Por fortuna, a tal punto entró Francisco con las vituallas de la cena. El rostro de Rodrigo, al verlo llegar, relució como un sol y se sujetó la servilleta con premura al cuello de la camisa. El señor Juan, Juanillo y yo le imitamos.
—Nada, no se nos da nada de sus misteriosas razones —admití—, mas me parece extraño, compadre. Ten presente que, entre los cinco, no podrían reunir los cuatro mil y quinientos maravedíes que cuesta un pasaje. Están tan arruinados como el más pobre mendigo de Sevilla.
—¿Cómo así, siendo nobles? —se sorprendió Francisco girando en torno a la mesa para servirme en primer lugar.
—España es un imperio lleno de menesterosos —farfulló Rodrigo.
—Hasta a las familias nobles les es dado arruinarse si no saben gobernar bien sus haciendas. Si los pueblos y ciudades de los condados y marquesados no tienen buenas cosechas o buenos ganados, los amos pueden verse en la ruina.
—O también acontece —apuntó Rodrigo— que son los amos quienes procuran la ruina de sus pueblos y ciudades por ordeñar demasiado a la vaca para pagar sus fastos y despilfarros.
—De todo hay —convine—. Y estos cinco principales sevillanos, que no tienen donde caerse muertos, de súbito embarcan hacia aquí con identidades falsas.
—Por vergüenza de su mísera condición —indicó el señor Juan—. Si yo fuera de alta cuna y hubiese de venir al Nuevo Mundo para granjearme el sustento como cualquier hijo de vecino, también ocultaría mi linaje.
—De seguro que estáis en lo cierto, señor Juan —concedí—. Ésa debe de ser la razón y no otra.
—O quizá los persiga la justicia como a ti, maestre —conjeturó Juanillo.
—A los nobles no los persigue la justicia —objetó Rodrigo con la boca llena de carne estofada.
—Que vienen por caudales es cosa cierta —añadió el señor Juan también con la boca a rebosar—. Nadie cruza la mar Océana sin una buena razón y para estos desventurados catarriberas la única razón de peso parece ser la fortuna.
—¡Tampoco los veo yo trabajando para ganarse el pan! —protesté cuando, al punto, oyendo al señor Juan, se me figuró ver al marqués de La Oda gobernando una hacienda—. A ninguno de ellos le es dado trabajar por nacimiento y alcurnia y, aunque lo fuera, no conocerían cómo hacerlo. Es más propio de los de su condición matrimoniar con damas acaudaladas de menor linaje. Y de ésas en Sevilla no han de faltarles, que hijas de cargadores a Indias, banqueros y mercaderes hay para todos y sobran, de cuenta que sigo extrañada por su presencia en el Nuevo Mundo.
—Debemos conocer más del asunto antes de liberarlos —señaló Juanillo depositando la cuchara en el plato vacío; aquel muchacho comía tanto y con tanta diligencia que daba gusto verlo—. ¿Y si han venido para encontrar y matar a doña Catalina Solís en nombre del rey de España a trueco de bienes y caudales?
Enmudecimos todos al punto.
—¡Por eso se pasmaron tanto cuando les desvelaste quién eras! —profirió, al fin, el señor Juan.
—¿Teníais mucha relación con ellos en Sevilla, don Martín? —quiso saber Francisco.
—No, tan sólo los vi en dos o tres fiestas, incluida la de inauguración de mi palacio.
—Acaso no los envía el rey sino los viudos que allí dejasteis.
Aquéllas eran palabras mayores pues era muy cierto que había dejado un rosario de viudos y viudas que, a no dudar, deseaban verme muerta mas...
—Precisamente para eso se allegó hasta aquí nuestro compadre el loco Lope —farfulló Rodrigo—, a quien el demonio maldiga.
—Me has quitado las palabras de la boca, hermano.
—Pues, entonces, el rey —insistió Juanillo, remojando en vino un trozo de galleta seca de maíz—. Los ha enviado el rey.
—Yo conversaré con ellos, Martín —proclamó mi compadre limpiándose las sucias barbas con la servilleta—. Pierde cuidado.
—Iré contigo —afirmé.
—¡Yo también voy! —soltó Juanillo con entusiasmo. A mí se me escapó un bufido. No veía yo a Juanillo junto a Rodrigo entretanto éste
conversaba
con el conde, los marqueses y el duque pues, de cierto, todos ellos requerirían más tarde los cuidados del buen Cornelius Granmont. Mas Rodrigo no me dio ocasión de contrariar al muchacho.
—Sea. Vendrás con nosotros —le dijo, y Juanillo sonrió de oreja a oreja.
—También yo os acompañaré —proclamó el señor Juan.
—¡No, señor Juan, eso sí que no se lo consiento a vuestra merced! —prorrumpí.
—¿A qué ese rechazo? —preguntó él.
—¿Acaso no conocéis lo que, en verdad, acaecerá en la sentina?
—¡A mí con ésas! —se rió—. Si han venido para matarte, lo averiguaremos entre todos.
De súbito, alguien de la tripulación golpeó la puerta del comedor, llamándome a voces.
—¡Maestre, maestre!
—¡Pasa! —ordené.
Uno de los hombres de Santa Marta, al que yo conocía desde los tiempos en que mi señor padre me llevó a vivir en su casa, se precipitó en el cuarto.
—¡Maestre, venid! —exclamó con grande alteración—. ¡Tenéis que ver lo que ha traído la mar!
Sus gestos apurados y su rostro trastornado surtieron el efecto de un tiro y saltamos de nuestros asientos en desbandada saliendo en pos suyo precipitadamente. ¿Qué suceso tan horrible e inesperado provocaba tales aspavientos? ¿Acaso estábamos siendo atacados de nuevo?
Una notable muchedumbre atestaba la cubierta y algunos hombres se asomaban peligrosamente por toda la banda de estribor con faroles en las manos. Llovía más que antes aunque el viento había amainado un tanto. Rodrigo me abrió paso a manotazos.
—¡Golpeó contra nosotros, maestre! —dijo uno de los hombres con farol, alumbrando la mar para que yo mirara.
—Lleva un rato ahí, sin separarse de nosotros —dijo otro.
Me incliné cuanto pude para ver bien qué era aquello que tanto revuelo provocaba y cuál no sería mi sorpresa al divisar una enorme canoa india llena de gentes muertas. A lo menos era tan luenga como la
Gallarda
y del ancho de tres varas o más, toda de un solo tronco y muy hermosa. En el medio tenía cuatro postes finos como para sostener un palio hecho de ramas y palmas, aunque ninguna quedaba, y su proa y su popa eran más altas que su borda para hacerla maniobrera y segura. Habría en su interior unas cuarenta personas, entre hombres, mujeres y niños y, de los hombres, algunos conservaban entre las manos las palas de remar y otros no. Todos llevaban los cabellos largos y sueltos, y se les veían las cabezas atadas con pañuelos blancos por las frentes, que las tenían muy aplastadas y como estiradas hacia arriba de modo que daba mucho sobresalto verlas.
—Son yucatanenses —dijo Rodrigo con espanto en la voz—, indios del Yucatán.
[13]
Dicen que a los niños les estrujan las cabezas con tablas desde el mismo día de su nacimiento para que se les queden así.
—A mí me está doliendo la mía sólo de verlos —repuse—. Como mareamos muy cerca de la Equinoccial,
[14]
entre la punta de Catoche del Yucatán y la punta de San Antón, al oriente de Cuba, vendrán de alguna de las muchas islas que hay por esta parte.
—Tendremos que usar pértigas para alejar la canoa de nosotros.
—Manda traerlas.
—¿Y si hay alguno vivo, maestre? —preguntó Juanillo.
—Ninguno alza el rostro hacia las luces —respondí, asombrada.
—¡Aquí, aquí, maestre! —vociferó alguien desde la proa.
—¿Qué sucede?
—¡Hay uno vivo, hay uno vivo! —corearon algunos.
Rodrigo, poniéndose la mano sobre los ojos para resguardarlos de la lluvia, me miró y esperó mi orden.
—¡Echad las escalas! —grité—. ¡Subid a los que no estén muertos!
Al punto, las cuatro escalas de cuerda de estribor cayeron hacia la mar y dos o tres hombres empezaron a bajar por cada una. Un golpe de mar que nos sobreviniera a tal punto se los llevaría a todos por delante para siempre. Algunos, incluso, acarreaban los ganchos de abordaje para ayudarse en el rescate. El oleaje sacudía sin piedad tanto nuestro galeón como aquella gran almadía, aunque sin llegar a separarlos, y rogué para que tal suceso no acaeciera.
Desde allí a poco, los cuerpos inertes principiaron a acopiarse sobre la cubierta. Cornelius, el cirujano, iba de uno a otro con su pequeña arqueta de ungüentos y una redoma en la mano, pidiendo a voces que a todos se les echara un chorrillo de agua dulce entre los labios. De los cinco niños yucatanenses que había ninguno sobrevivió, ni tampoco sus madres. Los hombres dejaron los cadáveres en la canoa y, antes de tornar a bordo, con los pies y las pértigas que les alcanzamos la separaron y alejaron de nuestro galeón devolviéndola a las corrientes. Otras diez mujeres, en cambio, sí se salvaron, igual que diez y seis hombres, aunque estaban tan postrados, resecos y desvanecidos como Alonso el día que lo recuperamos.
—Tuve para mí que estaban todos muertos cuando los vi en la canoa —dijo con inquietud el señor Juan caminando a mi lado entre los desfallecidos entretanto sostenía, como yo, un farol en la mano—. Tendremos que hacer aguada antes de lo que pensábamos porque, con tanto invitado, nos quedaremos sin bastimentos antes de arribar a Veracruz.
—Andáis muy acertado en lo que decís, señor Juan.
Mandé que extendiesen ante mí todas las pertenencias de los indios por ver si había algo que aprovechara mas, como era de suponer, no hallamos ni comidas ni bebidas, que eso era lo que les había maltrecho. Debían de haberse perdido en la mar por culpa de la tormenta y, a no dudar, había sido un grandísimo trabajo bregar para mantenerse a flote sin comer ni beber. Mas si carecían de bastimentos, no lo hacían de otras cosas que tenían una vista muy buena: colchas y paños de algodón bellamente labrados y pintados con diferentes colores, atavíos de plumas, resinas olorosas, tintes, hermosos cuchillos de pedernal muy bien afilados, algunas mantas finas, pieles de venado, adornos de jade, piedras de moler... Bien se apreciaba que eran gente rica y acomodada pues todas aquellas cosas, por no ser nuevas, de seguro que les pertenecían y que no eran para mercadear.
Hasta los más viejos entre ellos eran gente bien formada, todos altos y recios, y las mujeres grandes y bien hechas, todos también con una exquisita piedra de ámbar atravesada en el cartílago de la nariz y con zarcillos en las orejas. Asimismo, hembras y varones tenían la piel dibujada de la cintura para arriba con galanos y delicados encajes. Ellos vestían sólo con un paño de algodón blanco de un palmo de ancho que les servía a modo de bragas y calzas, con el que se daban algunas vueltas a la cintura y un extremo colgaba detrás y el otro delante, y ellas, por más, se cubrían los pechos con otro paño igual que les pasaba por debajo de los brazos y se ataba en la espalda. Los pies los calzaban con sandalias de cáñamo o de cuero.
De seguro que, aquella noche, Cornelius Granmont no podría dormir ni una hora, con tantos pacientes en su hospital del sollado, de modo que me determiné a liberarle de un poco de carga poniendo a Alonso bajo mi cuidado. El día había resultado pródigo y cansado. El señor Juan no se tenía en pie. Entretanto bajaban a los yucatanenses a la bodega, despaché con los pilotos, hice los cálculos de la derrota para el siguiente día y, con Rodrigo, cambié a algunos de los hombres de las guardias de la noche pues había entre ellos varios heridos de la batalla contra los ingleses. Luego, tras avisar a Francisco, me encaminé hacia el colmado hospital cruzando la cubierta inferior. Me sentía extenuada, mas tenía muchas ganas de ver a Alonso y por eso sonreía a pesar del cansancio.
Cornelius me saludó sin mirarme, absorto en sus muchos quehaceres. Retiré los lienzos que enclaustraban el rincón donde yacía Alonso y mi corazón dio un salto de alegría al verle. Seguía dormido, y tan gallardo y gentil como siempre. Su coy se mecía con el balanceo de la nao mas él no se apercibía de nada. Me allegué hasta él y le pasé la mano por el hirsuto rostro, acariciándole la mejilla y la barba, que ya estaba para recortar. Un farolillo colgaba de un gancho en una cuaderna. Yo había ordenado que el cabo de vela estuviera siempre encendido, por si despertaba de noche y no conocía dónde se hallaba. Secretamente, me incliné y le di un beso en la pálida frente y otro en el suave ceño. Habría querido besarle más pero no lo hice porque hubiera sido robar lo que no era mío. Dispuse un almohadón en el suelo, cerca del coy, y me envolví en una manta antes de sentarme y recostarme contra la cuaderna del farolillo. Para mi ventura, aquella noche se oían voces, gemidos, pisadas y conversaciones entre Cornelius y los grumetes que le ayudaban, así que era libre de hablar sin que nadie me oyera, de cuenta que, por primera vez desde aquella lejana ocasión en el islote de la Serrana antes del asalto del loco Lope, pude conversar serenamente con Alonso.
—Hoy, Rodrigo ha matado a un inglés que le llamó ignorante —le susurré dibujando una sonrisa en mis labios— y, no vas a dar crédito a mis palabras aunque te juro que es totalmente cierto: ¡el conde de La Oda está a bordo de la
Gallarda
! Sí, sí, aquel que quiso matrimoniar conmigo en Sevilla. ¡Y hemos topado con una canoa llena de indios moribundos! Y, por más...
La hora del alba sería cuando Cornelius me vino a despertar a toda prisa asomando la cabeza entre los lienzos. Abrí los ojos, fatigada y descompuesta por el cansancio, mas, al ver el rostro de Cornelius, me dije que si yo me sentía quebrantada, él, que ya tenía una edad, se veía apaleado, molido, maltrecho y descalabrado.
—Id a descansar, Cornelius —le dije entretanto me incorporaba y me arreglaba un poco las ropas—. La noche ha sido difícil.
—Cuando os lleve hasta uno de los indios, maestre.
—¿Cómo se encuentran los yucatanenses?
—Algunos peor que otros —suspiró.
Cornelius Granmont era un hombre bajo de estatura, de torso grande y piernas cortas, que lucía una luenga barba negra que le llegaba hasta la cintura y que se recogía con lazos verdes. Su trato era sencillo y humilde y a nadie se le alcanzaba cómo demonios había terminado ejerciendo su buen oficio entre piratas ingleses en la isla de Jamaica. Se decía francés, y como tal hablaba el castellano mas, de tanto en tanto, se le escapaba alguna palabra en un extraño idioma que nadie conocía. Me determiné a conservarlo no tanto por necesitar a un cirujano sino por la mirada bondadosa de sus ojos oscuros.
Avanzamos entre las esterillas del suelo sujetándonos a los cabos del techo y a los palos pues la furia de la tormenta, a lo que se veía, no había menguado ni un ápice, cosa que tampoco me sorprendió. En las esterillas, algunos tumbados y otros sentados, se hallaban los yucatanenses rescatados de la canoa. Todos los que estaban despiertos tenían una escudilla de agua en las manos y daban sorbos de tanto en tanto. Me apercibí de sus agradecidas miradas y de sus respetuosos gestos con aquellas pavorosas cabezas luengas como pepinos.