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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

La decisión más difícil (41 page)

BOOK: La decisión más difícil
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—Entonces probablemente tampoco sabrás, Jess, que cuando lo metes en una botella con un pedazo de papel de aluminio con un trapo embutido por la boca explota que da gusto.

Se queda muy quieto.

—¿Me estás acusando de algo? Porque si es así, dímelo a la cara, hijo de puta.

Me levanto del sofá.

—Muy bien. Quiero saber si marcaste las botellas antes de fabricar los cócteles Molotov para que se rompieran mejor. Quiero saber si pensaste en lo poco que faltó para que aquel mendigo muriera cuando incendiaste el almacén para divertirte. —Saco la mano de la espalda y le muestro el bote de lejía Clorox vacío de su contenedor de reciclaje—. Quiero saber qué diantre hacía esto en tu basura, cuando Dios sabe que tú no te lavas la ropa ni haces la limpieza y, en cambio, hay una escuela de primaria a menos de diez kilómetros de aquí que ha sido destrozada con un explosivo fabricado con lejía y líquido de frenos. —Le he cogido por los hombros, y, aunque podría liberarse si quisiera, me deja que le zarandee hasta que echa la cabeza hacia atrás—. ¡Por Dios, Jesse!

Se me queda mirando, con el rostro demudado.

—¿Ya has terminado?

Le suelto y él retrocede, enseñándome los dientes.

—Entonces dime que estoy equivocado —le reto.

—Te diré más que eso —me grita—. Porque, ¿sabes? Entiendo muy bien que te hayas pasado la vida creyendo que todo lo que sucede de malo en el universo apunta hacia mí, pero ¡noticia bomba, papá!, esta vez te has colado.

Lentamente me saco algo del bolsillo y se lo pongo a Jesse en la mano, apretándolo. La colilla de cigarrillo Merit aparece en el hueco de su palma.

—Entonces no deberías haber dejado tu tarjeta de visita.

Hay un momento en que un incendio estructural está en su punto álgido, fuera de control, en que lo único que puede hacerse es mantenerse a una distancia prudencial para no quemarse. Hay que retroceder para ponerse a salvo, hasta una colina fuera de la acción del viento tal vez, y te quedas mirando cómo el edificio es pasto de las llamas.

Jesse levanta la mano, temblando, y la colilla rueda por el suelo a nuestros pies. Se tapa la cara, apretando los pulgares contra las comisuras de los ojos.

—No podía salvarla. —Las palabras salen desgarradas por dentro. Se encoge de hombros y, al soltarse, recupera el cuerpo de muchacho—. ¿A quién… a quién se lo has dicho?

Comprendo que lo que me pregunta es si va a venir la policía a buscarle. Si he hablado con Sara de esto.

Pide que le castiguen.

Por eso hago lo que sé que va a derrumbarlo: lo sostengo entre mis brazos, mientras rompe en sollozos. Su espalda es más ancha que la mía. Me saca media cabeza de altura. No recuerdo haberle visto pasar del niño de cinco años, que no era un doble genético, al hombre que es ahora, y supongo que ése es el problema. ¿Cómo se produce en una persona el pensamiento de que si no puede salvar, tendrá que destruir? ¿Y hay que culparle a él o hay que culpar a los tipos que deberían haberle enseñado lo contrario?

Me aseguraré de que la piromanía de mi hijo termina aquí y ahora, pero no se lo contaré a la policía ni al jefe de bomberos. Puede que sea nepotismo, puede que sea estupidez. Es posible que sea porque Jesse no es tan diferente de mí al haber escogido el fuego en su necesidad de saber que puede al menos mandar sobre una cosa incontrolable.

La respiración de Jesse va calmándose, apoyado contra mí, como cuando era pequeño y cargaba con él para llevarlo al piso de arriba cuando se me había quedado dormido en el regazo. Le gustaba acribillarme una y otra vez a preguntas: «¿Para qué sirve una manguera de 60 centímetros?». «¿Y la de treinta?». «¿Cómo se lavan los motores?». «¿Los que echan el agua también conducen?». Me doy cuenta que no podría recordar con exactitud cuándo dejó de hacer preguntas. Pero sí recuerdo haber tenido el sentimiento de que algo se había perdido, como si la pérdida de la devoción por el héroe de un niño doliera como un miembro fantasma.

C
AMPBELL

Con los médicos pasa una cosa cuando los citas a declarar: te dejan bien claro, con cada una de las sílabas de sus palabras, que ni un solo segundo de su testimonio compensará el hecho de que, mientras han estado sentados bajo presión en el estrado de los testigos, había pacientes, esperando, personas muriendo. Francamente, eso es algo que me revienta. Y sin darme cuenta, la verdad, no puedo evitarlo, ya estoy pidiendo una pausa para ir al baño, agachándome a atarme el zapato o haciendo todo lo posible por meter frases de relleno repletas de silencios elocuentes… cualquier cosa con tal de impacientarlos unos segundos más.

El doctor Chance no es una excepción a la regla. Desde que ha llegado está nervioso, con ganas de marcharse. Se mira el reloj con tanta frecuencia que parece que va a perder el tren. Sólo que en esta ocasión la diferencia es que Sara Fitzgerald está igual de impaciente por verle fuera de la sala. Porque el paciente que está esperando, la persona que se está muriendo no es otra que Kate.

Pero, sentada a mi lado, el cuerpo de Anna emana calor. Me pongo de pie para proseguir el interrogatorio.

—Doctor Chance, ¿alguno de los tratamientos que prescribieron donaciones del cuerpo de Anna estaban «garantizados»?

—Cuando se habla de cáncer, no hay nada garantizado, señor Alexander.

—¿Alguien le explicó eso mismo a los Fitzgerald?

—Siempre explicamos con todo detalle los riesgos de cualquier procedimiento, puesto que una vez que se ponen en marcha los tratamientos hay otros sistemas corporales en juego. Lo que logramos concluir con éxito en un tratamiento puede tener consecuencias para la siguiente vez. —Sonríe a Sara—. Dicho esto, el caso de la joven Kate es increíble. Su esperanza de vida no pasaba de los cinco años y aquí la tenemos ahora con dieciséis.

—Gracias a su hermana —señalo.

El doctor Chance asiente con la cabeza.

—No muchos pacientes están dotados de la fortaleza corporal y la buena fortuna de tener un donante disponible que encaje con ellos a la perfección.

Yo permanezco de pie, con las manos en los bolsillos.

—¿Podría explicar al tribunal cómo fue que a los Fitzgerald se les ocurrió consultar con el equipo de diagnosis de preimplantes genéticos del Hospital de Providence para concebir a Anna?

—Después de examinar a su hijo y comprobar que no era un donante adecuado para Kate, les hablé a los Fitzgerald de otra familia a la que había tratado. Ellos también habían examinado a todos los hermanos del paciente, sin encontrar ninguno cualificado, pero entonces la madre se quedó embarazada durante el tratamiento en curso, y resultó que el bebé se adecuaba a la perfección.

—¿Les dijo usted a los Fitzgerald que concibieran un hijo programado genéticamente para servir como donante a Kate?

—Rotundamente no —replica Chance, ofendido—. Yo me limité a explicarles que aunque ninguno de los niños que existían encajara con su hija, eso no significaba que no pudiera encajar un niño que aún no hubiera nacido.

—¿Les explicó a los Fitzgerald que ese niño, en tanto que doble perfecto y genéticamente programado, tendría que estar disponible para todos los tratamientos que necesitara Kate el resto de su vida?

—Entonces estábamos hablando de un simple tratamiento con sangre de cordón umbilical —dice el doctor Chance—. Las subsiguientes donaciones se produjeron porque Kate no respondió a la primera. Y porque ofrecían resultados más prometedores.

—Y si mañana los científicos descubrieran un tratamiento que curase el cáncer de Kate si Anna se cortara la cabeza y la donara a su hermana, ¿lo recomendaría también?

—Obviamente no. Jamás recomendaría un tratamiento que pusiera en peligro la vida de otro niño.

—¿Acaso no es eso lo que ha venido haciendo los últimos trece años?

Se le tensa el rostro.

—Ninguno de los tratamientos han causado daños significativos a largo plazo a Anna.

Saco un papel del maletín y se lo entrego al juez, y luego se lo paso al doctor Chance.

—¿Sería tan amable de leer en voz alta la parte señalada?

Se pone unas gafas y se aclara la garganta.

—Entiendo que la anestesia supone una serie de riesgos potenciales. Riesgos entre los que se incluyen, pudiendo haber otros: reacciones adversas a los medicamentos, dolor de garganta, lesiones en los dientes y problemas dentales, daños en las cuerdas vocales, problemas respiratorios, dolores e incomodidades menores, pérdida de sensibilidad, dolores de cabeza, infección, reacciones alérgicas, conciencia durante anestesia general, ictericia, hemorragias, lesiones nerviosas, coágulos de sangre, ataques de corazón, lesiones cerebrales e incluso pérdida de funciones corporales o vitales.

—¿Conocía esto, doctor?

—Sí. Es un formulario estandarizado de aceptación de intervenciones quirúrgicas.

—¿Podría decirnos quién era el paciente referido?

—Anna Fitzgerald.

—¿Y quién firmó el formulario de aceptación?

—Sara Fitzgerald.

Me inclino hacia atrás sobre los talones.

—Doctor Chance, la anestesia supone un riesgo de discapacidad o incluso de muerte. Son efectos a largo plazo bastante graves.

—Ésa es justamente la razón por la que existe ese formulario de aceptación. Para protegernos de personas como usted —dice—. Pero, en términos realistas, el riesgo es extremadamente pequeño. Y el procedimiento de donación de médula es bastante simple.

—¿Por qué se anestesió a Anna para someterla a un procedimiento tan simple?

—Para un niño es menos traumático y se le evita sufrimiento.

—Después del procedimiento, ¿experimentó Anna algún dolor?

—Tal vez un poco —dice el doctor Chance.

—¿No lo recuerda?

—Ha pasado mucho tiempo. Estoy seguro que incluso Anna lo ha olvidado.

—¿Usted cree? —Me vuelvo hacia Anna—. ¿Podemos preguntárselo a ella?

El juez DeSalvo se cruza de brazos.

—Hablando de riesgos —prosigo con suavidad—, ¿podría hablarnos acerca de las investigaciones que se llevan a cabo sobre los efectos a largo plazo de las inyecciones de factor de crecimiento que recibió dos veces al día, con anterioridad al trasplante?

—En teoría, no deberían tener secuelas a largo plazo.

—En teoría —repito—. ¿Por qué «en teoría»?

—Porque las investigaciones se han hecho con animales de laboratorio —reconoce el doctor Chance—. Los efectos que puedan tener sobre los seres humanos aún se están estudiando.

—Qué tranquilizador.

Él se encoge de hombros.

—Los médicos no tenemos tendencia a prescribir medicamentos con potencial para causar estragos.

—¿Ha oído hablar alguna vez de la talidomida, doctor? —le pregunto.

—Por supuesto. De hecho, recientemente se ha recuperado para utilizarla en la investigación sobre el cáncer.

—Y en cambio llegó a ser un medicamento clave —señalo—. Que tuvo unos efectos catastróficos. Hablando de todo un poco… en cuanto a la donación de riñón, ¿hay riesgos asociados a la intervención?

—No más que para la mayoría de operaciones quirúrgicas —dice el doctor Chance.

—¿Podría Anna morir por complicaciones relacionadas con la intervención?

—Es altamente improbable, señor Alexander.

—Bien, entonces asumamos que Anna supera la intervención a las mil maravillas. ¿Cómo la afectará para el resto de su vida el tener un solo riñón?

—En realidad no la afectará —dice el doctor—. Ésa es la maravilla.

Le entrego un folleto procedente del departamento de nefrología de su propio hospital.

—¿Podría leer en voz alta la sección señalada?

Vuelve a ponerse las gafas.

—Aumento de posibilidades de hipertensión. Posibles complicaciones durante el embarazo. —El doctor Chance levanta la vista—. Se aconseja a los donantes que no practiquen deportes de contacto para eliminar el riesgo de lesiones del riñón que les queda.

Me agarro las manos por detrás de la espalda.

—¿Sabía que Anna juega a hockey?

Se vuelve hacia ella.

—No. No lo sabía.

—Es portera. Desde hace años. —Abandono el tema—. Pero, puesto que esta donación es hipotética, centrémonos en las que ya se han hecho efectivas. Las inyecciones de factor de crecimiento, la trasfusión de linfocitos de donante, las células madre, las donaciones de linfocitos, la médula ósea, toda esa miríada de tratamientos a los que se ha sometido a Anna, en su opinión de experto, doctor, ¿está diciéndonos que Anna no ha sufrido ningún perjuicio médico significativo por todas esas intervenciones?

—¿Significativo? —Se queda dudando—. No, no lo ha sufrido.

—¿Ha obtenido algún beneficio significativo de ellas?

El doctor Chance me mira unos segundos.

—Desde luego que sí —dice—. Ha salvado la vida de su hermana.

Anna y yo estamos almorzando en el piso de arriba del tribunal cuando entra Julia.

—¿Es una fiesta privada?

Anna le hace una señal para que se acerque y Julia se sienta sin dirigirme la mirada.

—¿Cómo estás? —le pregunta.

—Bien —responde Anna—. Sólo que me gustaría que hubiera acabado todo.

Julia abre un paquetito de aliño para ensalada y vierte el contenido sobre la comida que ha traído.

—Habrá acabado antes de que te des cuenta.

Me mira fugazmente mientras lo dice.

Es todo lo que necesito para recordar el olor de su piel y el punto bajo el seno en que tiene una marca de nacimiento en forma de media luna.

Anna se levanta de improviso.

—Voy a sacar a pasear a
Juez
—anuncia.

—Ni loca. Aún hay periodistas ahí fuera.

—Pues lo llevaré a caminar por el pasillo.

—No puedes. Tengo que llevarlo yo, forma parte de su adiestramiento.

—Entonces voy a hacer pis —dice Anna—. Eso aún me está permitido hacerlo sola, ¿no?

Se marcha de la sala de reuniones, dejándonos solos a Julia y a mí y a todo lo que no debería haber sucedido pero sucedió.

—Nos ha dejado solos adrede —constato.

Julia asiente.

—Es una chica inteligente. Capta en seguida a la gente. —De pronto deja caer su tenedor de plástico—. Llevas el coche lleno de pelos de perro.

—Ya lo sé. Siempre le pido a
Juez
que se lo recoja en cola de caballo, pero ni caso.

—¿Por qué no me has despertado?

Sonrío.

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