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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

La decisión más difícil (15 page)

BOOK: La decisión más difícil
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Pequeñas fichas del puzzle empiezan a unirse para mí. Tradicionalmente, los padres toman decisiones por un niño o una niña, porque supuestamente buscan lo mejor para sus intereses. Pero si están cegados por los intereses de otro de sus hijos, el sistema se colapsa. Y, en algún lugar, por debajo de los escombros, hay víctimas como Anna.

La pregunta es: ¿Ha instigado ella este juicio porque verdaderamente siente que puede tomar mejores decisiones sobre su propio cuidado médico que lo que pueden hacerlo sus padres o porque quiere que sus padres la escuchen por una vez que llora?

Acabamos frente a los osos polares, Trixie y Norton. Por primera vez desde que llegamos aquí, la cara de Anna se enciende. Mira a Kobe, el cachorro de Trixie, la nueva adquisición del zoológico. Aplasta a su madre que yace en una roca, intentando que juegue.

—La última vez que hubo un cachorro de oso polar —dice Anna— lo dieron a otro zoológico.

Tiene razón. Los recuerdos de los artículos en el
ProJo
nadan en mi memoria. Fue un gran movimiento de relaciones públicas para Rhode Island.

—¿Crees que se pregunta qué ha hecho para que lo hayan mandado lejos?

Estamos preparados, como tutores ad litem, para ver los signos de la depresión. Sabemos cómo leer el lenguaje corporal, el comportamiento llano y los cambios de humor. Las manos de Anna están apretadas alrededor de la verja de metal. Sus ojos se apagan como el oro viejo.

«O esta niña pierde a su hermana —pienso— o se perderá a sí misma».

—Julia —pregunta—, ¿te gustaría que nos fuéramos a casa?

Cuanto más nos acercamos a su casa, más se aleja Anna de mí. Un truco bastante ingenioso, dado que el espacio físico que nos separa permanece inalterado. Se encoge contra la ventana de mi coche, mirando las calles que vamos pasando.

—¿Qué viene ahora?

—Hablaré con todos los demás. Tu madre y tu padre, tu hermano y tu hermana. Tu abogado.

Ahora un jeep destartalado está estacionado en el camino de entrada y la puerta principal de la casa está abierta. Giro la llave de encendido, pero Anna no se mueve para quitarse el cinturón de seguridad.

—¿Entrarías conmigo?

—¿Por qué?

—Porque mi madre va a matarme.

Esta Anna —genuinamente de comedia— tiene una pequeña semejanza con la que he pasado la última hora. Me pregunto cómo una niña puede ser lo suficientemente valiente para provocar un juicio y al mismo tiempo tener miedo de enfrentarse a su propia madre.

—¿Cómo es eso?

—Hoy me fui todo el día sin decirle adónde iba.

—¿Lo haces muy a menudo?

Anna sacude la cabeza.

—Generalmente, hago lo que se me dice.

Bueno, ya que tendré que hablar con Sara Fitzgerald tarde o temprano, salgo del coche y espero que Anna haga lo mismo. Recorremos el camino principal, flanqueadas por unos cuidados setos, y atravesamos la puerta de entrada.

Ella no es el enemigo que me había construido en la imaginación. Ante todo, la madre de Anna es más baja que yo y más delgada. Tiene el cabello oscuro, ojos absortos y se está paseando de un lado a otro. En el momento en que la puerta cruje y se abre, corre hacia Anna.

—Por el amor de Dios —llora, sacudiendo a su hija por los hombros—, ¿dónde has estado? ¿Te haces alguna idea…?

—Disculpe señora Fitzgerald. Me gustaría presentarme. —Doy un paso adelante, extendiendo la mano—. Soy Julia Romano, la tutora ad litera nombrada por el juzgado.

Desliza el brazo alrededor de Anna, en una forzada demostración de ternura.

—Gracias por traer a Anna a casa. Estoy segura de que tiene mucho que discutir con ella, pero justo ahora…

—En realidad esperaba poder hablar con usted. Me han pedido en el juzgado que presente mi informe en menos de una semana, así es que si tuviera un par de minutos…

—No los tengo —dice Sara abruptamente—. Ahora es realmente un mal momento. Mi otra hija acaba de ser reingresada en el hospital.

Mira a Anna, que todavía está de pie en la entrada de la cocina, como diciendo: «Espero que estés contenta».

—Lamento oír eso.

—Yo también —Sara se aclara la garganta—. Aprecio que haya venido a hablar con Anna. Y sé que sólo está haciendo su trabajo. Pero esto se resolverá. Es un malentendido. Estoy segura de que el juez DeSalvo se lo dirá en un día o dos.

Da un paso hacia atrás, desafiándome —y desafiando a Anna— a decir lo contrario. Miro a Anna, que ve que la miro y mueve imperceptiblemente la cabeza, a modo de ruego para que lo deje pasar por ahora.

¿A quién está protegiendo? ¿A su madre o a sí misma?

Una bandera roja se desenmaraña en mi mente: «Anna tiene trece años. Anna vive con su madre. La madre de Anna es la abogada de la parte opuesta. ¿Cómo puede ser posible que Anna viva en la misma casa y no sea influenciada por Sara Fitzgerald?».

—Anna, te llamo mañana. —Luego, sin decir adiós a Sara Fitzgerald, me voy de la casa y me dirijo al único lugar en el mundo al que nunca hubiera querido ir.

Las oficinas de Campbell Alexander son exactamente como me las había imaginado: en la cima de un edificio revestido de vidrio negro, al final de un vestíbulo cruzado por una alfombrilla persa, con dos pesadas puertas de caoba que mantienen alejada a la chusma. Sentada en el escritorio gigante de la recepción, hay una chica con rasgos de porcelana y un auricular de teléfono escondido bajo su melena. La ignoro y camino directamente hacia la única puerta cerrada.

—¡Oye! —grita—, ¡no puedes entrar ahí!

—Me espera —digo.

Campbell no levanta la vista de lo que sea que está escribiendo con mucha furia. Tiene las mangas de la camisa arremangadas hasta los codos. Necesita un corte de pelo.

—Kerri —dice—, mira a ver si puedes encontrar una trascripción de Jenny Jones sobre mellizos idénticos que no se supiera que…

—Hola Campbell.

Primero, deja de escribir. Luego, levanta la cabeza.

—Julia. —Se pone de pie como un niño de colegio atrapado en un acto indecente.

Entro y cierro la puerta detrás de mí.

—Soy la tutora ad litem asignada al caso de Anna Fitzgerald.

Un perro en el que no me había fijado hasta ahora se coloca al lado de Campbell.

—He oído que has ido a la facultad de derecho.

Harvard. Con una beca completa.

Me sonríe y de repente tengo diecisiete años otra vez, el año en que me di cuenta de que el amor no respeta las reglas, el año que comprendí que nada tiene más valor que lo que es inalcanzable.

—Providence es un lugar bastante pequeño… Esperaba… —su voz se arrastra y sacude la cabeza—. Bueno, pensé que seguro que nos encontraríamos antes.

—No es tan difícil evitar a alguien cuando quieres —respondo fríamente—. Tú deberías saberlo mejor que nadie.

C
AMPBELL

Estoy extraordinariamente tranquilo, en realidad, hasta que el director de la Ponaganset High School empieza a darme una lección de corrección política.

—Por el amor de Dios —petardea—, ¿qué clase de mensaje ofrece el hecho de que un grupo de estudiantes aborígenes llame a su liga interna de básquet Los Blanquitos?

—Me imagino que el mismo que disteis vosotros cuando elegisteis Caciques como lema de vuestra escuela.

—Hemos sido los Caciques de Ponaganset desde 1970 —argumenta el director.

—Sí, y ellos han sido miembros de la tribu narragansett desde que nacieron.

—Es despectivo. Y políticamente incorrecto.

—Desafortunadamente —señalo—, no puede demandarse a una persona por incorrección política o debería haber presentado la citación judicial hace años. Sin embargo, por otro lado, la Constitución protege diversos derechos individuales de los americanos, incluyendo a los aborígenes: uno de reunirse en asamblea y otro de expresarse libremente, lo que supone que Los Blanquitos tendrían garantizado su permiso para reunirse incluso si su ridícula amenaza de juicio llega a prosperar. En ese aspecto, usted puede considerar una acción de clase contra la humanidad en general, a partir de que seguramente querría también aplastar el racismo inherente que está implícito en la Casa Blanca, las Montañas Blancas y las Páginas Blancas.

Hay un silencio mortal al otro lado del teléfono.

—¿Asumiría, entonces, que puedo decirle a mi cliente que después de todo usted no tiene pensado querellarse?

Después de colgarme el teléfono, presiono el botón intercomunicador.

—Kerri, llama a Ernie Fishkiller y dile que no tiene de qué preocuparse.

Mientras me acomodo bajo la montaña de trabajo que hay en mi escritorio, alcanzo a ver a
Juez
. Está dormido, acurrucado como una alfombrilla enrollada a la izquierda de mi escritorio. Su pata se sacude.

Eso es vida, me dijo ella, mientras mirábamos a un cachorro persiguiéndose su propia cola. Eso es lo que quiero ser la próxima vez que nazca.

Yo me reí. Acabarías como un gato, le dije. Ellos no necesitan a nadie.

Yo te necesito a ti, replicó.

Bueno, dije. Tal vez yo volvería como una planta.

Me aprieto los ojos con los pulgares. Evidentemente, no estoy durmiendo lo suficiente; primero fue ese momento en la cafetería y ahora esto. Frunzo la frente hacia
Juez
, como si fuera su culpa, y después dirijo la atención a unas notas que he tomado en mi bloc. Cliente nuevo: un distribuidor de droga pillado por el demandante en un vídeo. No hay manera de evitar la condena, a menos que el tío tenga un mellizo idéntico que su madre ha mantenido en secreto.

Lo cual, pensándolo bien…

La puerta se abre y, sin levantar la vista, disparo una orden a Kerri.

—Kerri, fíjate si puedes encontrar alguna transcripción de Jenny Jones sobre mellizos idénticos que no se supiera que…

—Hola, Campbell.

Me estoy volviendo loco, definitivamente me estoy volviendo loco. Porque a menos de un metro y medio de distancia está Julia Romano, a quien no he visto en quince años. Tiene el pelo más largo, y unas finas líneas encierran su boca, paréntesis alrededor de un tiempo de palabras que no estaba ahí para escuchar.

—Julia —logro decir.

Cierra la puerta, y con el sonido
Juez
salta sobre sus patas.

—Soy la tutora ad litem asignada al caso de Anna Fitzgerald —dice.

—Providence es un lugar bastante pequeño… Esperaba… Bueno, pensé que seguro que nos encontraríamos antes.

—No es tan difícil evitar a alguien cuando quieres —responde—. Tú deberías saberlo mejor que nadie.

Luego, de repente, su enfado parece evaporarse.

—Lo siento. Eso estuvo absolutamente fuera de lugar.

—Ha sido mucho tiempo —replico, cuando lo que en realidad quiero es preguntarle qué ha estado haciendo los últimos quince años. Si todavía toma té con leche y limón. Si es feliz.

—Tu pelo ya no es rosa —digo porque soy un idiota.

—No, no lo es —responde—. ¿Hay algún problema?

Me encojo de hombros.

—Es sólo que… bueno… —¿Dónde están las palabras cuando las necesitas?—. Me gustaba el rosa —confieso.

—Tendía a menoscabar mi autoridad en los juzgados —admite Julia.

Eso me hace sonreír.

—¿Desde cuándo te importa lo que la gente piense de ti?

No responde, pero algo cambia. La temperatura de la habitación o tal vez el muro que aparece en sus ojos.

—Tal vez, en vez de recordar el pasado, deberíamos hablar de Anna —sugiere diplomáticamente.

Asiento con la cabeza. Pero se siente como si estuviéramos en el asiento estrecho de un autobús con un extraño entre nosotros, uno que ninguno de los dos quiere mencionar ni admitir, y entonces nos encontramos hablando sobre él y espiando cuando el otro no está mirando. ¿Cómo se supone que tengo que pensar en Anna Fitzgerald cuando me estoy preguntando si Julia se ha despertado alguna vez en los brazos de alguien y, por un momento, antes de que el sueño se le fuera del todo, creyó que era yo?

Juez
siente la tensión, se levanta y se coloca a mi lado. Julia parece notar por primera vez desde que entró que no estamos solos en la sala.

—¿Tu compañero?

—Sólo un socio —digo—. Pero tiene educación.

Sus dedos rascan a
Juez
detrás de la oreja —maldito bastardo con suerte— y con una mueca le pido que pare.

—Es un perro de asistencia. Se supone que no debe ser acariciado.

Julia levanta la vista, sorprendida. Pero antes de que pueda preguntar, cambio de conversación.

—Entonces Anna…

Juez
me empuja la mano con la nariz.

Ella se cruza de brazos.

—Fui a verla.

—¿Y?

—Los niños de trece años son fuertemente influenciados por sus padres. Y la madre de Anna parece estar convencida de que este juicio no se llevará a cabo. Tengo la sensación de que puede estar intentando convencer a Anna también.

—Puedo ocuparme de eso —digo.

Ella me mira.

—¿Cómo?

—Haré que Sara Fitzgerald sea alejada de la casa.

Su mandíbula cae.

—Estás bromeando, ¿verdad?

Ahora,
Juez
ha comenzado a tirarme de la ropa en serio. Cuando no respondo, ladra dos veces.

—Bueno, creo que no es mi cliente quien debe ser alejada. Ella no ha violado las órdenes del juez. Conseguiré una orden de restricción temporal para que Sara Fitzgerald se abstenga de tener cualquier contacto con ella.

—¡Campbell, es su madre!

—Esta semana es la abogada de la parte contraria, y si está perjudicando a mi cliente de alguna forma, es necesario que se le ordene que no lo haga.

—Tu cliente tiene un nombre, una edad y un mundo que se le está desmoronando: lo último que necesita es más inestabilidad en su vida. ¿Te has molestado siquiera en conocerla?

—Claro que lo hice —miento, mientras
Juez
aúlla a mis pies.

Julia le echa una mirada.

—¿Le pasa algo a tu perro?

—Está bien. Mira. Mi trabajo es proteger los derechos legales de Anna y ganar el caso, y eso es exactamente lo que haré.

—Claro que lo harás. No necesariamente porque sea en beneficio de Anna… sino en el tuyo. Qué irónico resulta que una niña que quiere dejar de ser utilizada en beneficio de otra persona acabe eligiendo tu nombre en las páginas amarillas.

—No sabes nada de mí —digo apretando la mandíbula.

—Bueno, ¿y quién tiene la culpa de eso?

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