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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

La decisión más difícil (31 page)

No obtengo respuesta. La cabaña tampoco es tan grande. Me pongo a cuatro patas y empiezo a moverme.

Lo peor es cuando, accidentalmente, pongo la mano en algo que fue metal antes de convertirse en un marcador de ganado. Se me pega la piel y me salen ampollas inmediatamente. Toco un pie en una bota cuando ya estoy sollozando, seguro de que nunca saldré. Avanzo un poco, pongo el cuerpo sin fuerzas de Rata sobre mis hombros y salgo tambaleándome.

Gracias a Dios, conseguimos salir. De momento, nuestro vehículo sigue con el motor en marcha. Quizá mi padre también está aquí. Me quedo bajo la pantalla de humo. Dejo a Rata en el suelo. Con el corazón a mil echo a correr en dirección contraria, dejando lo que queda por rescatar a los que de verdad quieren ser héroes.

A
NNA

¿Te has preguntado alguna vez cómo llegamos hasta aquí? A la Tierra, quiero decir. Olvídate del cuento de Adán y Eva, eso es pura bazofia. A mi padre le gusta el mito de los indios Pawnee, que dicen que fueron los dioses de las estrellas los que poblaron el mundo: la Estrella de la Noche y la Estrella de la Mañana se unieron y dieron a luz a la primera mujer. El primer hombre llegó del Sol y de la Luna. Los humanos aparecieron con un tornado.

El señor Hume, mi profesor de ciencias, nos habló de esa sopa original compuesta por gases naturales, lodo y carbono que se solidificó formando unos organismos unicelulares llamados coanoflagelados… que suenan más a una enfermedad de transmisión sexual que al inicio de la cadena evolutiva, en mi opinión. Pero incluso cuando has llegado allí, es un gran salto ir de una ameba a un mono y luego a una persona inteligente.

Lo increíble es que, creas lo que creas, se tardó algo en pasar de un punto en que no había nada a un punto en que las neuronas se disparan y nos permiten tomar decisiones.

Más alucinante es cómo nos las arreglamos para joderlo todo, aunque eso se haya convertido en una segunda naturaleza.

Es sábado por la mañana y estoy en el hospital con Kate y mi madre, haciendo lo posible por fingir que el juicio no comenzará dentro de dos días. Pensaréis que es duro, pero, de hecho, es lo mejor que podía pasar. Mi familia es conocida por mentirse a sí misma por omisión: si no se habla de ello, entonces (¡presto!) ya no hay juicio, ni problemas de riñón, ni nada.

Estoy mirando «Happy Days» en el canal TVLand. La verdad es que los Cunningham no son tan diferentes a nosotros. Sus únicas preocupaciones son si la banda de Richie tocará en Al’s o si Fronzie ganará el concurso de besos, cuando incluso yo sé que en los cincuenta Joanie habría estado haciendo ejercicios de ataque aéreo en la escuela, Marión probablemente se metería Valium y Howard habría estado delirando con posibles ataques de los comunistas. Quizá si te tomas las cosas fingiendo estar en un decorado de película, no tengas que admitir que las paredes son de papel, la comida es de plástico y las palabras que salen de tu boca no son realmente tuyas.

Kate está haciendo un crucigrama.

—¿Un sinónimo de
recipiente
? —pregunta.

Hoy es un buen día. Con eso quiero decir que me grita por cogerle dos CD sin preguntar (por Dios, estaba casi en coma, no podría haberme dado permiso). Tiene ganas de resolver el crucigrama.


Contenedor
—sugiero.

—No.


Vasija
—dice mi madre.

—Sangre —dice el doctor Chance entrando en la habitación.

—Eso son seis letras —responde Kate, en un tono mucho más agradable que cuando se dirige a mí.

A todos nos gusta el doctor Chance. Podría ser el sexto miembro de la familia.

—Dime un número —dice refiriéndose a la escala de dolor—. ¿Cinco?

—Tres.

El doctor Chance se sienta en un lado de la cama.

—Puede ser cinco en una hora —advierte—. Quizá nueve.

Mi madre se pone roja.

—¡Pero si se encuentra muy bien! —dice en el estilo de las animadoras.

—Lo sé. Pero los momentos lúcidos serán cada vez más cortos y espaciados —explica el doctor—. No es por la leucemia aguda. Es una disfunción renal.

—Pero después del trasplante… —dice mi madre.

Juro que parece que todo el aire de la habitación se transforma en una esponja. Podrías oír las alas de un pájaro, así de silencioso se queda todo. Quiero desaparecer de la habitación como la bruma. No quiero que sea culpa mía.

El doctor Chance es el único que no tiene miedo de mirarme.

—Por lo que entiendo, Sara, la disponibilidad de un órgano es algo problemático.

—Pero…

—Mamá —interrumpe Kate.

Entonces se vuelve hacia el doctor Chance y dice:

—¿De cuánto tiempo estamos hablando?

—Una semana, quizá.

—Oh, vaya —dice con voz tenue.

Luego, tocando el borde del periódico, frota el pulgar contra la hoja de papel.

—¿Me dolerá mucho?

—No —promete el doctor Chance—. Me aseguraré de ello.

Kate deja el periódico en el regazo y le toca el brazo al doctor.

—Gracias por decirme la verdad.

El doctor Chance levanta la mirada con los ojos enrojecidos.

—No me des las gracias.

Se levanta con tanto ímpetu que parece estar hecho de piedra y se marcha de la habitación sin decir nada más.

Mi madre desaparece en sí misma. Como cuando echas un papel al fuego y en lugar de quemarse parece simplemente que se esfume.

Kate me mira y luego dirige la vista hacia los tubos que la anclan a la cama. Me levanto y camino hacia mi madre. Le pongo una mano en el hombro.

—Mamá —digo—. Para.

Levanta la cabeza y me mira con ojos de hechizada.

—No, Anna. Para tú.

Después de unos segundos, murmuro:

—Anna.

Mi madre se da la vuelta.

—¿Qué?

—Un sinónimo de
recipiente
—digo, y salgo de la habitación.

Esa misma tarde, estoy dando vueltas en la silla giratoria del despacho de mi padre en el parque de bomberos, con Julia al otro lado. En la mesa hay media docena de fotos de mi familia. Una de cuando Kate era un bebé, con un sombrero de punto que parece una fresa. Otra de Jesse y yo, sonriendo con un pescado en las manos. Me vienen a la cabeza esas fotos falsas que encuentras en marcos que venden en las tiendas (señoras de tersas melenas de color castaño y agradables sonrisas, bebés con gorritos sentados en las rodillas de sus hermanos), gente que probablemente en la vida real fueron unos desconocidos reunidos por el fotógrafo.

Después de todo, quizá no estaban tan lejos de la realidad.

Cojo una foto en la que aparecen mi madre y mi padre, más bronceados y jóvenes de lo que yo puedo recordar.

—¿Tienes novio? —pregunto a Julia.

—¡No! —dice en seguida.

Cuando levanto la cabeza se encoge de hombros.

—¿Y tú?

—Hay un chico, Kyle McFee, que pensaba que me gustaba, pero no estoy segura.

Cojo un bolígrafo, lo abro y le saco la mina de la tinta. Sería increíble tener tinta dentro de tu cuerpo, como un calamar. Podrías levantar el dedo y escribir en cualquier sitio.

—¿Qué pasó?

—Fui con él al cine, como si fuera una cita, y cuando se acabó la película y nos pusimos de pie, él estaba… bueno, ya sabes… —digo poniéndome colorada mientras señalo la zona de mi regazo.

—Ah —dice Julia.

—Me preguntó si alguna vez había tocado madera en la escuela. Joder, ¿madera? Le dije que no y, ¡pam!, Me quedo mirándolo justo ahí. —Dejo el bolígrafo decapitado encima del papel secante de mi padre—. Cuando ahora lo veo por el barrio no me lo puedo quitar de la cabeza.

Me la quedo mirando y de pronto le pregunto:

—¿Soy una pervertida?

—No, tienes trece años. Y para tu información, Kyle también. No pudo evitar que ocurriese, igual que tú no puedes dejar de pensar en eso cada vez que lo ves. Mi hermano Anthony solía decir que un tío sólo se excita dos veces: de día y de noche.

—¿Tu hermano solía hablarte de cosas así?

—Supongo. ¿No lo hace Jesse? —dice riéndose.

Resoplo.

—Si le preguntara a Jesse sobre sexo, soltaría una carcajada tan grande que se rompería una costilla y después me pasaría unos cuantos Playboys para que buscara yo sólita.

—¿Y tus padres?

Sacudo la cabeza. Mi padre, ni pensarlo, porque es mi padre. Mi madre es demasiado distraída. Y Kate es igual de ingenua que yo.

—¿Tú y tu hermana os habéis peleado alguna vez por un chico?

—La verdad es que no nos gusta el mismo tipo de chicos.

—¿Cómo te gustan?

Me pongo a pensarlo.

—No lo sé. Altos. Morenos. Que hablen en voz baja. ¿Crees que Campbell es mono? —añado.

Julia casi se cae de la silla.

—¿Qué?

—Bueno, quiero decir para la edad que tiene.

—Comprendo por qué algunas mujeres… lo encuentran atractivo —dice.

—Parece un personaje de uno de esos culebrones que le gustan a Kate. —Meto la uña del dedo pulgar en una muesca de la mesa del despacho—. Es raro. Que tengas que hacerte mayor, besar y casarte.

Pero Kate no.

—¿Qué pasará si muere tu hermana, Anna? —dice Julia inclinándose hacia adelante.

En otra de las fotos del despacho aparecemos Kate y yo. Somos pequeñas, cinco y dos años, quizá. Es antes de la primera recaída, pero después de que volviese a crecerle el pelo. Estamos en la orilla de la playa, con idénticos bañadores, jugando a hacer pasteles. Podrías doblar la foto por la mitad y pensar que la otra mitad era la imagen de un espejo, Kate, demasiado pequeña para su edad, y yo muy alta. El pelo de Kate era de un color diferente al mío, pero con el mismo aspecto natural y remolinos en la raíz. Kate aprieta las manos contra las mías. Creo que no me he dado cuenta hasta ahora de lo iguales que somos.

El teléfono suena justo después de las diez y sorprendentemente la llamada es para mí. Cojo el supletorio de la zona de la cocina, limpia y fregada para el turno de noche.

—¿Hola?

—Anna —dice mi madre.

Inmediatamente sé que se trata de Kate. No puede tratarse de nada más, tal como hemos dejado las cosas en el hospital.

—¿Va todo bien?

—Kate duerme.

—Bien —respondo preguntándome si realmente lo es.

—Llamo para decirte dos cosas. La primera es que siento lo de esta mañana.

Me siento compungida.

—Yo también —reconozco.

En ese momento recuerdo cómo solía arroparme de noche. Primero se acercaba a la cama de Kate, se inclinaba y decía que iba a besar a Anna. Luego venía a mi cama y decía que venía a abrazar a Kate. Eso siempre nos hacía reír. Apagaba la luz y durante un buen rato en la habitación quedaba el aroma de la crema que utilizaba mamá para mantener la piel tan suave como el interior de una funda de almohada de franela.

—Y en segundo lugar —dice mi madre—, sólo quería desearte buenas noches.

—¿Ya está?

Por su voz sé que sonríe.

—¿No te parece suficiente?

—Sí, claro —le digo, aunque no lo es.

Como no puedo dormir, me deslizo de la cama del parque de bomberos, dejando atrás a mi padre, que ya ronca. Cojo el
Libro Guinness de los Récords
de la habitación de los hombres y me tiendo en la azotea del edificio a leerlo bajo la luz de la Luna. Un niño de dieciocho meses llamado Alejandro se cayó de una altura de veinte metros desde una ventana de la casa de sus padres en Murcia, España, y se convirtió en el niño superviviente a una caída desde más altura. Roy Sullivan, de Virginia, sobrevivió a siete rayos cuando quiso suicidarse por un desengaño amoroso. Un gato fue encontrado vivo en los escombros ocho días después de que un terremoto matara a 2 000 personas en Taiwán, y se recuperó totalmente. Ahí estaba yo, leyendo y releyendo el capítulo de «Supervivientes y salvavidas», recabando información. Me gustaría leer cosas como «La paciente con leucemia aguda promielocítica que ha sobrevivido más años. La hermana más extasiada».

Mi padre me encuentra justo cuando he dejado el libro y empezado a buscar Vega.

—No hay mucha luz esta noche, ¿verdad? —me pregunta sentándose a mi lado.

Hay muchas nubes. Incluso la Luna parece cubierta de algodón.

—No —digo—. Hoy no es una noche muy bonita.

—¿Has mirado por el telescopio?

Mi padre lo prueba hasta que se da cuenta de que esa noche no merece la pena. De repente recuerdo cuando tenía siete años y me ponía en el asiento del copiloto en el coche, y le preguntaba cómo se las apañaban los mayores para encontrar siempre los lugares adonde iban. Yo nunca había visto a mi padre sacar un mapa.

—Supongo que es una cuestión de hábito —me decía sin convencerme.

—¿Y cuando vas por primera vez?

—Bueno —decía—, tomamos indicaciones.

Pero lo que yo quería saber es quién las tuvo por primera vez. ¿Y si no ha ido nunca nadie antes de que tú vayas?

—Papá, ¿es verdad que puedes guiarte por las estrellas? —pregunto.

—Claro, pero antes tienes que aprender cómo funciona la navegación celeste.

—¿Y es difícil? —digo pensando que quizá debería aprender. Sólo un mapa para todas esas veces en que siento que estoy vagando en círculos.

—Son pura matemática. Tienes que medir la altura de la estrella, fijar su posición utilizando un calendario náutico, imaginar a qué altura debes de estar y en qué dirección debe encontrarse la estrella teniendo en cuenta dónde crees estar, y comparar la altura que has medido con la que has calculado. Luego trazas todo en un mapa, como línea de posición. Salen muchas líneas de posición que se cruzan unas con otras, y el punto resultante es adónde vas.

Mi padre me mira y sonríe.

—Exactamente —dice riéndose—. Nunca salgas de casa sin el GPS.

Apuesto que lo conseguiría. No debe de ser tan difícil. Vas al sitio en el cual se cruzan todas las líneas y esperas que vaya todo bien.

Si el annaísmo fuera una religión y tuviese que explicar cómo llegó el hombre a la Tierra, sería así: en el principio, no había nada excepto el Sol y la Luna. La Luna quería salir durante el día, pero existía algo más brillante que parecía que podía llenar mejor esas horas. De furiosa que se puso, la Luna se fue haciendo cada vez más delgada y más delgada hasta convertirse en muy poca cosa, con unas puntas tan afiladas como cuchillos. De manera fortuita, porque así es como ocurren la mayoría de las cosas, hizo un agujero en la noche y salieron un millón de estrellas, como una fuente de lágrimas.

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