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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico

La conjura de Cortés (9 page)

—En resolución —apuntó el señor Juan—, será menester quedarse una semana en esta rada para componer la
Gallarda
.

—Eso es lo de menos —comenté—, pues ese tiempo beneficiará también a nuestros heridos. Lo que me molesta es no poder zarpar en persecución del malnacido de Lope.

—¡Bah, no se andará muy lejos con esa ruina de nao!

Juanillo y yo tornamos al tiempo las cabezas para mirar de hito en hito al señor Juan.

—¿Qué, acaso no lo visteis desde la playa? —se sorprendió—. Pues sólo tenéis que advertir el poco daño que las pelotas de cuarenta libras de sus cañones han hecho en nuestra
Gallarda
y los enormes destrozos que las nuestras, de veinte, han hecho en su
Santa Juana
. ¡Lleva más boquetes que un cedazo!

—¿Cómo es eso posible? —no me entraba en la cabeza que la munición de nuestras culebrinas pudiera haber agujereado de aquella manera el casco de un inmenso galeón de guerra.

—Sólo hay una razón —afirmó el señor Juan entretanto Juanillo, como si ya conociera lo que iba a decir, asentía despaciosamente—. La broma,
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la broma le tenía comida la madera. Con esa y no con otra razón se puede explicar lo acaecido. Les ocurre a muchas naos de España cuando pasan unos meses en estas aguas calientes sin darles carena apropiadamente.

Y era ésa una grande verdad pues, en el Caribe, todos los maestres estábamos obligados a varar, calafatear y carenar nuestras naos cada poco tiempo si es que no queríamos que la madera se volviera quebradiza y perdiera la ligazón.

—Por más —continuó el señor Juan—, ya se ha advertido que nuestras culebrinas y medias culebrinas son mejores para la batalla que sus cañones pues, aun siendo nuestros artilleros inferiores en número y calidad, tardaban tan poco tiempo en recargar y disparar que por cada uno de sus tiros nosotros disparábamos cuatro, y con eso y con el casco podrido ese asno de Lope ha tenido que darse a la fuga.

Si no me hubiera hallado tan triste por Alonso me habría tomado a reír muy de gana.

—Así que su poderoso galeón de guerra... —empecé a decir, divertida.

—... es una triste almadía de paja.

—¡Pues vamos tras él! —exclamé. A tal punto, con Alonso y Rodrigo a salvo y habiendo contemplado cuánto perjuicio les había causado, atrapar a Lope era lo único que me importaba en la vida.

—Primero reparemos la
Gallarda
y curemos a los compadres, muchacho —me reconvino el señor Juan—. Cuanto más fuertes seamos, más presto le daremos alcance. Deja que se aleje lo que le venga en gana, que ya no le es dado escapar de nosotros. Conocemos su nao y de cierto que cualquier otra con la que nos crucemos podrá darnos referencias de ella. Y, por más, en los puertos tenemos a los correveidiles del excelente príncipe Sando, que nos darán razón de las nuevas que se produzcan sobre el
Santa Juana
en cualquier parte del Caribe.

Sonreí con satisfacción. No, a Lope de Coa ya no le era dado escapar de nosotros... Ya no le era dado escapar de mí.

CAPÍTULO II

Ni el ruido de los truenos, ni el del excesivo viento, ni siquiera el de la grandísima lluvia que nos caía encima, encubrió el afilado silbido del bolaño que la nao española acababa de dispararnos. Al punto, una descomunal columna de agua brotó a menos de veinte varas de nuestra proa. La
Gallarda
parecía atraer a las embarcaciones militares que mareaban en busca de los piratas que inficionaban el Caribe. En las dos semanas que hacía que habíamos zarpado de La Borburata, seis eran las naos que nos habían atacado, tres españolas, dos inglesas y una flamenca. Y eso que en la estación de lluvias muchas tripulaciones se negaban a embarcar y los maestres preferían permanecer en los puertos para evitar las grandes tormentas con olas como montañas que, de súbito, convertían la mar en un infierno.

—¡Allá vamos de nuevo! —me gritó el señor Juan—. ¡Para ser pocos los necios que mareamos con este tiempo, qué afán mostramos por toparnos y pelearnos!

Nos hallábamos junto a la caña del timón por mejor gobernar a los pilotos y a la dotación durante la batalla. Llevábamos casi todo el trapo recogido pues con las corrientes nos bastaba y Rodrigo, totalmente restablecido de sus heridas y contusiones, agarrándose a las jarcias por el fuerte balanceo de la nao, iba de un lado a otro de la cubierta principal dando órdenes y probando la firmeza de los cabos sin quitar la mira de los arcabuceros que, bajo la incesante lluvia, debían tener cuenta del fuego de sus mechas. Su aparición en la dotación de la
Gallarda
como marinero de rango había sido una grande conveniencia. De los ochenta y tres hombres que teníamos al salir de Santa Marta, treinta solicitaron quedarse en La Borburata al conocerse, después del rescate, que yo era una mujer. De esos treinta, veinte y dos eran españoles, cinco eran mestizos y tres mulatos. Les dejé partir tras pagarles los pocos dineros que se les adeudaban y, al hacerlo, les miré con tal desprecio que todos bajaron la mirada, avergonzados. Si su venerado maestre Martín Ojo de Plata, ajusticiador de los odiados Curvo, era menos admirable por ser una mujer, mejor estábamos sin ellos. Aquí paz y después gloria, les dije, mas Rodrigo, tan impetuoso y terco como siempre, con grande dolor en algunas de sus magulladuras les fue despidiendo uno a uno con una fuerte patada en el trasero antes de que bajasen por la escala al batel que les llevaría a puerto.

Los cincuenta y tres que se quedaron manifestaron públicamente su acatamiento y su respeto hacia mí y, aunque les contentó sobremanera que Rodrigo de Soria fuera quien les diera derechamente las órdenes, yo notaba, sin embargo, que bastaba una palabra mía o una sencilla mirada para que se hincharan como pavos reales, orgullosos de recibir mi atención. Por más, tras la primera batalla en la mar, cuando derrotamos a la nao española que nos atacó y yo me negué a saquearla y a matar a su tripulación, los hombres me premiaron con vítores, lanzando sus bonetes al aire, lo mismo que hicieron cuando determiné poner en ejecución todo lo contrario tras someter a la primera nao pirata inglesa, de cuyas bodegas obtuvimos no sólo pólvora, munición y armas sino también un sustancioso botín que fue repartido, por mi orden, entre los cincuenta y tres.

—¡Rodrigo! —grité a pleno pulmón—. ¡Que quiten de en medio los cañones de cubierta!

Con la lluvia, esos cañones resultaban inútiles y, a tal punto, sólo hacían que estorbar. Macunaima me observaba silenciosamente, a la espera de mis señales. La
Gallarda
seguía rumbo derecho hacia la nao militar, que ofrecía su banda de estribor amenazando andanada entretanto nosotros se lo poníamos difícil ofreciéndole tan sólo la fina proa. Las corrientes nos empujaban hacia ella sin esfuerzo alguno y, a no mucho tardar, o se retiraba o la embestiríamos con el bauprés. Cierto que su bordo era más alto que el nuestro, mas el galeón inglés podría soportar tal choque sin sufrir grandes daños entretanto la nao militar se partiría por la mitad.

—¡Rodrigo! —torné a gritar. Él me miró—. ¡Diles a los artilleros que tiren contra el aparejo y que los hombres preparen los ganchos de abordaje!

Lo último que yo deseaba era matar españoles, incluso aunque éstos vinieran como lobos tras mi estela juzgando, unos, que la mía era una nao inglesa y, por tanto, pirata, y, otros mejor advertidos, que era la nao de Martín Ojo de Plata, el contrabandista y asesino reclamado por la justicia pues, por lo que nos había referido uno de los negros de Sando en La Borburata poco antes de zarpar, el loco no había tardado en dar razón de las cualidades de la
Gallarda
a las autoridades de Cartagena, las cuales habían mandado aviso a todos los puertos de Tierra Firme y la Nueva España. De igual manera, el hombre de Sando nos refirió que Lope de Coa, tras hacer aguada y cargar bastimentos en aquella ciudad, había zarpado a toda prisa hacia la Nueva España o, a lo menos, eso había dicho uno de los marineros de su tripulación. Su galeón de guerra se hallaba en muy mal estado y, al no conocer a nadie en la ciudad en la que su familia había vivido y prosperado durante tantos años, había determinado enrumbarse hacia Veracruz antes de que le pillase la tormenta, en busca de su tío Arias y a la espera de una mejor ocasión para acabar conmigo. Mas, con tormenta o sin ella, mi firme intención era que no arribara nunca a su destino, ya que tenía en voluntad cazarle mucho antes.

Un grande retumbo resonó en aquel cielo ya suficientemente atronado. El fuego de la pólvora y el humo confirmaron el ataque.

—¡Andanada enemiga! —rugió Rodrigo.

La nao militar, considerando que era suya la ventaja por presentarnos todas las bocas de fuego y viendo que nos allegábamos sin cambiar de rumbo, se había determinado a principiar en serio la batalla. Mas, como era de suponer por estar la mar tan alta, fea y hecha espuma, aquellos primeros tiros fueron por alto y no nos dieron sino sólo uno, de refilón, en el mastelero de sobremesana. Todos los primeros tiros acostumbran a fallar, pues los artilleros los ejecutan para conocer la pujanza del viento y hacia dónde y cómo les conviene apuntar. Sin embargo, las seis batallas que habíamos sostenido en apenas dos semanas, todas con mal tiempo, mantenían a nuestros artilleros suficientemente atinados (y también a nuestros carpinteros y calafates), de manera que incluso sus primeros tiros resultaban bastante certeros, sobre todo, como era el caso, cuando los enemigos disparaban primero permitiéndoles conocer los desvíos.

Al tiempo que crujía el mastelero, di la señal a Macunaima y éste viró de bordo y dispuso nuestra banda de babor enfrentada a la española.

—¡Fuego! —ordené, antes de que el humo de sus cañones hubiera escapado por completo de las ánimas.

Nuestras culebrinas y medias culebrinas escupieron una andanada que, como era de esperar, falló, arrasando parte del casco y volando un trozo de combés. No era eso lo que yo deseaba.

—¡Cañones en batería! —me gritó Rodrigo cuando en la cubierta inferior hubo culminado la recarga.

—¡Fuego! —ordené de inmediato.

Esta vez, dieron de lleno en el blanco, desarbolando la nao militar. Su trinquete, mayor y mesana cayeron como arbolillos segados por un rayo, provocando un muy grande desbarajuste entre la dotación de la nao. Sus velas, al tocar el agua, la embebieron y se volvieron pesadas y, como seguían sujetas a la nao por los cabos y las jarcias, comenzaron a lastrarla y a tirar de ella hacia abajo. Sólo utilizando prestamente las hachas y los cuchillos podían evitar irse a pique.

Las corrientes seguían arrimándonos y, aunque unos pocos cañones nos tornaron a disparar, finalmente, con un brusco golpe de barra, Macunaima colocó la
Gallarda
junto a la otra nao. Ambas subían y bajaban con el fuerte oleaje, de cuenta que resultaba penoso tanto impedir que chocasen como que mis hombres acertasen a enganchar los garfios de abordaje. Por fin lo consiguieron, mas, de súbito, aquellos extraños soldados españoles que, a primera vista, no parecían tales comenzaron a dispararnos con los arcabuces. Dos de los marineros de mi nao cayeron muertos.

Eché mano a la espada y la blandí en el aire.

—¡Fuego los arcabuces! —grité, echando a correr hacia Rodrigo. El señor Juan se había tirado al suelo de la toldilla y se tapaba la cabeza con los brazos. Era lo que siempre hacía cuando principiaba la contienda, pues se negaba a refugiarse en las bodegas.

Entre el tumulto, mis hombres habían alcanzado a juntar las bordas tirando de las cuerdas que iban unidas a los ganchos y, así, teníamos ya franco el paso a la cubierta de la española.

—¡Vamos, compadre! —le grité al de Soria, que también esgrimía ya su espada y su daga.

—¡Aguarda, Martín!

—¿Qué sucede? —pregunté, muy sorprendida, aplacando mi arranque.

—Que ésa es una nao española robada por piratas ingleses. ¿No escuchas los gritos?

Presté atención a los sonidos que arribaban desde la otra cubierta y, en efecto, lo que se oía era jerigonza inglesa.

—¡Maldición! —exclamé, contrariada. Había esperado una presta reyerta zanjada tras cruzar la espada con el capitán de la nao y jurarle respeto por su vida y la de sus soldados, al tiempo que la libertad para partir sin más daños. Así lo habíamos hecho hasta aquel punto con las naos españolas. Claro que, antes de soltarlos, les obligaba a escuchar una perorata sobre mi identidad, la maldad de los Curvo, mi venganza y la injusticia del rey contra mi persona, pues contaba con que corriera la voz sobre la iniquidad de la que era víctima. Mas, si aquellos malnacidos eran piratas ingleses, no quedaba otro remedio que llevar la querella hasta el final, pasando por el cuchillo a tantos como nos fuera dado—. ¡A por ellos!

—¡A por ellos, que son piratas ingleses! —repitió Rodrigo lanzándose en pos de mí, que ya había saltado a la cubierta enemiga.

Nuestros artilleros, inútiles ya los cañones, se sumaron al asalto, de cuenta que éramos casi cuarenta las espadas y diez los arcabuces apostados ahora en las vergas y los rizos de las velas. Asaltamos la nao por todas partes, abriéndonos paso a cuchilladas, estocadas, altibajos, reveses, tajos y mandobles tirados con apremiada furia. No dejaríamos aquella nao española en manos de los enemigos de España que, por más, si lograban repararla, se valdrían de ella para robar, estuprar y matar a las pobres gentes de los pueblos y ciudades de las costas. Aquellos ingleses eran la peor escoria de la tierra y, como tal, los arrojábamos a la mar uno tras otro por las bordas.

Bajo la fiel custodia de Rodrigo y Juanillo, me hallé, al fin, enfrentada al capitán inglés. A éste no tenía en voluntad matarle, a lo menos, hasta haber conocido su gracia y los lugares y naos que había asaltado. Era un hombre de hasta treinta y cinco años, por más o por menos, bajo de estatura, de cuerpo fornido, buen rostro aunque con una vieja cicatriz a la diestra que le iba desde la sien hasta los labios, y una abundante y cuidada barba tan bermeja como su cabello. Su porte distinguido y sus elegantes maneras no me ocultaron el hecho de que eran afectadas. Debíamos darnos prisa en reducirle pues en menos de dos credos nos iríamos a pique. Le puse la punta de mi espada en la garganta.

—¿Os rendís, canalla? —le pregunté sin esperar ni que me entendiera ni que me respondiera. Sólo deseaba verle deponer las armas y entregármelas.

—Me rindo —dijo en buen castellano, aunque con grueso acento inglés.

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