—¿Lo harías?
—¿Ser tutora tuya? De ningún modo.
—No. Lo del accidente de coche.
Dejó las manos quietas.
—Sí. Porque, incluso aunque la ley diga que nadie es responsable de otra persona, ayudar a alguien que lo necesita es hacer lo correcto.
Me senté a su lado, lo suficientemente cerca para que la piel de su brazo zumbara exactamente junto a la mía.
—¿Realmente crees eso?
Bajó la vista a su falda.
—Sí.
—Entonces, ¿cómo —pregunté— puedes pasar de mí?
Me seco la cara con toallitas de papel y me arreglo la corbata.
Juez
se pasea en pequeños círculos a mi lado, del modo en que siempre lo hace.
—Bien hecho —le digo, palmeándole el cuello.
Cuando vuelvo a mi despacho, Julia se ha ido. Kerri está sentada en el ordenador en un raro momento de productividad, tecleando.
—Dijo que si la necesitabas, sabrías encontrarla puñeteramente bien. Son sus palabras, no las mías. Y preguntó por el historial médico. —Kerri me mira por encima del hombro—. Tienes muy mal aspecto.
—Gracias —un post-it naranja en su escritorio me llama la atención—. ¿Es aquí a donde quiere que le mandemos el historial?
—Sí.
Deslizo la dirección en mi bolsillo.
—Yo me ocupo —digo.
Una semana más tarde, frente a la misma tumba, le desaté las botas militares a Julia Romano. Le quité el abrigo de camuflaje. Sus pies eran pequeños y tan rosados como el interior de un tulipán. Su clavícula era un misterio.
—Sabía que eras hermosa ahí debajo —dije, y fue el primer lugar donde la besé.
Los Fitzgerald viven en Upper Darby, en una casa que podría pertenecer a cualquier familia americana típica. Garaje para dos coches, revestimiento de aluminio, pegatinas de Totfinder
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en las ventanas para los bomberos. Cuando llegué allí, el sol se escondía detrás de la línea del tejado.
Durante todo el camino, he intentado convencerme a mí mismo de que lo que Julia dijo no influyó en nada para que decidiera visitar a mi cliente. Es que planeaba tomar este pequeño desvío antes de dirigirme a casa.
Pero la verdad es que, en todos los años que llevo ejerciendo, es la primera vez que hago una visita domiciliaria.
Anna abre la puerta cuando llamo al timbre.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Haciendo averiguaciones sobre ti.
—¿Eso se paga aparte?
—No —digo secamente—. Es parte de una promoción especial que estoy haciendo este mes.
—Oh. —Se cruza de brazos—. ¿Has hablado con mi madre?
—Intento hacer todo lo posible para evitarlo. ¿Supongo que no está en casa?
Anna sacude la cabeza.
—Está en el hospital. Kate ha sido ingresada de nuevo. Pensé que habrías ido para allá.
—Kate no es mi cliente.
Eso parece decepcionarla. Se mete el pelo detrás de las orejas.
—¿Quieres pasar?
La sigo por la sala y me siento en el sofá, una paleta de alegres rayas azules.
Juez
huele los bordes de los muebles.
—Me he enterado de que has conocido a tu tutora ad litem.
—Julia. Me llevó al zoológico. Parece maja. —Clava los ojos en los míos—. ¿Ha dicho algo de mí?
—Está preocupada de si tu madre te habla del caso.
—Aparte de Kate —dice Anna—, ¿de qué más quieres hablar?
Nos miramos fijamente un momento. Más allá de la relación cliente abogado, estoy perdido.
Podría pedirle que me enseñara su habitación, excepto que no hay forma de que un abogado defensor pueda subir a solas con una niña de trece años a su habitación. Podría llevarla a cenar fuera, pero dudo de que aprecie el Café Nuevo, uno de mis sitios favoritos y no creo que soporte un Whooper. Podría preguntarle por la escuela, pero no tiene clases.
—¿Tienes hijos?
Me río.
—¿Tú qué crees?
—Probablemente sea algo bueno —admite—. Sin ánimo de ofender, pero no tienes mucha pinta de padre.
Eso me fascina.
—¿Qué pinta tienen los padres?
Parece pensarlo.
—¿Sabes el tío de la cuerda floja en el circo que quiere que todos crean que su acción es arte, pero que en el fondo puedes ver que sólo espera hacer el recorrido? Como eso. —Me lanza una mirada—. Puedes relajarte, sabes. No te ataré ni te haré escuchar rap.
—Oh, bien —bromeo—. En ese caso… —Me aflojo la corbata y me recuesto sobre los cojines.
Eso hace asomar brevemente un atisbo de sonrisa en su cara.
—No tienes que fingir que eres mi amigo ni nada por el estilo.
—No lo pretendo. —Me paso la mano por el pelo—. La cuestión es que esto es nuevo para mí.
—¿El qué?
Hago un gesto señalando la sala.
—Visitar a un cliente. Darle a la lengua. No dejar un caso en la oficina al final del día.
—Bueno, para mí esto también es nuevo.
—¿El qué?
Se enrosca un mechón de pelo alrededor del dedo meñique.
—La esperanza —dice.
La parte de la ciudad en la que está el apartamento de Julia es una zona exclusiva con reputación para los divorciados solteros, lo que siempre me irrita cuando intento encontrar un sitio para aparcar. Luego el portero nos mira a
Juez
y a mí y nos bloquea el paso.
—No se permiten perros —dice—. Lo siento.
—Éste es un perro de asistencia. —Cuando parece que eso no hace sonar su campana, se lo deletreo—. Ya sabe, como Seeking Eye.
—Usted no parece ciego.
—Soy un alcohólico en recuperación —le digo—. El perro se interpone entre la cerveza y yo.
El apartamento de Julia está en el séptimo piso. Toco a la puerta y luego veo un ojo controlándome por la mirilla. Abre de golpe, pero deja la cadena puesta. Tiene un pañuelo envuelto alrededor de la cabeza y parece que hubiera estado llorando.
—Hola —digo—. ¿Podemos empezar de nuevo?
Se seca la nariz.
—¿Quién carajo eres tú?
—Vale. Tal vez me lo merezca. —Echo una ojeada a la cadena—. Déjame entrar, ¿quieres?
Me mira como si estuviera loco o algo así.
—¿Estás bajo los efectos del crack?
Se oye un ruido y otra voz y luego la puerta se abre del todo, y pienso tontamente: «
Hay dos de ella
».
—Campbell —dice la Julia real—, ¿qué estás haciendo aquí?
Sostengo los antecedentes médicos, con la tinta todavía secándose. ¿Cómo puñetas nunca mencionó todo ese año en Wheelers que tenía una hermana melliza?
—Izzy, él es Campbell Alexander. Campbell, ella es mi hermana.
—Campbell… —Veo a Izzy mover mi nombre en su lengua.
Una segunda mirada, y no se parece en absoluto a Julia. Su nariz es un poco más larga, su complexión no tiene parecido ni de cerca. Por no decir que mirando cómo mueve la boca, no me pone.
—¿Campbell, Campbell? —dice, volviéndose hacia Julia—. De…
—Sí —suspira.
Los ojos de Izzy se achican.
—Sabía que no debía dejarlo entrar.
—Está bien —insiste Julia y me quita los archivos—. Gracias por traérmelos.
Izzy chasquea los dedos.
—Ahora puedes irte.
—Para. —Julia aplasta el brazo de su hermana—. Campbell es el abogado con el que estoy trabajando esta semana.
—Pero no era e! chico que…
—Sí, gracias, tengo una memoria que funciona perfectamente.
—¡Bueno! —interrumpo—. Pasé por casa de Anna.
Julia se vuelve hacia mí.
—¿Y?
—Tierra llamando a Julia —dice Izzy—, esto es comportamiento autodestructivo.
—No cuando implica un cheque, Izzy. Tenemos un caso juntos, eso es todo. ¿Vale? Y realmente no tengo ganas de ser aleccionada por ti acerca de comportamientos autodestructivos. ¿Quién llamó a Janet para un polvo piadoso la noche después de dejarte?
—Oye —digo volviéndome hacia
Juez
—, ¿qué tal los Red Sox
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?
Izzy patea la pared.
—Es tu suicidio —grita, y luego oigo un portazo.
—Creo que realmente le gusto —digo, pero Julia no asoma una sonrisa.
—Gracias por los antecedentes médicos. Adiós.
—Julia…
—Oye, sólo te evitaba problemas. Debe de haber sido duro entrenar a un perro para que te saque de una habitación cuando necesitas ser rescatado de una situación emocionalmente delicada, como una vieja novia que te dice la verdad. ¿Cómo funciona eso, Campbell? ¿Señales con la mano? ¿Instrucciones verbales? ¿Un silbido en otra frecuencia?
La miro melancólicamente en el vestíbulo vacío.
—¿Puede volver Izzy, mejor?
Julia trata de empujarme fuera de la puerta.
—Está bien. Lo siento. No quería cortarte hoy en la oficina. Pero… era una emergencia.