Aterrorizada, la Luna intentó tragárselas. A veces podía, porque se engordaba y se volvía redonda. Pero la mayor parte del tiempo no, porque había muchas. Las estrellas no pararon de salir, hasta que hicieron que el cielo brillara tanto que el Sol se puso celoso. Él invitó a las estrellas a su lado del mundo, donde siempre había luz. Lo que no les dijo es que durante las horas del día no se las vería nunca. Así que las muy tontas saltaron del cielo al suelo y se congelaron bajo el peso de su propia estupidez.
La Luna hizo lo que pudo. En casa, uno de esos bloques de tristeza talló un hombre o una mujer. Se pasó el resto del tiempo vigilando que las estrellas que quedaban no cayeran. Se pasó el tiempo sujetando las que habían quedado.
Justo antes de las siete de la mañana del domingo, un pulpo entra en el parque de bomberos. Bueno, la verdad es que es una mujer vestida de pulpo, pero cuando ves algo así no creo que haya mucha diferencia. Estaba llorando y sostenía a un perro pequinés con sus múltiples brazos.
—Tienen que ayudarme —dice, y eso me hace recordar: es la señora Zegna, cuya casa quedó destruida hace unos días por un fuego producido en su cocina.
—Ésta es toda la ropa que me ha quedado —dice tirando de los tentáculos—. Un disfraz de Halloween. Úrsula. Se estaba pudriendo en un guardamuebles de Taunton junto a mi colección de álbumes de Peter Paul y Mary.
Amablemente, le pido que se siente en la silla del despacho.
—Señora Zegna, sé que su casa es inhabitable…
—¿Inhabitable? ¡Está destrozada!
—Puedo darle el teléfono de un refugio. Y si quiere, puedo hablar con su compañía de seguros para acelerar las cosas.
Levanta un brazo para secarse las lágrimas, y los otros ocho, tirados por cuerdas, se levantan al unísono.
—Mi casa no estaba asegurada. No vivo la vida esperando lo peor.
Me la quedo mirando un momento. Intento recordar lo que se siente al quedarse desconcertado ante la posibilidad real de un desastre.
Cuando llego al hospital, Kate está echada boca abajo, sujetando con fuerza el osito que tiene desde los siete años. Está conectada al gota a gota de morfina autorregulada, apretando de vez en cuando el botón con el pulgar, aunque se queda dormida rápidamente.
Una de las sillas de la habitación se despliega en una pequeña cama con un colchón finísimo. Allí está Sara acurrucada.
—Eh —dice apartándose el pelo de la cara—. ¿Dónde está Anna?
—Durmiendo como un bebé. ¿Cómo ha pasado la noche Kate?
—Bastante bien. Se quejó un poco entre las dos y las cuatro.
Me siento en el borde de la pequeña cama.
—Anna estuvo muy contenta de que llamaras ayer por la noche.
Cuando miro en los ojos de Sara, veo a Jesse. Tienen el mismo color, los mismos rasgos. Me pregunto si cuando Sara me mira a mí piensa en Kate. Y si eso debe doler.
Cuesta creer que, una vez, esta mujer y yo nos metiéramos en un coche y recorriéramos toda la Ruta 66 sin callar un momento. Ahora nuestras conversaciones son una relación de hechos, de detalles de primer orden e información privilegiada.
—¿Recuerdas a aquella pitonisa? —le pregunto.
Cuando me mira sin saber de qué va, sigo hablando.
—Estábamos en medio de Nevada y el Chevrolet se había quedado seco… y no querías quedarte sola mientras yo buscaba una gasolinera.
«De aquí a diez días, cuando sigas vagando en círculos, me encontrarán con los buitres comiéndose mis entrañas», dijo Sara, poniéndose a mi lado. Tuvimos que volver seis kilómetros hacia atrás, hasta aquella especie de barraca que era una gasolinera. Sus dueños eran aquel chico mayor y su hermana, que se anunciaba como médium. «Vamos a hacerlo», suplicó Sara, pero que nos leyera el destino costaba cinco dólares y sólo tenía diez. «Sólo podremos llenar medio depósito, aunque podemos preguntarle a la médium cuando volveremos a quedarnos sin gasolina», dijo Sara, convenciéndome como siempre.
La señora Agnes era esa clase de ciega que asusta a los niños, con unas cataratas en los ojos que parecían el cielo azul vacío. Puso las rugosas manos en la cara de Sara para leerle los huesos y dijo que veía tres hijos y una vida muy larga, aunque no del todo buena. «¿Qué quiere decir con eso?», preguntó Sara, indignada, y la señora Agnes le explicó que la ventura era como la arcilla: se le podía dar forma cada vez. Pero sólo puedes rehacer tu propio futuro, no el de otra persona, y para algunas personas eso no era del todo bueno.
Me puso las manos en la cara y dijo sólo una cosa: «Sálvate».
Nos dijo que nos íbamos a quedar sin gasolina justo antes de la frontera con el Estado de Colorado, y así fue.
Ahora, en la habitación del hospital, Sara me mira con la mirada perdida.
—¿Cuándo fuimos a Nevada? —me pregunta.
Después mueve la cabeza.
—Tenemos que hablar. Si Anna va a seguir con el juicio el lunes, necesito revisar tu testimonio.
—De hecho —digo bajando la vista a las manos—, hablaré a favor de Anna.
—¿Qué?
Rápidamente echo una mirada a Kate por encima del hombro para asegurarme de que duerme, y me explico mejor.
—Créeme, Sara, lo he estado pensando mucho. Y si Anna ha decidido ser donante de Kate, debemos respetarlo.
—Si testificas en su favor, el juez dirá que al menos uno de sus padres puede soportar la petición, y se decantará a favor de ella.
—Lo sé —digo—. ¿Por qué si no lo haría?
Nos miramos mutuamente, sin hablar, incapaces de admitir qué hay al final de las alternativas.
—Sara —le pregunto finalmente—, ¿qué quieres de mí?
—Quiero mirarte y recordar cómo era todo antes —dice con tristeza—. Quiero volver, Brian, quiero que me lleves de vuelta.
Pero ya no es la mujer que yo conocía, la mujer que viajaba por el campo contando las madrigueras de perros de la pradera, que leía en voz alta la lista de vaqueros solitarios que buscaban mujer y me decía, en la oscuridad de la noche, que me amaría hasta que la Luna se cayera del cielo.
Si soy sincero, ya no soy el mismo hombre. El que la escuchaba. El que la creía.
Brian y yo estamos sentados en el sofá, compartiendo partes del periódico, cuando Anna entra en la habitación.
—Si corto el césped del jardín hasta que me case, ¿me podéis dar 614,96 dólares ahora mismo?
—¿Para qué? —preguntamos al mismo tiempo.
—Necesito dinero —dice frotando la zapatilla contra la alfombra.
—No creo que los téjanos Gap se hayan vuelto tan caros —dice Brian plegando la sección de noticias nacionales.
—Sabía que responderías así —dice, preparada para irse enfadada.
—Espera —digo incorporándome y descansando los codos en las rodillas—. ¿Qué quieres comprar?
—¿Y qué importa?
—Anna —responde Brian—, no te vamos a dar seiscientos dólares sin saber para qué son.
—Es para algo de eBay —dice tras pensarlo un momento.
«¿Mi niña de diez años entra en eBay?».
—Vale —dice suspirando—, son rodilleras de portero.
Miro a Brian, pero parece que tampoco lo entiende.
—¿Para hockey?
—Bueno, sí.
—Anna, tú no juegas a hockey —observo.
Pero cuando se pone roja me doy cuenta de que quizá ande equivocada.
Brian le pide una explicación.
—Hace un par de meses, la cadena se me salió de la bici justo enfrente de la pista de hockey. Un grupo de chicos estaba entrenando, pero su portero tenía mononucleosis, y el entrenador dijo que me daría cinco dólares por quedarme en la red y parar los chutes. Me puse el equipo del chico enfermo y resulta que… no lo hice mal. Me gustó. Así que seguí yendo —dice Anna sonriendo tímidamente—. El entrenador me pidió que me uniese al equipo antes de la liga. Soy la primera chica que han tenido. Pero debo tener mi propio equipo.
—¿Y cuesta 614 dólares?
—Y noventa y seis centavos. Pero eso sólo las rodilleras. Todavía necesito un peto, un
catcher
, un guante y una máscara —dice mirándonos fijamente.
—Tenemos que hablar de esto —le digo.
Anna murmulla algo que suena como
cifras
, y sale de la habitación.
—¿Sabías que jugaba a hockey? —me pregunta Brian.
Niego con la cabeza. Me pregunto qué más nos ha estado ocultando nuestra hija.
Estamos a punto de salir para ir a ver a jugar a Anna al hockey por primera vez cuando Kate anuncia que no viene.
—Por favor, mamá —suplica—, no cuando tengo este aspecto.
Tiene un sarpullido muy feo en las mejillas, palmas, plantas de los pies y pecho, y cara de pan, cortesía de los esteroides que toma como tratamiento. Tiene la piel rugosa y gruesa.
Es la tarjeta de visita de la enfermedad de rechazo del injerto al paciente, que Kate ha desarrollado tras el trasplante de médula ósea. Durante los últimos cuatro años iba y venía, apareciendo cuando menos lo esperábamos. La médula ósea es un órgano, y como con un corazón o un hígado, el cuerpo puede rechazarlo. Pero, a veces, en lugar de eso, la médula trasplantada comienza a rechazar el cuerpo receptor.
La buena noticia es que, si eso sucede, las células cancerígenas están también amenazadas, algo que el doctor Chance llama enfermedad del injerto contra la leucemia. La mala noticia es la sintomatología: la diarrea crónica, la ictericia, la pérdida de movilidad en las articulaciones. Se le hacen costras y callos dondequiera que tenga tejido conectivo. Estoy tan acostumbrada a eso que no me preocupa, pero cuando la enfermedad del injerto contra el paciente se muestra con tanta fuerza, permito que Kate no vaya a la escuela. Tiene trece años, y la apariencia lo es todo. Respeto su vanidad porque apenas tiene.
Pero no puedo dejarla sola en casa, y hemos prometido a Anna que iremos a verla jugar.
—Esto es muy importante para tu hermana.
Como respuesta, Kate se deja caer en el sofá y se tapa la cara con un cojín.
Sin decir nada más me dirijo al armario del vestíbulo y saco varias cosas de los cajones. Le doy los guantes a Kate, luego le pongo el sombrero en la cabeza y la bufanda alrededor de la nariz y boca para que sólo se le vean los ojos.
—Hará frío en la pista —digo con una voz que no deja lugar a una negativa.
Apenas reconozco a Anna, hinchada, protegida y envuelta en un equipo que, a la larga, hemos terminado tomando prestado del sobrino del entrenador. No puedes decir, por ejemplo, que sea la única chica sobre el hielo. No puedes decir que es dos años más joven que el resto de los jugadores.
Me pregunto si Anna puede oír los vítores con el casco o si está tan atenta a lo que se le viene encima que lo bloquea todo, concentrándose en el ruido del disco y en los golpes de los palos.
Jesse y Brian están sentados en el borde de los asientos. Incluso Kate, que no quería venir, se está metiendo en el juego. El portero contrario, comparado con Anna, se mueve a cámara lenta. La acción se desarrolla eléctricamente, yendo desde la otra portería hasta la de Anna. El central pasa al lateral derecho, que regatea con las hojas cortando el estruendo de la multitud. Anna da un paso, segura de saber adónde va a ir el disco un momento antes de que dispare, con las rodillas dobladas y los codos apuntando hacia fuera.
—Increíble —me dice Brian tras la segunda parte—. Tiene talento natural como portera.
Eso le iba a decir. Anna salva todos los ataques.
Esa noche, Kate se levanta sangrando por la nariz, el recto y las cuencas de los ojos. Nunca he visto tanta sangre y mientras intento parar la hemorragia me pregunto cuánta puede perder. Cuando llegamos al hospital, está desorientada e intranquila, y finalmente cae inconsciente. El personal le inyecta plasma, sangre y plaquetas para reponer la pérdida de sangre, pero parece que lo pierde con igual rapidez. Le dan fluidos intravenosos para prevenir un
shock
hipovolémico y la intuban. Le hacen tomografías computerizadas del cerebro y los pulmones para ver hasta qué punto ha sangrado.
A pesar de todas las veces que hemos acudido corriendo a emergencias en plena noche cuando Kate ha recaído con síntomas súbitos, Brian y yo sabemos que nunca ha sido con tanta virulencia. Una cosa es sangrar por la nariz y otra es un fallo del sistema. Ha tenido arritmias cardíacas dos veces. Las hemorragias impiden que el cerebro, corazón, hígado, pulmones y riñones reciban el flujo que necesitan.
El doctor Chance nos lleva a la pequeña sala que hay al final de la planta de pediatría. Está pintada con margaritas que sonríen. En una pared hay un cuadro de crecimiento con una oruga de más de un metro que dice: «¿Cuánto puedo crecer?».
Brian y yo nos sentamos y nos quedamos inmóviles, como si nos fuesen a recompensar por buen comportamiento.
—¿Arsénico? —repite Brian—. ¿Veneno?
—Es una terapia muy nueva —explica el doctor Chance—. Se pone por vía intravenosa, de veinticinco a sesenta días. Hasta la fecha, no hemos conseguido resultados con eso. Eso no quiere decir que no se consigan en el futuro, pero de momento no tenemos siquiera curvas de supervivencia de cinco años. Así de nuevo es el medicamento. La realidad es que Kate ha agotado la sangre del cordón, el trasplante alogénico, la radiación, la quimioterapia y el ácido retinoico. Ha vivido diez años más de lo que esperábamos.
Asiento inmediatamente.
—Hágalo —le digo.
Brian baja la mirada.
—Podemos probar. Pero, con toda probabilidad, la hemorragia seguirá imponiéndose al arsénico —dice el doctor Chance.
Me quedo mirando el cuadro de crecimiento de la pared. ¿Le dije que la quería antes de meterla en la cama la noche pasada? No lo recuerdo. No lo recuerdo en absoluto.
Poco después de las dos de la madrugada Brian se va. Sale mientras estoy quedándome dormida al lado de la cama de Kate y, pasada más de una hora, no ha vuelto. Pregunto por él en el despacho de la enfermera, busco por la cafetería y el lavabo de hombres. No está. Al final lo veo en el vestíbulo, en un pequeño atrio en honor de un pobre niño muerto, una habitación de luz, aire y plantas de plástico que un paciente neutropénico disfrutaría. Está sentado en un feo sofá de pana marrón, escribiendo furiosamente en un pedazo de papel con un lápiz azul.
—Eh —digo con suavidad, recordando que los niños coloreaban juntos en el suelo de la cocina, con lápices desparramados por todas partes—. Te cambio uno amarillo por tu azul.