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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico

La conjura de Cortés (16 page)

—¡Fray Alfonso! —dejé escapar con tono de reproche.

—¡Te avisé, Martín, te advertí que no debíamos traerlos! —bramó Rodrigo poniéndose en pie de un salto. Presto se le habían acabado sus buenas amistades con los Méndez.

—¡Sosiéguense vuestras mercedes! —rogó el franciscano extendiendo las manos—. Sé que hablé demasiado mas también es cierto que, de no haberlo hecho, doña Catalina no tendría hoy el favor del virrey de la Nueva España.

—¿Qué dice este grandísimo loco? —me preguntó Rodrigo, furioso, llevándose un dedo a la sien y revolviéndolo.

—¡Sofrena tu lengua, Rodrigo! —le ordené—. ¡Y vos, fraile, dadnos una buena razón para no abandonaros en mitad de la selva!

Carlos Méndez y los pequeños Lázaro y Telmo me miraron espantados.

—¡Os la estoy dando, doña Catalina! —se defendió el franciscano—. ¡El virrey de la Nueva España os protege ahora!

—¡Y bien que se ve! —bufó Rodrigo—. ¡El ataque de las autoridades de Veracruz era, en verdad, una galana bienvenida!

Había que calmar los ánimos o aquello acabaría en trifulca. Luego vería si mataba o no al padre de Alonso.

—¡Se acabó! —exclamé a grandes voces—. ¡Sentaos, fraile, y seguid hablando! ¡Y tú, Rodrigo, siéntate también y permanece quieto y mudo o tendremos que vernos las caras!

Se hizo un grave silencio en torno al fuego e, incluso, más allá, entre los hombres de la tripulación que, hasta ese punto, charlaban y reían despreocupadamente.

Fray Alfonso se sentó muy despacio y sin apartar la mira de Rodrigo.

—En resolución —prosiguió—, al día siguiente el provincial me entregó una misiva sellada y me dijo que era muy importante que la entregara por mi mismo ser al Comisario General de nuestra orden en la Nueva España ya que, como iba a viajar al Nuevo Mundo de manera inmediata en una nao mercante que cruzaría ilegítimamente la mar Océana, el mensaje que contenía la carta estaría más seguro en mis manos que en las de cualquier otro que viajara en una flota y, por más, no se podía esperar a que zarpara la siguiente en abril o mayo, pues dicho mensaje era peligroso, urgente y muy secreto. Todo lo que me pidió se lo juré y, luego, me entregó la misiva, me encomendó que tomara todas las prevenciones necesarias para que nadie conociera ni su existencia ni su contenido, y me ordenó destruirla antes de que cayera en otras manos que no fueran las mías.

—De donde se infiere que, cuando zarpamos de Cacilhas a finales del pasado diciembre —declaró Juanillo, vivamente emocionado por lo que estaba oyendo—, llevábamos a bordo el recado secretísimo y muy comprometido de un franciscano principal de Sevilla para otro de la Nueva España.

—De un franciscano principal no —puntualizó fray Alfonso—, del provincial de todos los franciscanos de Andalucía para el Comisario General de todos los franciscanos de la Nueva España.

A Juanillo le brillaron los ojos por la emoción.

—¿Y conocía vuestra merced algo de lo que decía la carta? —quiso saber Francisco, tan interesado como el otro.

—No conocía nada de nada —repuso el fraile, llevándose una mano al corazón—, sólo la urgencia e importancia de la misiva. Por eso, cuando arribamos a Tierra Firme empecé a preparar el viaje hacia México y en cuanto recogimos la primera plata en la Serrana, compré los pasajes y me marché con los tres pequeños.

A su hijo Carlos, de hasta dieciséis años de edad, no le hizo mucha gracia la consideración, sobre todo por su estatura, corpulencia, barrillos en el rostro y bozo en el labio.

—Mes y medio tardamos en llegar a la capital de la Nueva España —continuó— y, el mismo día de nuestra llegada, a las pocas horas de rentar habitaciones en una casa de hospedaje, uno de los esclavos negros de la casa me entregó vuestra carta, doña Catalina, la que me escribisteis desde el palenque del señor Sando refiriéndome el robo de mi hijo por parte de Lope de Coa.

—El loco Lope —precisó Juanillo.

—Por la fecha, sólo había tardado dos semanas en arribar a mis manos.

Yo asentí. Recordaba la pena que sufría entretanto escribía aquella misiva en el palenque.

—Nosotros tardamos seis semanas en arribar a México —señaló Carlos Méndez, admirado—, y vuestra carta sólo se demoró dos.

—El príncipe Sando —explicó vanidosamente el señor Juan— dispone de los cimarrones más veloces del Nuevo Mundo. Nos dijo que sus negros correrían por secretos caminos de indios y cruzarían montañas por pasos y gargantas desconocidos para los españoles para que la carta de Martín estuviera en vuestro poder exactamente en dos semanas.

—Pues no conocéis lo mejor —dijo fray Alfonso—. Desde entonces, hemos recibido puntuales nuevas de vuestras andanzas: conocimos que rescatasteis a Alonso y a Rodrigo y que mareabais hacia aquí en pos del loco Lope, y cada vez que la
Gallarda
era avistada desde tierra, a no mucho tardar lo conocíamos también. A lo que se ve, hay otro señor Sando en el virreinato novohispano con la misma autoridad que él. Tengo para mí que un tal señor Gaspar.

—Gaspar Yanga —tornó a precisar Juanillo, que ejercía de apuntador en aquel corral de comedias en mitad de la selva.

—Los cimarrones, esclavos o negros horros que sirven tan fielmente al señor Gaspar Yanga —prosiguió el fraile con grande admiración— nos tenían a la mira allá donde nos halláramos y, en cuanto llegaban nuevas para nosotros, uno de ellos, cualquiera, desde un niño esclavo hasta una vieja vendedora de huevos, se nos allegaba y nos refería el aviso. ¡No hay cosa igual en el resto del imperio!

Los Biohó y los Yanga, padres e hijos, disponían de la mejor información en todo lo descubierto de la tierra y los españoles no albergaban el menor conocimiento sobre ello. Mi padre había sufrido grandes remordimientos por vender armas al rey Benkos mas, a trueco, yo había ganado a mi fiel hermano Sando, que cuidaba de mí y de los míos incluso a miles de leguas de distancia.

—Seguid con el relato de la misiva misteriosa entre los dos principales franciscanos, fraile —le pedí.

Él asintió. Por fortuna, empezaba a refrescar y lo agradecí sobremanera.

—Sea. Pues veréis, al día siguiente de llegar a México y conociendo que mi hijo Alonso había sido robado, dejé a los pequeños en el hospedaje y me dirigí al convento de los franciscanos de la ciudad. Fui muy bien recibido, con grande afecto y atención por parte de mis hermanos de estas tierras que quisieron conocer la razón de no haberme alojado con ellos. Les hablé de mis hijos y, aunque aquí, por ser su labor tan dura y apostólica, no consideran con buenos ojos la barraganería, a lo hecho pecho y ya no se habló más del asunto. Tuve muy buena ventura, pues el Comisario General de la Nueva España, el padre fray Toribio de Cervantes, se hallaba a la sazón en el convento y no mostró inconveniente en reunirse en privado conmigo esa misma tarde, al terminar sus asuntos. Comí con los hermanos y, luego, estuvieron mostrándome la iglesia y el resto de las dependencias hasta que fui llamado a presencia del Comisario General, un hombre de mucha dignidad y muy docto en las cosas de estas tierras. Con todo respeto le entregué la misiva de fray Antonio de Úbeda y él la leyó al punto con grande atención. Su bondadoso rostro se contrajo en mil arrugas y fruncidos según avanzaba la lectura y, al final, mostraba tal gesto de espanto y desasosiego y tanta debilidad en el cuerpo que hubo de tomar asiento como un anciano al que le hubieran caído de súbito cien años más encima. Hondamente preocupado me allegué hasta él y le sujeté entre los brazos y ya iba a solicitar auxilio a gritos cuando me hizo señas para que me callara, para que le diera un poco de agua de una jarra que allí había y para que abriera una ventana que estaba cerrada, pues precisaba tomar aire.

—¡Voto a tal! —exclamó el señor Juan, presto a reventar de impaciencia—. ¿Qué demonios decía esa maldita carta?

—A eso voy —replicó fray Alfonso cambiando de postura en el suelo—. Cuando fray Toribio se recuperó del susto me solicitó que no dijera nada a nadie. Me hizo jurar que todo cuanto había acontecido allí aquella tarde sería guardado en mi ánima como un secreto de confesión y me agradeció mucho que le hubiera llevado la misiva de fray Antonio con tantas prevenciones —el fraile suspiró hondamente y se aderezó el hábito antes de continuar—. ¡Quién me hubiera dicho a mí esa noche, cuando cenaba con mis hijos en el humilde hospedaje, que a primera hora de la mañana del día siguiente me hallaría en el palacio del virrey!

—¡Eso del virrey es una invención vuestra! —soltó Rodrigo con toda su mala intención, mas fray Alfonso ni se inmutó.

—¡Cuánto lujo y belleza hay en el Real Palacio!
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—explicó, soñador—. El vuestro, doña Catalina, el de Sanabria, sería la casa de un pobre al lado de éste. Yo no había visto nada igual en toda mi vida y eso que soy de Sevilla. De cierto que es el más grande en todo lo conocido de la tierra.

—¿Queréis ir al meollo del asunto de una maldita vez? —le solicitó gentilmente Rodrigo—. ¡Me estoy durmiendo!

Sí, sí, durmiendo. Allí estábamos todos con el ánima en vilo, sin respirar y pendientes de cualquier palabra que pronunciara el fraile, mas él se perdía por extrañas veredas y a los demás, entretanto, no nos llegaba la camisa al cuerpo.

—Pues bien, en una sala inmensa, llena de tapices, pinturas, mármoles y molduras de oro, fui recibido por don Luis de Velasco el joven, que a tal punto se hallaba en compañía de fray Toribio de Cervantes y otro hermano de avanzada edad al que yo no conocía y que resultó ser el padre fray Gómez de Contreras, confesor del virrey. Estaban los tres sentados en el centro de la sala, ocupando unos muy ricos asientos labrados de muchas maneras con oro, y fray Toribio me solicitó con la mano que me allegara hasta ellos. Me sorprendió mucho que no hubiera ningún lacayo, mayordomo o cualquier otro sirviente en la sala. Los cuatro nos hallábamos completamente solos y la conversación se desarrolló con voces tan bajas y susurrantes que más de una vez temí no haberme enterado.

—Eso os pasa con frecuencia...

El incansable Rodrigo no daba tregua.

—Martín, muchacho —me suplicó el señor Juan—. ¿Te sería dado ordenarle a este fraile que nos refiera de una vez lo que decía la maldita carta?

Fray Alfonso se ofendió.

—Tenía para mí que vuestras mercedes deseaban conocer toda la historia.

—Yo sí lo deseo, fraile —afirmé, lanzando una mirada criminal a Rodrigo y, luego, otra al señor Juan—. Seguid y no tengáis cuidado de estos necios.

—Mi presencia allí, en aquella sala del Real Palacio, sólo obedecía al hecho de conocer a vuestra merced, doña Catalina, pues ahora veréis cuál era el apuro inmenso en el que aquellos hombres se hallaban.

—¡Al fin! ¡Albricias! —soltó Rodrigo.

—Prestad atención, doña Catalina, pues es muy importante que lo comprendáis todo.

—Os escucho, fraile.

—Se halla en marcha una terrible conspiración —dijo, bajando la voz—, una conspiración para hacer de la Nueva España un reino independiente, con un rey distinto a nuestro Felipe el Tercero.

No le entendí al punto porque era un pensamiento tan ajeno al entendimiento, tan extraño para cualquier persona cabal y tan desatinado que no podía colarse dentro de ninguna cabeza. Si hubiera dicho que alguien tenía en voluntad matar al rey o al Papa de Roma, siendo ideas tan disparatadas como eran, me hubiera costado menos comprenderlas. Conspirar para convertir un enorme pedazo del Nuevo Mundo en un reino independiente del imperio no resultaba un bocado fácil de tragar pues, para empezar, ni siquiera conocías qué demonios estabas comiendo.

—Me... Me parece que... —balbuceó Rodrigo—. No puede... Ten... Tengo...

—No os comprendo, fraile —murmuré con voz débil y sintiéndome, al punto, muy incómoda.

Todos los que nos hallábamos en aquel corro, incluso los tres hijos de fray Alfonso (pues, a lo que se veía, no les había adelantado nada), nos habíamos convertido en piedra mármol. Yo misma no me sentía el pulso y hasta parecióme que la selva entera había enmudecido de súbito con un silencio aterrador. Una cosa es que critiques al rey o a su mala justicia, que maldigas su nombre por su mal gobierno, sus derroches y la miseria de las gentes de su imperio, que desapruebes sus guerras contra los herejes o su apoyo a la pérfida Inquisición, mas ¿romper el reino?, ¿partir el imperio?, ¿dividir el Nuevo Mundo?, ¿coronar un nuevo rey?...

—¿Qué rey? —estallé enfurecida cuando todo se iluminó en mi entendimiento—. ¿Qué rey desea invadir la Nueva España? ¿El inglés...? ¡Lo suponía! ¡Tenía que ser ese maldito Jacobo! ¡Es el único que posee una Armada capaz de ejecutar algo así!

—¡No, no, doña Catalina! —exclamó apurado fray Alfonso—. ¡No es Jacobo de Inglaterra!

—Pues, entonces, ¿quién? —voceó Rodrigo con grandísima alteración.

—Don Pedro Cortés y Ramírez de Arellano, cuarto marqués del Valle de Oaxaca. El nieto de don Hernán Cortés.

Me puse en pie de un salto y comencé a caminar arriba y abajo, sin rumbo, tratando de conciliar mis turbados pensamientos.

—No es posible —repetía una y otra vez—. No es posible.

—Es más que posible, doña Catalina —me atajó el fraile—. Permitidme que os refiera los acontecimientos y lo comprenderéis.

—¿Cómo se puede comprender —bramó Rodrigo— que a un nieto de tan glorioso conquistador español se le ocurra coronarse rey de las tierras ganadas por su abuelo para España?

Yo seguía caminando sin rumbo de un lado a otro.

—A lo que se ve —dijo fray Alfonso—, es una historia que viene de lejos. Ya el hijo de don Hernán Cortés, don Martín, el segundo marqués del Valle, lo intentó en mil y quinientos y sesenta y seis, y acabó desterrado en España y más arruinado que un mendigo. Conservó la vida de milagro, por la intercesión de muchísimos nobles de la corte que no querían ver al hijo del ilustre conquistador colgando de una soga, mas, según dicen, estuvo con un pie en el cadalso. Como he señalado, fue desterrado del Nuevo Mundo para siempre, él y todos cuantos ostentaran el título del marquesado del Valle y, por más, las propiedades que aquí tenía, que eran muchas, le fueron incautadas. Unos años después se las devolvieron aunque en muy mal estado y, por más, eran tantas las costas de los juicios, las multas por el delito de sedición y lesa majestad, y los préstamos que, obligatoriamente y sin esperanza de devolución, le tuvo que hacer al rey Felipe el Segundo que nunca desaparecieron las desazones por las deudas y la falta de caudales. Su primogénito, don Fernando, tercer marqués del Valle, murió sin descendencia, de cuenta que el marquesado y sus miserables rentas pasaron a su segundo hijo, don Pedro, el cuarto marqués. Y éste, que, aunque viste el hábito de Caballero de la Orden de Santiago, no tiene donde caerse muerto, es el que quiere ser rey de la Nueva España.

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