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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

La decisión más difícil (29 page)

BOOK: La decisión más difícil
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—Vale —digo, porque ni siquiera le he pedido que limpie—. Está claro que estoy en la habitación equivocada.

Se da la vuelta.

—Es por si no vuelvo —dice.

Cuando fui madre por primera vez solía tumbarme en la cama de noche e imaginar la más horrible sucesión de desgracias: la mordedura de una medusa, el sabor de una baya venenosa, la sonrisa de un extraño peligroso, la inmersión de cabeza en una piscina poco profunda. Hay tantas maneras de que un niño se haga daño que parece casi imposible que una persona sola pueda tener éxito manteniéndolo a salvo. A medida que mis hijos crecían, los riesgos sencillamente cambiaban: inhalar pegamento, jugar con cerillas, pequeñas pastillas rosas vendidas tras la valla de la escuela. Puedes quedarte despierta toda la noche y aun así no cuentas todas las maneras de perder a los que quieres.

Me parece, ahora que es más que hipotético, que un padre tiene dos reacciones posibles cuando se le dice que su hijo tiene una enfermedad fatal. O te caes a pedazos o te llenas de coraje y te levantas una vez más. En eso probablemente nos parezcamos mucho a los pacientes.

Kate está semiconsciente en la cama, con los tubos de la vía central manándole del pecho como una fuente. La quimioterapia la ha hecho vomitar treinta y dos veces, y le ha hecho llagas en la boca y una mucositis tan mala que la hace parecer una paciente de fibrosis cística.

Se vuelve hacia mí e intenta hablar, pero lo que hace es escupir mucosidades.

—Me ahogo —dice atragantándose.

Le limpio la boca y el cuello, levantando el tubo de succión que tiene en las manos.

—Lo haré mientras descansas —le prometo, y así es como comienzo a respirar por ella.

Una sala de oncología es un campo de batalla y tiene jerarquías de mando definidas. Los pacientes son los que hacen el turno de servicio. Los médicos entran y salen como héroes conquistadores, pero tienen que leer el cuadro de tu hija para recordar dónde se habían quedado en la última visita. Son las enfermeras las sargentos avezadas, las que están allí cuando tu hija se estremece con tanta fiebre que necesita un baño de hielo, las que te enseñan a desatascar un catéter venoso central, insinúan a qué cocinas de la planta de los pacientes puedes ir a robar helados o te dicen qué limpiadores en seco quitan de la ropa las manchas de sangre y quimioterapia. Las enfermeras saben el nombre de la morsa de peluche de tu hija y le enseñan a hacer flores de papel para enroscar alrededor del gotero. Los médicos planean las estrategias de guerra, pero son las enfermeras las que hacen que el conflicto sea soportable.

Llegas a conocerlas como ellas te conocen a ti, porque ocupan el lugar de amigos que tuviste en tu vida anterior, antes del diagnóstico. La hija de Donna, por ejemplo, estudia para ser veterinaria. Ludmilla, del turno de noche, lleva dibujos de la isla Sanibel colgados del estetoscopio como amuletos, porque es donde quiere irse cuando se jubile. Willie, el enfermero, siente debilidad por el chocolate y por su mujer embarazada de trillizos.

Una noche, durante la inducción al sueño de Kate, cuando llevo despierta tanto que mi cuerpo ha olvidado cómo adormecerse, pongo la televisión mientras ella duerme. Le quito para que el volumen no la moleste. Robin Leach
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se pasea por el palacio de alguien rico y famoso. Hay bidets bañados en oro, camas de teca hechas a mano y una piscina con forma de mariposa. Hay garajes para diez coches, pistas de tenis de tierra roja y once pavos reales vagando. Es un mundo que no me puedo ni imaginar, una vida inconcebible para mí.

Como lo era ésta.

Ni siquiera recuerdo cómo era oír la historia de una madre con cáncer de pecho, un hijo nacido con problemas congénitos de corazón o cualquier otra enfermedad, y sentirme partida en dos: sentir a medias simpatía, pero también agradecimiento porque mi familia estuviese a salvo. Para los demás nos habíamos convertido en eso.

No me doy cuenta de que estoy llorando hasta que Donna se arrodilla frente a mí y me quita el mando de la televisión de la mano.

—Sara —dice la enfermera—, ¿te traigo algo?

Sacudo la cabeza, avergonzada por haberme hundido, y más porque me ha pillado.

—Estoy bien —insisto.

—Sí, y yo soy Hillary Clinton —dice.

Me coge de la mano, rae levanta y me arrastra hacia la puerta.

—Kate…

—Ni siquiera se dará cuenta —me interrumpe Donna.

En la cocina pequeña, donde hay café preparado veinticuatro horas al día, sirve una taza para cada una.

—Lo siento —digo.

—¿Por qué?, ¿por no estar hecha de granito?

Sacudo la cabeza.

—No se acaba nunca.

Donna asiente, y, como me comprende, me pongo a hablar. Y hablo. Y cuando le he revelado todos mis secretos, respiro profundamente y me doy cuenta de que llevo hablando una hora.

—Oh, Dios mío —digo—. No puedo creer que te haya hecho perder tanto tiempo.

—Ha valido la pena —responde Donna—. Y además, hace una hora que mi turno ha terminado.

Me pongo roja.

—Debes irte. Estoy segura de que prefieres estar en otro sitio.

Pero en lugar de irse, Donna me abraza con sus anchos brazos.

—Bonita —dice—, eso nos pasa a todos.

La puerta de la sala de operaciones lleva a una habitación llena de relucientes instrumentos de plata. Los médicos y enfermeras que conoce llevan máscara y bata, y sólo se los reconoce por los ojos. Anna me tira de la ropa hasta que me arrodillo a su lado.

—¿Y si cambio de opinión? —dice.

Le pongo las manos en los hombros.

—No tienes que hacerlo si no quieres, pero sé que Kate cuenta contigo. Y papá, y yo.

Asiente y desliza su mano en la mía.

—No me sueltes —me dice.

Una enfermera la lleva en la dirección adecuada, hacia la mesa.

—Espera a ver qué tenemos para ti, Anna —dice tapándola con una manta térmica.

El anestesiólogo limpia una gasa acolchada teñida de rojo y una máscara de oxígeno.

—¿Te has dormido alguna vez en un campo de fresas?

Hacen su trabajo en el cuerpo de Anna, aplicando electrodos que se conectan a monitores para controlarle el corazón y la respiración. Se los ponen mientras está tumbada boca arriba, aunque sé que le darán la vuelta para extraer médula de las caderas.

El anestesiólogo muestra a Anna el mecanismo de acordeón del equipo.

—¿Puedes hinchar este globo? —le pregunta colocándole la máscara en la cara.

Todo este rato está cogiéndome la mano. Finalmente, pierde fuerza. Lucha hasta el último minuto, con el cuerpo dormido pero haciendo fuerza hacia adelante con los hombros. Una enfermera la relaja. La otra me coge.

—El medicamento ya está haciendo efecto en su organismo —me explica—. Puede darle un beso.

Así lo hago a pesar de mi máscara. Le doy las gracias con un susurro. Salgo por la puerta batiente y me saco el sombrero de papel y los patucos. Observo por la ventana cuadriculada mientras ponen a Anna de lado y cogen una aguja extraordinariamente larga de una bandeja esterilizada.

Entonces me voy arriba a esperar con Kate.

Brian mete la cabeza en la habitación de Kate.

—Sara —dice exhausto—, Anna pregunta por ti.

Pero no puedo estar en dos sitios a la vez. Sostengo la palangana a la altura de la boca de Kate mientras vuelve a vomitar. Donna está a mi lado, ayudándome a poner a Kate sobre la almohada.

—Estoy un poco ocupada ahora —le digo.

—Anna pregunta por ti —repite Brian.

Donna lo mira y me mira.

—Estaremos bien sin ti —promete, y, tras un momento, asiento.

Anna está en la planta de pediatría, que no tiene las necesarias habitaciones herméticamente cerradas para el aislamiento total. La oigo llorar incluso antes de entrar en la habitación.

—Mamá —solloza—, duele.

Me siento en un lado de la cama y la abrazo.

—Lo sé, bonita.

—¿Puedes quedarte?

—Kate está vomitando. Voy a tener que volver —digo sacudiendo la cabeza.

Anna me aparta.

—¡Pero estoy en el hospital! —dice—. ¡Estoy en el hospital!

Miro a Brian por encima de su cabeza.

—¿Qué le están dando para el dolor?

—Poca cosa. La enfermera ha dicho que no dan muchos medicamentos a los niños.

—Eso es ridículo.

Al levantarme, Anna se queja y me coge.

—Ahora vuelvo, cariño.

Abordo a la primera enfermera que encuentro. A diferencia del personal de oncología, estas enfermeras no son cariñosas.

—Le hemos dado tylenol hace una hora —me explica la mujer—. Sé que se siente mal…

—Roxicet. Tylenol con codeína. Naproxeno. Y si no lo ha dicho el médico, llame y pregunte si se lo podemos dar.

La enfermera se enfada.

—Con el debido respeto, señora Fitzgerald, hago esto cada día y…

—También yo.

Al volver a la habitación de Anna, llevo una dosis infantil de roxicet, que o la aliviará o la dejará inconsciente e insensible. Entro en la habitación y me encuentro a Brian con sus manos grandes intentando cerrar el broche liliputiense de un collar, para que el colgante penda del cuello de Anna.

—Pensé que merecías tu propio regalo, ya que estabas dando uno a tu hermana —dice.

Por supuesto que hay que homenajear a Anna por dar su médula ósea. Por supuesto que merece un reconocimiento. Pero, francamente, nunca he comprendido la idea de premiar a alguien por su sufrimiento. Lo llevamos haciendo mucho tiempo.

Ambos levantan la vista cuando entro en la habitación.

—Mira qué me ha traído papá —dice Anna.

Yo llevo el vaso de papel de la dosis, un pobre segundo premio.

Un poco después de las diez en punto, Brian trae a Anna a la habitación de Kate. Se mueve lentamente, como una mujer mayor, apoyándose en Brian. Las enfermeras la ayudan con la máscara, la bata, los guantes y los patucos para que pueda entrar. Una ruptura del protocolo por compasión, ya que normalmente no se permite a los niños visitar la zona de aislamiento total.

El doctor Chance está de pie al lado del gotero, sosteniendo la bolsa con la médula. Giro a Anna para que pueda verla.

—Eso —le digo— es lo que nos has dado.

Anna pone cara rara.

—Es asqueroso. Os lo podéis quedar.

—Al final, todos contentos —dice el doctor Chance, y la rica médula color rubí empieza a alimentar la vía central de Kate.

Pongo a Anna en la cama. Hay espacio para las dos, espalda contra espalda.

—¿Te ha dolido? —pregunta Kate.

—Un poco.

Anna señala la sangre que corre por los tubos de plástico hasta la hendidura en el pecho de Kate.

—¿Y eso?

—No, no mucho —dice incorporándose un poco—. Oye, Anna…

—¿Sí?

—Me alegro de que venga de ti.

Kate coge la mano de Anna y la pone justo debajo del catéter de la vía central, un lugar que queda cerca de su corazón.

Veintiún días después del trasplante de médula ósea, las células blancas de Kate empiezan a subir, lo que prueba el éxito. Para celebrarlo, Brian insiste en llevarme a cenar. Contrata una enfermera para Kate, reserva una mesa en el XO Café e incluso me trae un vestido negro del armario. Se ha olvidado de los zapatos, así que me las arreglo con mis desaliñados zuecos.

El restaurante está casi lleno. Un instante después de habernos sentado, el camarero viene a preguntarnos si queremos vino. Brian pide un cabernet sauvignon.

—¿Sabes si es tinto o blanco? —le pregunto, ya que no recuerdo haber visto nunca a Brian beber nada más que cerveza.

—Lo importante es que tenga alcohol.

Cuando el camarero lo ha servido, levanta el brazo.

—Por nuestra familia —brinda.

Hacemos chocar las copas y bebemos un poco.

—¿Qué vas a tomar? —pregunto.

—¿Qué quieres que tome?

—El filete. Así puedo probarlo si pido el lenguado —digo sosteniendo el menú—. ¿Sabes los resultados del último recuento sanguíneo?

Brian baja la mirada.

—Esperaba venir aquí para alejarnos de todo eso. Ya sabes. Para estar solos.

—Y quiero hablar —admito.

Pero cuando miro a Brian, la información que me sale de los labios trata de Kate, no de nosotros. Ni siquiera le pregunto cómo le ha ido el día. Se ha tomado tres semanas libres en el parque. Estamos conectados por y a través de la enfermedad.

Nos sumimos en el silencio. Echo un vistazo al XO Café y me doy cuenta de que las charlas están principalmente en las mesas donde los comensales son jóvenes. Las parejas mayores, las que llevan anillos de matrimonio que brillan con la vajilla de plata, comen sin la sal de la conversación. ¿Es porque se compenetran tanto que ya saben qué piensa el otro? ¿O es porque, tras cierto tiempo, ya no hay nada que decir?

Cuando el camarero viene a tomar nota, ambos nos volvemos con impaciencia y agradecimiento hacia alguien que nos mantiene a salvo de tener que reconocer que nos hemos convertido en extraños.

Dejamos el hospital con una hija que es distinta de la que trajimos. Kate revisa todo con cuidado, comprobando los cajones de la mesilla de noche por si se deja algo. Ha perdido tanto peso que los pantalones que le he traído no le van bien. Tenemos que usar dos pañuelos atados como cinturón improvisado.

Brian se ha adelantado para traer el coche. Meto en la bolsa de Kate el último número de la revista
Tiger Beat
y el CD. Se pone una gorra de lana en la cabeza lisa y suave y se cubre bien el cuello con una bufanda. Se pone una mascarilla y guantes. Al salir del hospital, es ella la que necesitará protección.

Salimos por la puerta mientras nos aplauden las enfermeras que hemos llegado a conocer tan bien.

—Hagas lo que hagas, no vuelvas a vernos, ¿vale? —bromea Willie.

Una a una, se acercan a despedirse. Cuando ya se han ido, sonrío a Kate.

—¿Lista?

Kate asiente, pero no da un paso. Está inmóvil, sabiendo que, una vez haya puesto un pie más allá de la entrada, todo cambiará.

—¿Mamá?

Le cojo la mano.

—Lo haremos juntas —le prometo.

Y damos el primer paso.

El correo está lleno de facturas del hospital. Nos hemos enterado de que la aseguradora no se comunicará con el departamento de contabilidad del hospital, y viceversa, pero nadie cree que las cifras sean correctas, por lo que nos cargan gestiones de las que no nos deberíamos responsabilizar, esperando que seamos suficientemente estúpidos para pagarlas. Llevar las cuentas de la parte económica de la salud de Kate es un trabajo que requiere unas horas de las cuales ni Brian ni yo disponemos.

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