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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico

La conjura de Cortés (36 page)

Alonso parecía sumamente inquieto.

—¿Y para qué quiere un hombre acaudalado y poderoso como el virrey acopiar más riquezas de las que ya tiene?

Yo me reí.

—Eso mismo le pregunté yo a don Bernardo en Veracruz no hace mucho tiempo y me respondió que, aunque las mujeres, por nuestra débil naturaleza, nos contentamos con poco, los hombres, en cambio, ambicionáis insaciablemente más y más riquezas y más y más poder.

—¡Eh, detente ahí! —protestó mi señor esposo al tiempo que Rodrigo, con el mismo tono ofendido, decía algo semejante—. Yo no ambiciono insaciablemente riquezas y poder.

—¡El que no los ambiciona soy yo —le atajó Rodrigo, muy solemnemente—, señor duque dueño de una fortuna en plata!

—¡Tú también posees una fortuna en plata! —replicó Alonso, cayendo en el juego de mi compadre.

—¡Sí, mas no soy duque!

—¡Ni yo!

—¡Lo serás presto!

—¡Lo será Catalina! ¡Yo, sólo por matrimonio!

—¡Basta! —exclamé, separándolos con ambas manos—. A ver qué día principiáis a comportaros con algo de juicio. Parece mentira que padecierais juntos los tormentos del loco Lope.

—Dices verdad —concedió mi señor esposo sosegándose; mas Rodrigo sonreía con grande satisfacción—. ¿Y qué deseas obrar respecto al robo del virrey?

Aunque las oscuras nubes ocultaban el sol, su luz se iba robusteciendo por momentos. Debíamos regresar presto al palacio y hablar con los demás.

—Pues se lo vamos a quitar, naturalmente —afirmé principiando a caminar entre el boscaje—. No podemos consentir que se quede con lo que no es suyo.

—¿Y te lo quedarás también como el tesoro del cañón pirata de tu isla o el de la plata ilegítima de los Curvo? —quiso saber Rodrigo, quien se hallaba cierto de que los tesoros me buscaban y me acababan encontrando.

—¿Quedármelo? —me sorprendí—. No. Ni quiero ni deseo más de lo que tengo, que ya es mucho, mas me resisto a permitir que se lo quede ese virrey ladrón que gobierna la Nueva España. A un hombre como él, del que se conoce en todo el virreinato que golpeaba y amenazaba de muerte a su esposa y a su suegra viuda para apropiarse de sus fortunas y herencias, no le es dado apropiarse de ese millón de ducados que ni le pertenece ni le corresponde. Ya me dijo el conde de La Oda el día que el Nacom le agujereó el miembro viril —Alonso y Rodrigo torcieron el gesto y también lo hicieron los hombres que nos acompañaban— que Arias Curvo tenía planeado matar al virrey pues don Luis era un enemigo peligroso por no tener otros defectos que la avaricia y el ansia de acopiar caudales.

Golpeé furiosa unas ramas que me obstaculizaban el paso.

—No, ese virrey avaro y maltratador de mujeres no se va a quedar con el millón de ducados. No lo permitiré. Si la justicia del rey es mala y no castiga cuando debe, la justicia de los Nevares es buena y escarmienta a quien lo merece.

—¿Pues no dijiste en la pirámide que ese día enterrabas a Martín Nevares para siempre? —se sorprendió Rodrigo.

—¡Cierto! —admití, apurando el paso—. Mas, después de tantos años, y aunque en adelante sólo sea Catalina, me siento tan Nevares como siempre y los Nevares no consentimos las injusticias sin castigarlas apropiadamente.

—¡Por mis barbas! —soltó Rodrigo cortando el ramaje con su espada—. Ya estamos en danza otra vez. Este baile no acabará nunca.

Mi señor esposo rió.

—¡Si cuando yo digo que me desposé con una dueña única y extraordinaria!

—Tú, a lo menos, yogas con ella —bufó Rodrigo—. A los demás sólo nos es dado seguirla de una punta a otra del imperio obrando las cosas más extrañas que se puedan concebir.

—¿Acaso me habéis robado, doña Catalina? —me preguntó rencorosamente el virrey, inclinándose hacia mí desde su alto sitial.

—Por supuesto, Excelencia —le respondí con una brillante sonrisa capaz de iluminar por sí sola aquella galería de audiencias.

—¿Y qué os hace suponer que voy a entregaros el perdón real en lugar de mandaros prender y encarcelar? —silabeó.

—No he cometido ninguna falta, Excelencia —razoné—. Todo el tesoro fue recuperado de la pirámide
tlahuica
. Así lo afirman la Real Audiencia y el Tribunal de Cuentas y así se le ha comunicado al rey. Cuatro millones de ducados exactamente, y Vuestra Excelencia se hallaba a mi lado entretanto sacaban las cajas y los fardos con el oro, la plata y las piedras preciosas.

—Os apropiasteis de la quinta parte que me correspondía —susurró, furioso.

—¿A Su Excelencia le correspondía un quinto? —repliqué arreglándome distraídamente las sayas del vestido—. ¡Qué grande infortunio, pues, perder un millón de ducados! Mas tengo para mí que ni os correspondía ni os pertenecía ni poseíais derecho alguno sobre esos caudales.

—¿Os parece derecho suficiente haber servido treinta y siete años a la Corona y haber de suplicar, como he suplicado, a Felipe el Tercero que nos conceda mercedes a mis pobres hijos y a mí por las estrecheces en las que nos hallamos?

Aquel virrey o tenía privado el juicio o era un avaro miserable y embustero.

—¿Pues qué ha sido de la hermosa y rica encomienda de Tultitlán? —le pregunté inocentemente—. He oído que os procura unas elevadas rentas anuales. También he oído que os apropiasteis de la fortuna y las tierras de vuestra señora esposa, doña María de Ircío, entre ellas de la muy próspera encomienda de Tepeaca, que también os procura considerables rentas. Y que la hermana del virrey de Mendoza, doña María de Mendoza, pasó de ser una dama acaudaladísima a vivir en la miseria después de convertirse en vuestra suegra —torné a sonreírle blandamente y suspiré—. Sí que pasáis por grandes estrecheces, sí. A la vista está —ironicé—. Y, si por más de esto, Excelencia, os hacéis pasar por pobre, mendigáis dineros al rey y consideráis que los años de servicio a la Corona son razón suficiente para robar furtivamente un millón de ducados, es que sois un bellaco.

El pálido rostro del virrey enrojeció y se contrajo con un gesto de ira.

—Excelencia, por la dignidad que os corresponde, no deberíais mostraros tan alterado. Recordad a estas gentes que se hallan en derredor nuestro y que nos miran extrañadas. Nos ven hablar sin conocer lo que decimos y sólo nuestros rostros les indican lo que acontece.

—Por vuestro bien, señora —murmuró don Luis de Velasco, al tiempo que sonreía mentidamente mirando hacia la galería—, abandonad la Nueva España y no retornéis nunca. A lo menos, entretanto yo sea virrey, pues no sois bienvenida. Vuestra nao os aguarda en Veracruz. He dispuesto todo lo necesario para que podáis zarpar cuanto antes. Retornad a Tierra Firme, o a Sevilla, o id más lejos, a las Filipinas, y no regreséis jamás a la Nueva España.

—¡Y eso que, en Cuernavaca, entretanto se rescataba el tesoro, no os cansabais de agradecerme una y otra vez que hubiera salvado al imperio y acabado con la conjura!

—¡Levantaos, doña Catalina! —voceó al punto, poniéndose en pie y silenciando los persistentes murmullos de los circunstantes.

Me recogí las faldas y, muy finamente, me levanté de la sillita. Don Luis hizo un gesto a un lacayo y éste abrió de par en par las dos hojas de una de las grandes y hermosas puertas de la sala, dejando paso a un distinguido grupo de gentilhombres que avanzaron hacia la tarima. El primero de ellos, el presidente de la Real Audiencia al que tenía visto de Cuernavaca, portaba un cojín de terciopelo morado sobre el que descansaban varios rollos atados con hermosos lazos rojos.

El presidente de la Real Audiencia y los oficiales que le seguían hicieron las tres reverencias de rigor en tanto se allegaban y, cuando por fin alcanzaron la tarima, los primeros de ellos se arrodillaron en el canto, como había hecho yo, ofreciendo el cojín al virrey. Los demás se hincaron de hinojos detrás, sobre la alfombra que marcaba el camino.

Don Luis dio dos pasos y tomó el primero de los rollos. Rompió el lacre, deshizo el lazo y lo extendió con una reverencia, como si en vez de un papel fuera el mismo rey al que tuviera delante.

—Su Majestad Felipe el Tercero, a quien Dios Nuestro Señor proteja muchos años —proclamó con voz grave y alta, para que le oyeran todos los presentes—, deroga desde el día de hoy, veinte y uno de diciembre de mil y seiscientos y ocho, la disposición real contra doña Catalina Solís por las muertes de los cinco hermanos de la indigna y desacreditada familia Curvo, y determina que los bienes y caudales de la dicha familia pasen a ser de la propiedad de doña Catalina Solís.

En la silenciosa galería se oyó un mugido como de toro y conocí al punto que Rodrigo y los demás se hallaban cerca. Debían de ir tan bien vestidos y aderezados que no los había distinguido de entre los demás.

—Deroga también Su Majestad —siguió declarando el virrey con la misma voz potente— la orden de apresamiento por contrabando y mercadeo de armas dictada contra el mercader de trato ya fallecido don Esteban Nevares, devolviéndole la limpieza y virtud de su nombre así como todas sus propiedades, las cuales, por haber muerto, pasan a su hijo prohijado, don Martín Nevares, que no es otro que doña Catalina Solís. Su Majestad adopta la misma disposición respecto a don Martín Nevares, quedando derogada la dicha orden de apresamiento contra él.

A continuación, el virrey alargó el brazo y me hizo entrega del documento y, sin cambiar de posición ni de lugar, tomó el siguiente rollo del cojín que continuaba presentándole el arrodillado presidente de la Real Audiencia y tornó a romper el lacre, a descomponer el lazo y a extender el rollo con una solemne reverencia.

—Su Majestad Felipe el Tercero, a quien Dios Nuestro Señor proteja muchos años —proclamó de nuevo—, restituye a doña Catalina Solís desde el día de hoy, veinte y uno de diciembre de mil y seiscientos y ocho, todas sus propiedades sean de la calidad que sean en cualquier lugar del imperio, tanto si obran en poder de la Corona, como de las Reales Haciendas o de personas. De esta forma, Su Majestad desea agradecer a doña Catalina el quebranto de la conjura que contra España y Su Real Persona habían emprendido las indignas y desacreditadas familias López de Pinedo y Curvo, otorgando también a doña Catalina Solís las propiedades, caudales y negocios de la familia López de Pinedo.

Tornó a escucharse el mugido de toro de Rodrigo, que por fortuna alguien cortó en seco, y deseé que hubiera sido con un buen golpe. Todas las cabezas de los presentes en la galería giraron de nuevo hacia el virrey y hacia mí.

—También desea agradecer Su Majestad a doña Catalina Solís el rescate y entrega a la Real Hacienda del tesoro acopiado por las indignas y desacreditadas familias López de Pinedo y Curvo, que asciende a la cantidad de cuatro millones de ducados, con el que pretendían sufragar la conjura contra el Reino de España y Su Real Persona. Desea Su Majestad que se le guarde a doña Catalina Solís el reconocimiento debido en todo el territorio del imperio y que sea agasajada y festejada por todas las personas de bien de cualquier ciudad o villa por las que pasare o a las que fuere.

Miré al virrey y le sonreí dulcemente entretanto me entregaba el segundo rollo como si tirara una piedra a un perro rabioso. Por mucho que le disgustara, se iba a tener que acostumbrar a mi presencia pues ahora poseía casas y negocios en la Nueva España. Y no sólo se iba a tener que acostumbrar sino que, por más, debería festejar mi llegada y agasajarme cada vez que visitara la ciudad. No tomé a reír a carcajadas doblándome por los ijares porque hubiera sido inadecuado mas lo hubiera hecho con mucho gusto.

Cuando el virrey tomó del cojín el tercer y último rollo, los miembros de la Real Audiencia se incorporaron al fin y advertí gestos de dolor en los rostros. Si yo todavía sentía el afilado canto de la tarima en mis rodillas, aquellos pobres hombres, algunos de avanzada edad, debían sentir que habían perdido las piernas.

El furioso virrey extendió el documento, ejecutó la reverencia y, sin mirarme, principió a leer:

—Yo, el Rey, Felipe el Tercero de España y todos sus territorios por la Gracia de Dios Nuestro Señor, declaro que concedo a doña Catalina Solís el título de duquesa de Sanabria, título del que podrá usar y gozar con todos los honores, gracias, franquicias, libertades, preeminencias y otras cosas que por la razón de ser duquesa debe disfrutar. Este título conlleva mayorazgo y será hereditario en las personas de sus descendientes o herederos que, si sirven a la Corona de la manera en que lo ha hecho doña Catalina, alcanzarán presto la Grandeza de España. Firmado y rubricado por mí,
Philippus Tertius Yspaniarum et Indiarum Rex
. Otorgado en Madrid, a los días que se cuentan veinte y ocho de noviembre de mil y seiscientos y ocho.

A tal punto, las campanas de todas las iglesias de la gran ciudad de México-Tenochtitlán comenzaron a redoblar y desde la plaza Mayor llegó el entusiasmado griterío de las gentes que aclamaban mi nombre y aplaudían con grande alegría y alborozo. También en la galería de audiencias se produjo una leve agitación de regocijo cabalmente templada por la serenidad que exigía la etiqueta. Aunque, claro, la etiqueta no se había hecho para un tal Rodrigo de Soria.

—¡Bravo, viva! —gritaba aplaudiendo como un loco—. ¡Ya eres duquesa, compadre!

La recua de sesenta mulas alazanas avanzaba despaciosamente por el camino de Tlayacapan levantando a su paso una grande polvareda. Los esclavos negros y los indios tributarios caminaban detrás, comiéndose el polvo, entretanto que los arrieros, haciendo uso de sus látigos, ejercían de atajadores, conduciendo a los animales y cuidando de que no se separaran. El viejo Juan Villaseca con su hijo y los demás cabalgaban a la cabeza, guiando a la recua.

El crepúsculo se cernía raudamente sobre los viajeros y presto tendrían que detenerse y aposentarse pues, por más de no poder viajar de noche con el ganado, se hallaban demasiado molidos y extenuados para apurar hasta el último rayo de luz. En cuanto cenaran y se durmieran, nosotros principiaríamos nuestro propósito.

Serían las siete horas cuando arribaron al recodo en el que se hallaba el pastizal. Como había sospechado, Juan Villaseca dio allí la orden a los arrieros para que detuvieran el recuaje y para que lo cercaran con cuerdas, de cuenta que, tras descargarlo, pudieran dejarlo pacer con tranquilidad. A las nueve los ladrones ya dormían profundamente a la redonda de las hogueras. Cuatro esclavos negros con arcabuces vigilaban a las mulas. Las cajas del tesoro habían sido apiladas en el centro del cercado para que los animales y los guardas les sirvieran de defensa.

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