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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

La decisión más difícil (38 page)

BOOK: La decisión más difícil
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—Barra libre —contesta él, y se le marcan los hoyuelos de las mejillas con mayor profundidad.

Kate sonríe abiertamente.


Happy Hour
—dice levantando la vista hacia la bolsa de plaquetas de la que le están haciendo la transfusión.

—Me llamo Taylor. —Le ofrece la mano—. Leucemia mieloide aguda.

—Kate. Leucemia aguda promielocítica.

Él deja escapar un silbido y arquea las cejas.

—Oooh —dice—. Una rareza.

Kate se atusa el rapado pelo.

—¿No lo somos todos?

Me quedo pasmada, contemplando la escena. ¿Quién es esa ligona y qué le ha hecho a mi niña pequeña?

—Plaquetas —dice él, examinando la etiqueta de la bolsa intravenosa—. ¿Estás en fase de remisión?

—Hoy por lo menos. —Kate mira la barra de él, la reveladora bolsa negra que contiene el cytoxan—. ¿Quimio?

—Sí. Hoy por lo menos. Así que Kate —dice Taylor. Tiene esa mirada de cachorro humano alargado de dieciséis años, de rodillas abultadas, dedos gruesos y pómulos que aún no se han desarrollado del todo. Cuando se cruza de brazos se le hinchan los músculos. Me doy cuenta que lo hace adrede y agacho la cabeza para ocultar una sonrisa—. ¿Qué haces cuando no estás en el Hospital de Providence?

Ella se queda pensando, hasta que una lenta sonrisa va iluminándole el rostro, de dentro afuera.

—Esperar a que pase algo que me haga volver.

Esa respuesta hace que Taylor se ría en voz alta.

—A lo mejor alguna vez podríamos esperar juntos —dice, pasándole un envoltorio de gasas—. ¿Puedo pedirte tu número de teléfono?

Kate lo garabatea mientras el aparato intravenoso de Taylor comienza a pitar. Viene la enfermera y le descuelga el cable.

—Tienes que irte ya, Taylor —le dice—. ¿Dónde está tu silla de ruedas?

—Abajo, junto a la escalera. Estoy listo. —Se levanta poco a poco de la silla almohadillada, casi con debilidad, lo que constituye la primera señal de que no se trata de una conversación intranscendente más. Se guarda en el bolsillo el pedazo de papel con nuestro número de teléfono—. Bueno, Kate, te llamaré.

Cuando se ha marchado, Kate deja escapar todo el aire retenido con un suspiro final melodramático. Vuelve la cabeza hacia el lugar por donde se ha ido.

—Oh, Dios mío —jadea—. Es guapísimo.

La enfermera sonríe, mientras comprueba el paso del gota a gota.

—Y que lo digas, tesoro. Si yo tuviera treinta años menos…

Kate se vuelve hacia mí, radiante.

—¿Crees que me llamará?

—Es posible —le digo.

—¿Dónde crees que podríamos ir?

Me acuerdo de Brian, que siempre decía que Kate podría salir con chicos… cuando tuviera cuarenta años.

—Mejor ir paso a paso —le sugiero. Pero por dentro me siento alborozada.

El arsénico, que es lo que últimamente había hecho que remitiera el mal estado de Kate, se cobraba su magia llevándola a una situación de agotamiento. Taylor Ambrose, una medicina de una especie por completo diferente, obra su magia revigorizándola. Se convierte en un hábito: cuando suena el teléfono a las siete de la tarde, Kate se levanta volando de la mesa de la cena y se encierra en un armario con el teléfono inalámbrico. Los demás recogemos los platos de la cena y nos quedamos a pasar el rato en la sala de estar y a prepararnos para irnos a dormir, sin oír poco más que cuchicheos y risitas ahogadas hasta que vuelve a salir Kate de su capullo, risueña y ruborizada, con el primer amor latiéndole en la garganta como un colibrí a ritmo de pulso. Cada vez que tiene lugar esa escena, no puedo dejar de mirarla. No porque se la vea tan guapa, que lo está, sino porque nunca había llegado a creerme de verdad que la vería tan mayor.

Una noche la sigo al baño después de una de sus maratonianas sesiones telefónicas. Kate se mira en el espejo, apretando los labios y arqueando las cejas en actitud de insinuación. Se lleva las manos a la cabeza semirrapada. Después de la quimio, el pelo no le ha vuelto a crecer ondulado; le han salido tan sólo unos espesos mechones lisos a los que da forma con espuma al estilo recién salida de la cama. Sostiene la palma de la mano hacia arriba, como si aún esperara que se le cayera el pelo.

—¿Tú qué crees que ve cuando me mira? —me pregunta Kate.

Me acerco a ella por detrás. No es la niña en la que veo mi propio reflejo (sería Jesse), y aun así si se nos pone una junto a la otra, hay similitudes inequívocas. No es por la forma de la boca, sino por el gesto en conjunto, esa pura determinación que brilla en nuestros ojos.

—Yo creo que ve a una chica que sabe por lo que está pasando él —le digo con sinceridad.

—He buscado en Internet información sobre leucemia mieloide aguda —dice—. Tiene un índice de curación bastante alto. —Se vuelve hacia mí—. Cuando te preocupas por si otra persona va a sobrevivir más de lo que te preocupas por ti misma… ¿eso es amor?

De repente se me hace difícil hacer pasar una respuesta por el túnel de la garganta.

—Exactamente eso.

Kate abre el grifo y se lava la cara con jabón espumoso. Le tiendo una toalla y, al levantar la cabeza del esponjoso tejido, dice:

—Algo malo va a pasar.

Alarmada, escruto su expresión en busca de alguna pista.

—¿Por qué? ¿Qué te pasa?

—Nada. Sólo que así es como van las cosas. Si en mi vida pasa algo tan bueno como Taylor, voy a tener que pagar por ello.

—Es la cosa más estúpida que he oído en mi vida —digo porque es lo que se dice, aunque veo que hay algo de verdad en eso. Quienquiera que crea que las personas tenemos el control último de lo que la vida nos ofrece, sólo necesitan pasar un día en la piel de una niña con leucemia. O en la de su madre—. A lo mejor, finalmente, tienes un respiro.

Al cabo de tres días, durante un recuento de sangre completo y rutinario, el hematólogo nos dice que, una vez más, Kate está liberando promielocitos, primer paso cuesta abajo en la vertiginosa pendiente de la recaída.

Nunca me ha gustado escuchar a mis hijas a escondidas, al menos con premeditación, hasta la noche en que Kate vuelve de su primera cita con Taylor, en que han ido a ver una película. Entra de puntillas en su habitación y se sienta en la cama de Anna.

—¿Estás despierta? —pregunta.

Anna se da la vuelta, gruñendo.

—Ahora sí. —El sueño desaparece, como un manto que la cubriera y cayera al suelo—. ¿Cómo ha ido?

—Guau —dice Kate, riéndose—. Guau.

—¿Cómo de guau? ¿Guau con tornillo?

—Qué desagradable llegas a ser —dice Kate en un susurro, aunque con una sonrisa asomándose—. Pero vaya si sabe besar. —Parece un pescador exhibiendo su captura.

—¡Desembucha! —brilla la voz de Anna—. ¿Cómo ha sido?

—Como si volara —replica Kate—. Apuesto a que debe de ser algo parecido.

—No sé qué puede tener eso en común con alguien babeándote encima.

—Por Dios, Anna, no se trata de que te escupan.

—¿A qué sabe Taylor?

—A palomitas. —Se ríe—. Y a tío.

—¿Y tú cómo sabías qué era lo que tenías que hacer?

—No lo sabía. Ha pasado y ya está. Como cuando juegas a hockey.

Por fin eso es algo que tiene sentido para Anna.

—Bueno —dice—, yo me siento genial cuando juego a hockey.

—No tienes ni idea —suspira Kate.

Hay movimiento; me imagino que está quitándose la ropa. Me pregunto si Taylor estará imaginándose lo mismo, en otro lugar.

Palmadas en la almohada, colcha retirada, frufrú de sábanas al meterse Kate en la cama y darse la vuelta de costado.

—¿Anna?

—¿Umm?

—Tiene cicatrices en las palmas de las manos, por injerto contra huésped —dice Kate en un murmullo—. Lo he notado cuando nos cogíamos de la mano.

—¿Ha sido desagradable?

—No —dice ella—. Es como si encajáramos.

Al principio no consigo que Kate acceda a someterse a un trasplante de células madre de sangre periférica. Se niega porque no quiere que la hospitalicen para la quimio, no quiere pasarse las próximas seis semanas en aislamiento cuando podría estar saliendo con Taylor Ambrose.

—Es tu vida —le hago ver, y me mira como si estuviera loca.

—Exactamente —me dice.

Finalmente llegamos a una solución de compromiso. El equipo oncológico acepta que Kate comience la quimio como paciente externo, preparándose para un trasplante donado por Anna. En casa, consiente en ponerse una mascarilla. Al primer indicio de caída de los índices, la hospitalizarán. A los médicos no les satisface, temen que eso pueda afectar al tratamiento, pero, como yo, también entienden que Kate ha llegado a una edad en que puede negociar.

Pero resulta que tanta ansiedad por la separación ha sido en balde, porque Taylor aparece en la primera sesión de quimio de Kate como paciente externo.

—¿Qué haces tú aquí?

—Parece que no puedo dejarte en paz —bromea—. Eh, señora Fitzgerald. —Se sienta junto a Kate, en la silla libre de al lado—. Cielos, qué agradable sensación, estar aquí sin la bolsa intravenosa.

—No me lo restriegues por la cara —masculla Kate.

Taylor le pone la mano en el brazo.

—¿Cuánto llevas?

—Acabo de empezar.

Se levanta y se sienta en el amplio brazo de la silla de Kate, cogiéndole del regazo el recipiente para los vómitos.

—Cien pavos a que no puedes contar hasta tres sin echar la primera papilla.

Kate mira el reloj. Las tres menos diez.

—Tú ganas.

—¿Qué te han dado de comer? —Sonríe, cruel—. ¿O tengo que adivinarlo guiándome por los colores?

—Eres asqueroso —dice Kate, pero con una sonrisa ancha como el mar. Taylor le pone la mano en el hombro. Ella se inclina hacia él.

La primera vez que Brian me tocó, me salvó la vida. En Providence se habían desencadenado unas tormentas que rayaban el cataclismo, consecuencia de lluvias del nordeste que habían inflado las mareas y convertido el aparcamiento de los tribunales en una piscina. Yo estaba trabajando cuando fuimos evacuados. El departamento de Brian era el responsable de la evacuación. Yo había salido a la escalinata de piedra del edificio, a ver pasar los coches flotando, los bolsos abandonados e incluso un perro nadando aterrado. Mientras yo archivaba documentos, el mundo que conocía se sumergía bajo el diluvio.

—¿Necesita una mano? —me preguntó Brian, vestido con su uniforme de limpieza al completo y los brazos extendidos. Mientras se abría paso entre las aguas para llevarme a un terreno más elevado, la lluvia me azotaba el rostro y la espalda. Me preguntaba cómo podía ser que en medio de un diluvio me sintiera como si ardiera viva.

—¿Cuál es la vez que más tiempo has aguantado sin vomitar? —le preguntó Kate a Taylor.

—Dos días.

—¡Venga ya!

La enfermera levanta la vista de sus papeles.

—Es verdad —corrobora—. Yo fui testigo.

Taylor le sonríe.

—Ya te lo dije, soy un maestro consumado.

Mira el reloj: las tres menos tres minutos.

—¿No tienes otro sitio mejor adonde ir? —dice Kate.

—¿Intentas evitar la apuesta?

—Intento ahorrártela. Aunque… —Antes de acabar la frase se pone verde. La enfermera y yo nos levantamos de la silla, pero Taylor llega primero. Sostiene el recipiente para los vómitos bajo la barbilla de Kate y, cuando a ésta le vienen las arcadas, le acaricia la parte superior de la espalda lentamente, en círculos.

—No pasa nada —la tranquiliza, hablándole junto a la sien.

La enfermera y yo intercambiamos una mirada.

—Parece que está en buenas manos —dice la enfermera, que sale para ir a atender a otro paciente.

Cuando Kate ha acabado, Taylor aparta el recipiente y le seca la boca con un pañuelo de papel. Ella le mira, con un resplandor en los ojos y rubor en las mejillas, sin dejar de moquearle la nariz.

—Lo siento —dice en un susurro.

—¿Por qué? —dice Taylor—. Mañana puedo ser yo.

No sé si todas las madres sienten lo mismo cuando se dan cuenta de que sus hijas se hacen mayores… como si fuera imposible creer que la ropa limpia que antes había doblado para ella fueran vestidos de muñecas, como si aún pudiera verla bailando y haciendo piruetas con despreocupación sobre el borde del cajón de arena. ¿No fue ayer mismo cuando su mano era apenas del tamaño de la concha que había encontrado en la playa? Hablo de esa misma mano que ahora sostiene la de un chico. ¿No sostenía la mía y me la estiraba para que me parara a ver la telaraña, la semilla en forma de molinillo o cualquier otra cosa para la cual yo tenía que quedarme inmóvil? El tiempo es una ilusión óptica: nunca es lo bastante sólido o fuerte como pensamos. Cualquiera pensaría que, dadas las circunstancias, debería haberlo visto venir. Pero, al ver a Kate mirando a aquel chico, me doy cuenta de que tengo miles de cosas que aprender.

—Quedas conmigo para reírte —murmura Kate.

Taylor le sonríe.

—Patatas fritas —dice— de comida.

Kate le da un beso en el hombro.

—Eres asqueroso.

Él arquea una ceja.

—Has perdido la apuesta, no sé si lo sabes.

—Es como si me hubiera dejado las reservas de confianza en casa.

Taylor finge examinarla.

—Muy bien, ya sé cómo puedes pagarme.

—¿Favores sexuales? —dice Kate, olvidando que yo estoy allí.

—Vaya, no sé. —Se ríe Taylor—. ¿No deberíamos preguntárselo a tu mamá?

Ella se pone colorada.

—Glups.

—Seguid así —les advierto— y vuestra próxima cita durará lo mismo que una aspiración de médula ósea.

—Oye, ya sabes lo del baile del hospital, ¿no? —De repente, Taylor se ha puesto nervioso; no hace más que subir y bajar la rodilla—. Para chicos enfermos. Van médicos y enfermeras, por si acaso, y lo montan en una sala de conferencia del hospital, pero en lo demás es como un baile de fin de curso. Ya sabes, grupo malucho, smokings horribles, ponche con plaquetas. —Traga saliva—. Lo último es broma. Bueno, yo fui el año pasado, soltero, y fue bastante tonto, pero he pensado que como tú eres una paciente y yo soy un paciente, pues que a lo mejor podríamos ir juntos, no sé.

Kate, con un aplomo que jamás habría imaginado en ella, considera la propuesta.

—¿Cuándo es?

—El sábado.

—Bueno, a ver, para ese día no tenía planeado estirar la pata. —Le sonríe con una sonrisa esplendorosa—. Me encantaría ir contigo.

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