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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico

La conjura de Cortés (38 page)

—Bien, mi señora, ya estamos aquí. Dadme vuestras razones para entregarme el quinto.

Tomé aire despaciosamente, miré el cielo por la ventana y principié:

—La primera de ellas, don Bernardo, es que ese quinto pertenece a vuestra merced más que a nadie. Era del tesoro de vuestros antepasados Axayácatl y Moctezuma, los emperadores mexicas.

—Ya os dije que tengo cientos de familiares cercanos y lejanos con más derechos legítimos que yo por descender de los dichos emperadores por líneas masculinas y no, como es mi caso, por linaje de mujeres.

—Ésa es la segunda razón —le atajé—, pues yo, una mujer, doña Catalina Solís, os entrego la parte de vuestra herencia que os corresponde y si no es de vuestro agrado, os fastidiáis, pues no deseo discutir más sobre este asunto. Me produce una grande alegría que tengáis que aceptar de mí lo que legítimamente os pertenece.

—Ya os he dicho que tengo cientos de familiares con más derechos legítimos —porfió el muy terco.

—Y yo os doy, pues, la tercera razón: ninguno de esos tan cacareados familiares participó y ayudó tanto en la recuperación del tesoro como vuestra merced. No recuerdo que hubiera ninguno frente al retablo de la capilla del palacio de Cortés, ni frente al muro de cera de la pirámide o junto a los caños de agua que había que sellar para descubrir la cueva del tesoro. Tampoco recuerdo a ningún familiar vuestro abriendo cajas, vaciándolas y cargando sacos aquella noche en el camino de Tlayacapan ni ocultándolos después.

Don Bernardo, por fin, no pudo objetar nada.

—Aunque sí tenéis un familiar al que considero que deberíais si no entregar una parte, a lo menos hacerle un buen regalo.

—¿Quién? —preguntó, sorprendido.

—Vuestra madre, doña Bernardina Moctezuma, la anciana que vive en la ciudad de México y a la que acudisteis a visitar repetidamente durante nuestra estancia allí.

El
nahuatlato
sonrió.

—Sí, merece alguna de esas hermosas figuras de oro como la del
ocelotl
que me regalasteis.

—Buscad la más hermosa y entregádsela —asentí.

—Mas tanta riqueza no dejará de llamar la atención, señora duquesa —por desgracia, había hallado otra razón para objetar—. ¿Cómo podría justificar yo, un pobre
nahuatlato
, tal cantidad de caudales y, por más, vender piezas del tesoro sin que se acabe enterando el virrey?

—¡Vivís en Veracruz, don Bernardo! —le reproché—. Vendédselas a los viajeros, marineros y soldados que parten rumbo a España con las flotas. Allí alcanzarán unos grandes precios y aquí podríais obtener muy buenos tratos.

Tornó a callar por no disponer de ninguna pega que oponer al excelente consejo, aunque aún le quedaba una objeción que me vi venir derechamente.

—¿Y cómo pretendéis que saque el quinto de donde lo dejamos y que lo traiga hasta aquí? Ya soy viejo para ir haciendo viajes a Cuernavaca.

Entretanto los ladrones seguían su camino hacia la encomienda del virrey en Tultitlán, seguros de estar llevándose el tesoro en las cajas de las mulas, nosotros colgamos los sacos y los hatos de nuestros caballos y regresamos al palacio de Cortés. Tuvimos que hacer varios viajes pues nuestras monturas no eran ni mucho menos animales de carga y ni podían soportar tanto peso ni alcanzaban tampoco el número de la recua de mulas. Cuando por fin el quinto completo estuvo de regreso en el palacio, nos preguntamos cuál sería el mejor lugar para ocultarlo de la vista de los contadores, tesoreros, escribanos y factores del Tribunal de Cuentas y de la Real Audiencia que, en dos o tres días a lo sumo, llegarían a Cuernavaca en compañía del virrey y de fray Alfonso y los pequeños Lázaro y Telmo.

Durante la discusión, algo oculto en mi memoria pugnó por salir del olvido... Me esforcé por recordar entretanto los demás hablaban y me vino al entendimiento aquella exquisita figurilla de oro del
ocelotl
de ojos amarillos que le había regalado a don Bernardo la noche que descubrimos el tesoro. ¡Allí, allí donde hallé la figura había sentido una corriente de aire fresco! La entrada a la cueva de la pirámide desde el salto de agua —que, de seguro, los ladrones habían sellado a conciencia antes de irse— debía de hallarse en el lugar donde los menudos ojos amarillos centellearon con la luz de mi antorcha y llamaron mi atención.

Descubrimos el pasadizo exactamente en aquel lugar. Conociendo dónde buscar no resultó difícil hallar tierra removida detrás de unos fardos que habían dispuesto como salvaguarda. Con las palas retiramos la tierra y hallamos un viejo túnel escarbado probablemente antes de la llegada de los españoles y que los ladrones habían reforzado con puntales, vigas y travesaños para que no se les viniera encima. Lo recorrimos hasta el final y, aunque no nos determinamos a derribar la pared que lo clausuraba por el otro lado, conocimos por el sonido del agua que nos hallábamos justo detrás de la caída. Era el lugar perfecto para ocultar el quinto pues tenía un largo de casi un cuarto de legua, el ancho de tres personas puestas en regla y la altura de alguien tan alto como Juanillo, que rozaba el techo con el cabello. El quinto cabía allí cabalmente y sólo se requería tornar a cerrar la entrada de la cueva del tesoro disimulando la tierra removida mejor que los ladrones. Con eso, ningún contador o tesorero se apercibiría de nada. Y no lo hicieron.

—¿No tenéis ninguna solución que ofrecerme? —se envalentonó—. Os aseguro que soy demasiado mayor para viajar tanto a Cuernavaca y para andar abriendo y cerrando aquel dichoso pasadizo.

—¿Que no tengo una solución que ofreceros? —repliqué con orgullo—. Gaspar Yanga, don Bernardo. El rey Yanga es la solución. Ya visteis con cuánta amabilidad nos trató y como nos dejó a cuatro de sus mejores cimarrones para acompañarnos hasta el palacio de Cortés. Id a San Lorenzo de los Negros en compañía de Asunción, que disfrutará de tornar a ver al joven Antón, y llegad a un acuerdo con el rey Yanga y con su hijo, el joven Gaspar. San Lorenzo de los Negros no os queda tan lejos y, por más, los cimarrones harán muy raudamente el camino hasta Cuernavaca tantas veces como se lo solicitéis. Siempre y cuando, naturalmente, paguéis bien por sus servicios.

Don Bernardo, abrumado, bebió de un trago el vino que quedaba en su vaso y me miró derechamente.

—Como no cesa de repetir el señor duque —murmuró afectuosamente—, sois una dueña única y extraordinaria, mi señora duquesa.

—El señor duque tiene una boca muy grande —afirmé—, y, para decir verdad, me ama mucho. Como yo a él.

Eché la silla hacia atrás y me puse en pie.

—Zarpamos mañana al amanecer —añadí por último—. ¿Os halláis cierto de no cenar con nosotros esta noche en la nao? Quién sabe cuándo tornaremos a vernos, don Bernardo.

También él se puso en pie y me acompañó hasta la puerta.

—Mucho me gustaría, mi señora duquesa, mas me pongo muy enfermo si subo a una nao. Me entran ansias y bascas de inmediato.

—Considerad, don Bernardo, que la nao está fondeada junto al muelle, que no hay oleaje y que no se mueve en absoluto.

Unos golpes sonaron en la puerta.

—No hace falta que se mueva —dijo abriendo—. Sólo con figurarme que subo a bordo, ya me encuentro mal.

Cornelius Granmont, con su barba llena de lazos, nos miró a ambos con preocupación.

—¿Qué acontece, doña Catalina? Me han pedido que viniera pues don Bernardo se había puesto enfermo.

—Me alarmé sin necesidad, cirujano —le dije a Cornelius saliendo a la calle y colocándome a su lado—. Don Bernardo se halla perfectamente y debemos despedirnos de él.

El
nahuatlato
me hizo una elegante reverencia y me tendió su mano, solicitando la mía para acercársela cortésmente a los labios.

—Enviad nuevas alguna vez a través de los cimarrones —pidió con tristeza—. Siempre estaré esperando el regreso de Martín Ojo de Plata.

—De Catalina, hacedme la merced —supliqué por última vez.

—¡Lo que sea! —repuso don Bernardo imitando la voz y las maneras de Rodrigo.

Tomamos a reír muy de gana y, así, riendo, Cornelius y yo enfilamos hacia el puerto. Cornelius me había solicitado acompañarnos hasta Santa Marta y establecerse allí, y, extrañamente, lo mismo me habían pedido el Nacom y sus hijos.

—Deseamos seguir a vuestro servicio, doña Catalina, si os parece bien.

—¿Y no os complacería más que os dejáramos en el Yucatán, en algún punto donde pudierais estableceros con vuestros hijos y comenzar de nuevo? Yo os quedaría muy agradecida si aceptarais cincuenta mil maravedíes de plata en reconocimiento por lo mucho que nos habéis ayudado.

—No —me respondió el Nacom con una sonrisa—. Un maya no cambia su fidelidad por plata, mi señora, y mis hijos y yo os debemos la vida, de cuenta que deseamos serviros allá donde vayáis sin otra paga que la de aprovecharos en lo que preciséis.

Fray Alfonso, en cambio, se había determinado a establecerse en Cartagena de Indias, por haber allí buenos conventos de franciscanos y buenos colegios en los que Carlos, Lázaro y Telmo podrían estudiar y aprender un oficio. Ahora era un fraile bastante rico y acomodado aunque, como pertenecía a una orden que hacía virtud de la pobreza, tenía pensado dejarles los caudales a sus hijos y él seguir ganándose la vida confesando por las casas, como hacía en Sevilla. El señor Juan le ofreció que se fueran los cuatro a vivir con él pues de súbito descubrió que se iba a sentir muy solo cuando se separara de nosotros. Fray Alfonso aceptó y todos, incluso mi señor esposo y yo, quedamos muy satisfechos del acuerdo.

Así que, aquella noche, durante la cena en el comedor del maestre, y aun conociendo que nos quedaba una luenga derrota hasta Tierra Firme, cada uno declaró su alegría por la buena resolución de todos los acontecimientos y tanto corrió el vino que a más de uno le dio por llorar de emoción pensando en el día en que tuviéramos que separarnos. Por fortuna, a la mañana siguiente, los implicados no recordaban ninguna de las tonterías que habían dicho, aunque yo guardaba muchas de las de Rodrigo para utilizarlas a mi conveniencia cuando menos se lo esperara, sobre todo si terminaba matrimoniando con Melchora de los Reyes, la viuda de Rio de la Hacha.

Zarpamos de Veracruz promediando el mes de enero de mil y seiscientos y nueve y, tras hacer aguada en varios puntos y fondear en Cartagena para dejar a fray Alfonso, al señor Juan y a los tres hermanos de Alonso, arribamos a Santa Marta, el jueves que se contaban diez y nueve días del mes de febrero.

Las nuevas de lo acontecido en la Nueva España se habían extendido como la pólvora por Tierra Firme y cuando la
Gallarda
viró en torno a la pequeña isla del Morro y nos adentramos en la bahía de la Caldera recogiendo velas y orzando para poner la proa al viento, nos sorprendió la muchedumbre que nos aguardaba en el muelle. En esta ocasión no me pregunté sorprendida cómo era posible que conocieran nuestra llegada pues, tras lo visto en la Nueva España, al punto adiviné que mi hermano Sando era el responsable de aquello y, por más, advertí que él mismo y muchos de sus cimarrones se hallaban entre el gentío, aguardándonos. Mi corazón se encogió cuando vislumbré en el agua los tizones de la quilla y las cuadernas quemadas de la
Chacona
, la nao de mi señor padre en la que aprendí a marear y principié mi vida como Martín.

—¿Estás feliz de retornar a casa? —me preguntó mi señor esposo pasándome un brazo por la cintura y atrayéndome hacia él.

Me giré y le miré.

—Estoy feliz de retornar a casa contigo —le dije.

—¿Y te sentirás tranquila viviendo en la casa de madre y de tu señor padre?

—Aquella casa la quemaron —repuse mirando hacia el pueblo—. La casa que vamos a habitar juntos es nueva, aunque se halle en el mismo lugar y sea igual que la otra. Y sí, me sentiré tranquila. Muy tranquila. Deseo pasar un largo tiempo aquí y, luego, ya veremos si visitamos a Clara Peralta en Sevilla y a don Bernardo en Veracruz.

—¡Eh, duquesa! —me llamó Rodrigo—. ¿Se te olvida que eres el maestre de esta nao? ¡Queremos atracar y bajar a tierra!

Alonso y yo tomamos a reír.

—Debo cumplir con mis obligaciones —le dije a mi señor esposo, separándome de él.

—Pues ve, Martín Ojo de Plata.

DRAMATIS PERSONAE

Alonso Méndez.
Cargador en el puerto de Sevilla. Joven
buscavidas,
apuesto y decidido, que acaba convertido en criado y hombre de confianza de Catalina Solís / Martín Nevares.
Alonsillo,
como le llama su señora, estará siempre dispuesto a cumplir con los encargos de ésta.

Catalina Solís
/
Martín Nevares.
Nacida en Toledo. Hija huérfana y legítima de Pedro Solís y Jerónima Pascual, casada por poderes con Domingo Rodríguez, desconocido para ella, hijo de un comerciante en la isla caribeña de Margarita. Catalina tiene dieciséis años cuando sale de Toledo con destino a las colonias de Tierra Firme, en el Nuevo Mundo. Mujer fuerte, curiosa y decidida, «dueña de todo su vigor y señora de su cordura», al decir de la protagonista.

Acostumbrada a vivir prácticamente aislada, sin saber leer ni escribir, dedicada a las tareas de la casa, tiene que vencer sus miedos para sobrevivir tras un asalto pirata en el mar Caribe. Por distintas razones se ve obligada a adoptar la apariencia y la identidad de un hombre, Martín Nevares. Esta doble identidad dará lugar a una nueva, la de Martín Ojo de Plata, en la que se funden la astucia de Catalina y la resolución de Martín.

Clara Peralta.
Antigua prostituta, compañera de María Chacón en el Compás, prostíbulo sevillano de referencia en la época, y ahora mantenida del marqués de Piedramedina, lo que le facilita cierta posición social.

Cornelius Granmont.
Médico de origen francés (según él afirma) que salió de su país huyendo de la justicia y acabó ejerciendo su oficio para los piratas de la isla de Jamaica. Allí lo contrató el señor Juan para incorporarlo a la tripulación de la
Gallarda
, donde ejercía de cirujano, y posteriormente Martín lo conservó.

Hombre de edad, de trato sencillo y humilde, que llamaba la atención por su barba larga hasta la cintura y recogida con lazos.

Damiana Angola.
Curandera, esclava negra liberada que trabaja como criada a las órdenes de Catalina Solís / Martín Nevares.

Don Bernardo Ramírez de Mazapil.
Príncipe azteca, descendiente de Moctezuma. Sabio y hombre de bien. Gran conocedor del náhuatl, ya que fue traductor de esa lengua y de español en la Real Audiencia de México.

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