—Me preocupáis, fraile —repuse con una sonrisa.
Los hombres de isla Sacrificios arribaban a la sazón a la
Gallarda
y Rodrigo se dispuso a serenarlos y a rogarles que tornaran con bien a sus ranchos y cabañas.
—Y así debe ser, doña Catalina, debéis preocuparos y mucho pues, al amanecer, esta nao será atacada por los galeones del rey con la intención de acabar con vuestra vida o, por mejor decir, con la de Martín Nevares, más conocido por Martín Ojo de Plata.
¡Pardiez!, pensé, sólo me restan unas pocas horas hasta la muerte. Suspiré con resignación. Si es que era lo que yo siempre decía: que todas las cosas que me acontecían iban fuera de los términos ordinarios. Oí gritar a Rodrigo ordenando a los hombres de los bateles que subieran a bordo de inmediato y que fueran a la isla a recoger a los que faltaban. Vi como el señor Juan y Juanillo se quedaban de piedra mármol y vi, asimismo, como todos los rostros de las gentes que estaban en cubierta (incluidos los tres yucatanenses, que habían aparecido por la escotilla de popa) se volvían hacia mí con la mirada atenta.
—¿Y cómo conoce vuestra merced lo del ataque? —le pregunté a fray Alfonso, que, acompañado por Cornelius y por sus tres hijos, se encaminaba ya hacia el sollado.
—¡Oh, bueno! —respondió sin alterarse—, es que yo ahora sirvo derechamente a las órdenes del virrey de la Nueva España, don Luis de Velasco el joven, y es él quien me ha enviado a salvaros.
Para que se nos alcanzara el fondo de la enmarañada historia que nos refirió más tarde el padre de Alonso, fue menester hacerle repetir varias veces ciertos enredados pormenores capaces de perturbar el más sano de los juicios. Por más, nunca se hubiera ganado el pan ejerciendo el oficio de declarador de historias o de sermoneador pues ninguno de los presentes habíamos escuchado jamás a nadie que refiriera tan mal y tan desordenadamente unos simples hechos aledaños entre sí. Para confesor serviría, se mofó Rodrigo, mas en modo alguno para predicador pues se le quedaría vacía la iglesia antes de un paternóster.
El asunto que más nos urgía era el del ataque al amanecer, muy especialmente por adoptar las prevenciones necesarias. De esto lo que vino a decir fue que tres días atrás había llegado a Veracruz un galeón español en muy mal estado cuyo propietario era un tal Lope de Coa, hijo del prior del Consulado de Mercaderes de Sevilla y sobrino carnal de Arias Curvo, un acaudalado comerciante de Tierra Firme recientemente avecindado en México. El susodicho Lope de Coa comunicó a las autoridades militares y portuarias de Veracruz que en pos suyo venía, persiguiéndole, el ahora llamado Martín Ojo de Plata cuyo verdadero nombre era Martín Nevares, reclamado en todo el imperio por los cargos de contrabando ilícito con el enemigo flamenco en tiempos de guerra (lo cual era un crimen de lesa majestad) y por haber actuado como cómplice de su amante, Catalina Solís, en los asesinatos de Fernando, Juana, Isabel y Diego Curvo ejecutados en Sevilla. El propio Lope de Coa era hijo de la fenecida Juana Curvo, muerta por la mismísima mano de Martín Nevares, y lo que éste pretendía persiguiéndole hasta Veracruz era dar por cumplido el oficio matándole a él y matando también a su tío Arias, por lo que el hijo del prior del Consulado solicitaba protección y ofrecía todo cuanto conocía de la nao de Martín Ojo de Plata, que no tardaría mucho en aparecer y que asaltaría la ciudad para encontrarle y acabar con él.
Fray Alfonso Méndez, misteriosamente hombre de confianza del virrey don Luis de Velasco el joven, arribó a Veracruz sólo un día después que Lope de Coa y se encontró con la ciudad levantada en armas y con preparativos de defensa contra un asalto pirata. Fue a tal punto cuando el gobernador y el comandante militar a cargo del fuerte de San Juan de Ulúa le dieron razón de lo que estaba acaeciendo, de cuenta que se determinó a alquilar un batel para allegarse a la
Gallarda
antes de que entrara en el puerto y fuera atacada por los galeones de guerra y por los cañones del fuerte. Mas, cuando la embarcación dejó ver su mascarón de proa en aguas de la isla Sacrificios enarbolando la bandera amarilla de cuarentena, el gobernador y el comandante, ciertos de que tal bandera era una treta por mejor asaltar la ciudad, habían cambiado sus disposiciones, resolviendo que la única forma de acabar con un criminal tan peligroso era hundir la nao con él dentro. Y así, la
Gallarda
estaba siendo vigilada desde el fuerte y los galeones estaban aprestados y aparejados para, esa misma noche, marear hasta allí y colocarse a su alderredor a distancia de tiro, sin luces y en silencio. El ataque tendría lugar antes de las primeras luces.
No había tiempo que perder. Reunimos en cubierta a la tripulación al completo y les dimos a conocer las nuevas, dando la orden de abandonar la nao ordenadamente en los bateles y con todas sus pertenencias. Cuando los galeones descubrieran que la
Gallarda
había sido abandonada no le harían ningún daño, nos aseguró fray Alfonso, y sería llevada a puerto e incautada.
—¿Y qué hacemos con los ingleses, los sevillanos y los yucatanenses? —preguntó Juanillo.
—Los ingleses y los sevillanos se quedan —repuse—. Que los aten a los palos para que puedan verlos. A los yucatanenses les preguntaremos qué desean obrar, si quedarse también o acompañarnos.
—Voy a preguntárselo, maestre —dijo, echando a correr.
—¿Qué sevillanos son esos de los que hablabais? —quiso saber fray Alfonso, grandemente interesado.
Con breves palabras le referí la historia del encuentro de los nobles de Sevilla como cautivos de los piratas ingleses y, para mi sorpresa, el rostro se le demudó y una grandísima desazón se apoderó de su voz:
—Tenemos que llevarlos con nosotros, doña Catalina.
—Sólo serán un estorbo, fraile —objeté—. No están hechos para la selva ni para los caminos de indios.
—¡Escuchadme bien! —exclamó, trastornado—. ¡Esos hombres deben acompañarnos! ¡No pueden de ninguna manera quedarse en el barco! ¡Llevan la muerte con ellos!
—¿Otra pestilencia? —me pasmé. Cornelius había acreditado que se hallaban perfectamente sanos.
—¡La peor, doña Catalina! —profirió sujetándome por un brazo y apretándomelo tanto que llegó a hacerme daño—. ¡La peor, os lo aseguro! No dudéis de mi palabra. Si esos hombres son capturados al amanecer y puestos en libertad como corresponde a su alcurnia, estas tierras de la Nueva España sufrirán el más grande baño de sangre que vuestro entendimiento se pueda figurar.
¿Es que fray Alfonso había perdido el juicio? ¿De qué demonios estaba hablando? Había que tener muy mal la cabeza para suponer que el fino conde de La Oda o el obeso duque de Tobes eran jinetes del Apocalipsis. Miré en derredor mío buscando a Rodrigo para solicitar su ayuda con el franciscano loco mas no le vi; debía de andar por las cubiertas inferiores disponiendo el abandono de la nao.
—¡Doña Catalina, por el amor de Dios! ¡Es absolutamente preciso que llevemos con nosotros a esos nobles cueste lo que cueste!
Miré derechamente al fraile. ¡Cuánto se le asemejaba su hijo Alonso! Quizá fue por eso que me ablandé, pues de seguido me dije que, incluso en mitad de su muy grande alteración, no dejaba de mostrar una seria cordura en los ojos. Nunca había advertido en él ni un atisbo de delirio, antes al contrario: fray Alfonso era un hombre cabal y de luengo entendimiento, en el que se podía confiar y al que sólo le importaba en esta vida el bien de sus hijos. Me determiné, pues, a concederle lo que solicitaba aunque de mala gana y conociendo que Rodrigo no iba a ser tan complaciente.
—Sea —accedí—. Los llevaremos.
—Y también debemos llevarnos a los ingleses.
—¡A los ingleses! —voceé indignada—. ¿Para qué también a los ingleses? ¿Os habéis vuelto loco, fray Alfonso?
—¡Las autoridades de Veracruz no deben conocer la existencia de los nobles! ¡Si dejáis a los ingleses en la nao hablarán sobre ellos cuando los capturen y les pregunten! Os lo suplico, doña Catalina, os lo suplico. ¡Hacedme caso, por el amor de Dios!
No daba crédito a lo que estaba aconteciendo.
—¡Espero no tener que arrepentirme de esto, fraile! ¡Y, por más, me debéis una muy cumplida explicación!
Se sosegó al punto tras oír mis palabras.
—Y os la daré, doña Catalina. No lo dudéis. En cuanto estemos todos en tierra y a salvo, os la daré.
A dos negros del palenque de Sando, que eran los de más raudas piernas y los más hábiles para moverse por la selva, los mandé en el primer batel que se alejó de la
Gallarda
y les dije que procurasen buscar un lugar seguro y tierras en las que pudiésemos estar pues bien se veía que, en esos arenales abiertos y plagados de mosquitos que eran aquellas costas de la Nueva España, no nos sería dado quedarnos y menos con Alonso en angarillas.
Al fin, una hora antes de que los galeones de Veracruz comenzaran a surgir por la bocana del puerto como una recua de mulas oscuras y silenciosas, ya estábamos todos en la playa con nuestros fardajes, pertrechos y bastimentos amontonados sobre la arena. Eché una última mirada a mi hermosa nao (una silenciosa sombra en la noche) y, con mi acostumbrada alegría, pensé que era otro más de los hogares de mi vida que perdía para siempre. A bordo no había quedado nadie, pues el Nacom y sus dos hijos se habían determinado a venir con nosotros. No tenían a dónde ir y no les quedaba nada, ni caudales ni familia, de cuenta que el hijo, Chahalté, y la hija, Caputzihil —o Zihil, como acabamos llamándola por abreviar—, solicitaron esa misma noche entrar a mi servicio. También el Nacom se ofreció mas no le encontramos un oficio adecuado por su mucha edad. Rodrigo echaba fuego por los ollares y, por la boca, cosas aún peores.
Como una luenga serpiente que avanza ondulante por la arena, las cuarenta personas de nuestra comitiva formamos una fila y nos metimos en la selva. Ni vimos ni oímos nada de lo que aconteció en la mar con la
Gallarda
. Yo sólo tenía en voluntad hallar un lugar donde levantar chozas para pasar unos días escondidos y, de este modo, ejecutar la dichosa cuarentena de Cornelius pues, en verdad, ni debíamos ni queríamos dañar a nadie. Después, mi único deseo era emprender el camino hacia México, donde moraban a sus anchas mis dos mortales enemigos.
Los hombres del palenque que envié de avanzada regresaron a media mañana. Habían hallado, ascendiendo la corriente de un caudaloso río, un claro junto a un manantial cercado por completo de espesura y sin huellas que indicaran que por allí pasaba gente. No quedaba muy lejos, de cuenta que nos pusimos en marcha abriéndonos paso en el boscaje con los cuchillos y las espadas.
Al poco de llegar al manantial, de levantar chozas y enramadas, y de despejar una plazuela, alguien propuso darle un nombre al pueblo que acabábamos de fundar pues más vecinos tenía que muchas ciudades de Tierra Firme y, así, de manera tan llana, fue como se originó la hermosa población que aún hoy se conoce como Villa Gallarda, a tres leguas y media al sur de Veracruz. Sin embargo, en aquel tiempo Villa Gallarda se hallaba muy lejos de disponer de las comodidades de las que hoy dispone, de cuenta que sólo era un establecimiento de proscritos que de manera rauda retornaron con mucho gusto a su natural asilvestrado. Fray Alfonso y sus tres hijos construyeron un muy bien aderezado rancho y se llevaron al dormido Alonso con ellos. Mis visitas y apartes con él se habían acabado. En el sollado de la nao era mío; allí, en la selva, no. Sentí como que me robaban la vida.
Al anochecer de aquel mismo día, tanto los hombres como nosotros pudimos, al fin, sentarnos a la redonda de unos fuegos y cenar de los bastimentos que traíamos. Rodrigo puso vigías en las cuatro direcciones y aún un cuerpo de guardia que rondaba los contornos con los arcabuces listos. A mí, como siempre, me servía Francisco que se ocupaba de mi comodidad en todo momento. Invitamos a los yucatanenses, mas no quisieron venir, quedándose junto a su hermosa choza, de mucha mejor calidad que las nuestras pues conocían el arte de tejer palmas. Juanillo y Francisco llevaron viandas a los sevillanos y a los ingleses, a los que teníamos amordazados para que no dieran voces ni hicieran alboroto y, entretanto Francisco les quitaba las telas de la boca y les servía, Juanillo les apuntaba con el arcabuz para que conocieran que la cosa no iba de chanza.
—Y bien, fraile —dije satisfecha por la cena y contenta por haber escapado del ataque español—, es la hora de esa explicación que me debéis por haber cargado con los sevillanos y los ingleses.
Sentados sobre el suelo, cenando aún o terminando de cenar, Rodrigo, los dos Juanes, los Méndez, Francisco y Cornelius alzaron la mirada hacia fray Alfonso, que se hurgaba los dientes con un palillo que había sacado de la faltriquera de su hábito.
—¡Eso! —graznó Rodrigo, irguiendo el torso con gesto desafiante—. ¡Veamos cuál puede ser la razón para que hayamos traído hasta aquí, con grande esfuerzo, a esos cinco tiernos aristócratas que sólo han andado entre algodones durante toda su vida!
Los demás asentimos. Habían dado mucha guerra por el camino, tropezando, cayéndose de continuo, derrumbándose de cansancio cada media legua, y asustándose por los gritos de los monos y de los loros y por los rugidos de los jaguares. Y cada vez que los hombres venían a quejarse, Rodrigo me miraba de hito en hito con afectado desdén para recordarme que él no había tenido nada que ver con aquel lamentable yerro y que toda la culpa era mía.
—Sea —principió el franciscano—. Empezaré por referir que esta extraña historia se inició antes de abandonar Sevilla.
—¡Ah, no, no, no, fraile! —le atajó Rodrigo, valederamente fastidiado—. Sólo deseamos estar al tanto de la razón de traer hasta aquí a los cinco sevillanos y a los ingleses. Vuestra vida en Sevilla ni nos concierne ni nos interesa, y aún menos conociendo que vais a enmarañar, enredar y desordenar los hechos de un relato que, en boca de otro, quizá se pudiera tolerar por cortesía, mas viniendo de vos, será ciertamente insoportable. ¡Y, por más, estamos sin dormir!
Fray Alfonso le echó una larga mirada muy poco cristiana, tomó aire e hizo como que no le había oído. A partir de este punto, la narración de la historia del fraile es fiel, mas la he ajustado un tanto y dispuesto en buen orden para que pueda ser comprendida.
—Cuando vuestra merced, doña Catalina —dijo el franciscano—, consintió en traernos a mis hijos y a mí hasta el Nuevo Mundo sin cobrarnos los pasajes, visité mi convento para anunciar mi partida y despedirme del guardián
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y de mis hermanos. Conocía que me atribuirían a algún otro convento de Tierra Firme, así que no me sorprendió demasiado recibir la orden de presentarme ante el provincial de los franciscanos de Andalucía, el padre fray Antonio de Úbeda, quien, tras sonsacarme muchos pormenores sobre el viaje, me mandó regresar al día siguiente a la misma hora. Debo admitir que me hallaba un tanto sorprendido por este interés y también admito que, de cierto, hablé demasiado sobre vuestra merced, doña Catalina...