—¿El que quiso ser rey de la Nueva España y no perdió la cabeza por milagro? —repuse, deambulando despaciosamente con él por las salas contiguas al vestíbulo entretanto los hombres iban y venían arriba y abajo de la casa buscando la maldita capilla. Al punto, un silencioso señor Juan se nos unió en el paseo así como también un fraile franciscano que, por mayores señas, era mi señor suegro. A los tres yucatanenses no los vi por ningún lado. Quizá se habían quedado en el patio. Nunca deseaban molestar o incomodar sino sólo estar ahí cuando yo los necesitara.
—El mismo que no perdió la cabeza por milagro, en efecto. Pues sí, aquí nació el mismísimo don Martín Cortés y Zúñiga, uno de los once hijos reconocidos que tuvo don Hernán, aunque engendró muchísimos más con centenares de mujeres. Don Martín fue el primer varón legítimo, habido con su segunda esposa, doña Juana de Zúñiga.
—¿La segunda? —me apené—. ¿Se le murió la primera sin darle herederos?
—Bueno, la pobre no tuvo ocasión ya que don Hernán la mató para poder matrimoniar mejor.
Mi rostro mostró todo el horror que me producían sus palabras.
—¿Estáis diciendo que don Hernán Cortés, el grande conquistador, mató a su primera esposa? —porfié con la voz tan afilada como un cuchillo.
—Se llamaba Catalina Juárez —principió a relatar don Bernardo, ajeno a mi espanto— y era una dueña sin bienes ni fortuna. Por matrimoniar con ella en Cuba en mil y quinientos y quince, don Hernán obtuvo grandes beneficios del gobernador de la isla, don Diego Velázquez, que tenía por enamorada a una hermana de Catalina. Él partió para descubrir nuevas tierras y la olvidó, hasta que, una vez tomada México-Tenochtitlán, ella se presentó aquí con toda su parentela. Como os he dicho, don Hernán era muy mujeriego y, por más, ya no consideraba a Catalina Juárez digna de su nueva condición de conquistador de la Nueva España. La relación del matrimonio fue mala durante algún tiempo y se dice que don Hernán maltrataba a su esposa aunque, claro, estas cosas son frecuentes y privadas, de modo que no cuentan.
—¿Cómo que no cuentan? —me indigné.
—Lo cierto es que, una noche de mil y quinientos y veinte y dos —prosiguió él, despreocupado—, después de una terrible discusión durante la cena, el futuro marqués del Valle llamó a gritos a los criados diciendo que su señora esposa se hallaba enferma. Cuando los criados llegaron, Catalina Juárez, en realidad, estaba ya muerta, con cardenales en el cuello, los ojos saltados y los labios negros, como los estrangulados. Don Hernán ordenó que presto la metieran en el ataúd y que lo clavaran, no permitiendo que nadie viera el cuerpo antes de enterrarlo, como se le solicitó por correr ya muchos rumores de que la había matado. Luego, en España, matrimonió con doña Juana de Zúñiga, hija del conde de Aguilar y sobrina del duque de Béjar.
—¡Por todos los demonios del infierno! —exclamé grandemente enfadada—. ¿Y la justicia no obró nada?
Don Bernardo me miró de hito en hito, como si no se le alcanzara la razón de mi disgusto.
—¿Qué iba a obrar? Era don Hernán Cortés. El asunto se tapó y listo. Por más, del mismísimo virrey al que vuestra merced dice servir, don Luis de Velasco el joven, se conoce en todo el virreinato que, por apropiarse de las fortunas de su esposa, doña María de Ircío, y de su suegra, la viuda doña María de Mendoza, llegó a golpearlas repetidamente incluso con candelabros, amenazándolas de muerte. El asunto llegó al Real y Supremo Consejo de Indias pues doña María de Mendoza escribió cartas pidiendo auxilio al rey Felipe el Segundo y al Papa de Roma.
—¿Y nadie obró nada? —grité.
—Sí —añadió don Bernardo, jocoso—. Años después le nombraron virrey de la Nueva España y ahora vuestra merced se encuentra en este palacio para ejecutar lo que él os solicitó.
Una vez, hacía ya mucho tiempo, casi en otra vida, mi hermano Sando me había dicho: «Salva a tu padre, Martín. La justicia del rey no es buena. Es mala. No confíes en nadie». ¡Pobres Catalina Juárez, doña María de Ircío, doña María de Mendoza y tantas otras como ellas!
—¡La capilla! —exclamó a voces mi señor esposo entrando en la sala en la que nos hallábamos—. ¡Hemos encontrado la capilla!
Le miré con rencor y me encaminé hacia él apuntándole entre los ojos con un dedo amenazador.
—No se te ocurra jamás ponerme la mano encima —le solté, furiosa, saliendo luego por la puerta por la que él había entrado.
Hubo un silencio y, de seguido, le oí decir:
—¿A qué viene esto? ¡Si no pienso en otra cosa desde el día de nuestra boda!
Cruzando a raudos pasos una breve galería que discurría junto a un patio interior, arribé a una sala grande partida en dos por medio muro en el que había una chimenea que váyase a saber para qué aprovecharía en aquel lugar. Salvando el muro, se hallaba la capilla.
Era una capilla normal y corriente, de las que hay en todos los palacios de gentes acomodadas. En el mío de Sevilla también había una, aunque nunca la visité más que durante las obras. Esta de los Cortés ocupaba la esquina sudeste del edificio; en la pared este se hallaba una grande representación del Descendimiento de Cristo y, justo debajo, un altar de madera tallada sobre el que descansaban algunas cruces muy sucias y de poco valor. A un lado, pegado también a la pared este, un atril de hierro de larga columna torneada sostenido por cuatro patitas y, delante del altar y del atril, un amplio reclinatorio tapizado con un mustio y desgastado terciopelo rojo. Luego, tres filas de bancos de madera oscura con brazos en sus extremos y, junto a mí, en la entrada, una pila bautismal de piedra con forma de copa apoyada en una columna también de piedra. En la pared sur, frente a la pila, un confesonario de sillón o, por mejor decir, un sillón de madera hermosamente tallada con el marco de una ventana clavado en su brazo diestro y atravesado por listoncillos para separar al pecador del confesor. Un par de troneras dejaban entrar la luz del día desde lo alto de las paredes.
Al punto, me vi rodeada por todos mis hombres y al decir mis hombres me refiero a los de mi pequeña familia y a don Bernardo pues los otros, los del palenque de Yanga y los de la
Gallarda
, se quedaron en el patio, descansando y esperando. De modo que fueron mis hombres, los míos, quienes no sólo me rodearon sino que me empujaron, me avasallaron y me sobrepasaron pues, por más de mirar, lo que en verdad deseaban era tocar y así, en menos de lo que se tarda en decir amén, la pobre capilla se había llenado de bárbaros infieles (salvo mi señor suegro, fray Alfonso, que todo hay que decirlo), unos bárbaros infieles que alzaban cruces, movían bancos, se pasaban de uno a otro el atril de hierro, cortaban terciopelos con cuchillos, palpaban por todos lados la pila bautismal de piedra y se sentaban en el desvencijado confesonario. Incluso Telmo y Lázaro, aprovechando su pequeña estatura, golpeaban con los puños los paneles del altar y me dije que, de seguro, eran los que más atinaban pues, de las tres palabras náhuatl que el propio don Bernardo había traducido —tabla, cera y año—, la primera era tabla y tablas eran las que conformaban el altar.
Siguiendo mi propio y sosegado razonamiento, me dije que cera allí no la había, pues no se veían ni cirios ni velas y que año tampoco pues ¿qué significaba «año» y qué había allí que pudiera relacionársele? Tablas sí que las había, y muchas. En una iglesia o una capilla los objetos de madera abundaban aunque allí ninguno parecía ser la puerta hacia las salas inferiores de la pirámide
tlahuica
salvo el altar, que al punto parecióme el lugar perfecto en el que indagar. Sin embargo, no fue el caso ya que, cuando me allegaba atravesando la turba de aquellos descarriados salvajes, mi señor suegro y sus tres hijos menores alzaron el altar en el aire y lo dejaron en el lugar que antes ocupaban los bancos, no hallándose nada ni en el suelo ni en la pared.
—Precisaba asegurarme —me dijo fray Alfonso, confundiendo mi gesto de fastidio— de que esta capilla había sido desacralizada y de que se habían quitado las reliquias de debajo del altar. De no ser así, estaríamos todos cometiendo un grave pecado mortal.
Más vale tarde que nunca para cerciorarse de no estar condenado, me dije. Con todo, la distracción de mi señor suegro no me alejó del presbiterio. Debo admitir que no fui la primera en advertirlo. Cuando me apercibí del juego y comprendí el significado de la primera palabra de don Hernán Cortés, don Bernardo ya se había quedado mirando derechamente la grande representación del Descendimiento de Cristo que antes quedaba sobre el altar y que ahora ocupaba a solas la pared este de la capilla.
—El Descendimiento de Jesucristo de la Cruz —me dijo don Bernardo sin mirarme derechamente.
—Y pintado sobre una tabla —repuse yo para adelantarme.
—Descendimiento,
temolistli
, y tabla,
uapali
, la primera de las tres palabras náhuatl que no comprendí.
—Sí la comprendió, don Bernardo —le encomié para consolarle de su vergüenza e indignación de aquel día en Veracruz—. Si lo que ambos nos barruntamos es cierto, vuestra merced no erró en la traducción.
—Comprobémoslo —dijo orgulloso.
—¿Dónde están los Méndez? —pregunté volviéndome hacia los bárbaros—. ¡Retornad el altar a su sitio!
—¿Para qué? —preguntó desde la pila bautismal mi señor esposo.
—Para usarlo como estribo —respondí, obteniendo la atención de todos, que abandonaron los dislates que obraban para adelantarse hasta nosotros.
El altar tornó a su sitio en la pared de la capilla, y yo, de un brinco, me subí. Como en otras ocasiones, se me vino al entendimiento que lo bueno de los calzones y las botas de Martín era que se podían ejecutar toda suerte de movimientos sin problemas, cosa que con las enaguas y las sayas de Catalina resultaba imposible. Con las manos tanteé el borde de la tabla y, enganchando los dedos, tiré de ella hacia mí. Por fortuna, me fue dado agarrarme fuertemente pues, como una puerta, la tabla giró sobre sus goznes y se abrió, empujándome. Unas manos fuertes me sujetaron por las piernas y, luego, cuando la tabla me tiraba ya fuera del altar, me atraparon por la cintura y me auxiliaron para bajar hasta el suelo.
—¿Estás bien? —me preguntó Alonso al oído pues, a la sazón, los bárbaros estaban gritando de asombro y excitación por el descubrimiento y nadie se fijaba en nosotros. Volví la cabeza y el olor de su aliento me desasosegó grandemente, azogándome el cuerpo.
—Estoy bien —murmuré sin nada más en el entendimiento que el deseo de besarle.
—¡Martín, hermano! —exclamó a grandes voces mi compadre Rodrigo propinándome un cariñoso mojicón de los suyos y arrancándome de mi ensoñación de amor—. ¡Has hallado la entrada a la pirámide!
—Ha sido don Bernardo —objeté, retornando con dolor al mundo real—. Él se apercibió primero de que la tabla era la entrada.
Sólo entonces puse la mira en la gran oquedad negra que había quedado al descubierto al abrir la puerta-tabla. Una vaharada desagradable me llegó a la nariz, trayéndome de súbito a la memoria el olor de los ranchos de la Cárcel Real de Sevilla. Mi señor esposo hizo un gesto de asco.
—¡Apesta como la Cárcel Real de Sevilla! —exclamó.
Me quedé mirándolo derechamente.
—Nunca me has contado la razón por la que estuviste preso en la cárcel donde murió mi señor padre —le dije.
Él tomó a reír muy de gana entretanto me empujaba de nuevo hacia el altar. Juanillo y Carlos Méndez ya estaban allá arriba, colándose por el agujero negro. El señor Juan les detuvo con un grito:
—¡Eh, vosotros dos! Salid de ahí ahora mismo y esperad a que traigamos hachas para iluminar el interior.
—¡Yo voy! —exclamó mi fiel Francisco, tan diligente como siempre.
—¡Juanillo, ayúdale! —ordenó Rodrigo, y Juanillo, como una liebre asustada, corrió tanto que adelantó a Francisco.
—Carlos, Lázaro y Telmo —dijo mi señor suegro—. Id con ellos. Traed cuantas más hachas mejor.
Cornelius Granmont se me allegó apocadamente, ajustándose con alteración los lazos verdes.
—Maestre, ¿también yo debo seguiros allá abajo? Preferiría esperaros aquí, con los otros hombres y los yucatanenses.
—Haced como deseéis, Cornelius, mas me agradaría mucho que nos acompañarais por si aconteciera algún incidente en el que resultarais preciso. No conocemos con lo que vamos a toparnos.
El rostro se le demudó mas no añadió palabra, limitándose a asentir con la cabeza y a retirarse hacia el fondo de la capilla.
Me encaminé luego hacia el patio interior en el que aguardaba el resto de los hombres y, desde uno de los arcos de la galería, les dije:
—Hemos hallado lo que vinimos a buscar —ellos soltaron exclamaciones de satisfacción—. Lo malo es que debemos entrar en unos sótanos en los que podemos correr algún peligro, de modo que os ruego que montéis turnos de guardia en la capilla por si precisáramos de vuestro auxilio.
—Como mandéis, maestre —confirmó uno.
De seguido, atravesé las salas y los cuartos y salí al patio de armas. Con la mirada busqué, y hallé, a mis tres yucatanenses sentados juntos en el suelo, al sol, cerca de los caballos. Al verme, los tres se pusieron en pie.
—Nacom —dije—, hemos hallado lo que buscábamos.
—¡Albricias, don Martín! —repuso él—. Nos congratulamos mucho por vuestra merced.
—Bueno, no os alegréis tanto, pues ahora debemos colarnos por una extraña puerta en una pared y descender hasta las entrañas de una antigua pirámide
tlahuica
.
Los rostros del Nacom, de Zihil y de Chahalté se demudaron tanto que me alarmé en grado sumo.
—¿Qué sucede?
—¿A qué dios estaba dedicado este templo? —me preguntó el Nacom.
—A ninguno —repuse, y sus gestos se apaciguaron—, era un centro de recaudación de tributos.
—Bien, en ese caso, no cometéis afrenta y nadie será castigado —afirmó el Nacom, con voz tranquila.
Los dejé nuevamente sentados al sol, hablando entre ellos en su lengua maya, y torné a la capilla. El frescor de la casa resultaba muy grato al entrar ahora que, al fin, el aire no hedía a cerrado.
Un muy grande número de viejas hachas descansaban en el suelo del presbiterio.
—¿Dónde estabas? —me preguntó, enfadado, mi compadre Rodrigo. La paciencia no era una de sus escasas virtudes.
—Obrando lo que debía —repuse dignamente—. Soy responsable de las gentes que nos acompañan.