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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico

La conjura de Cortés (33 page)

—¡Catalina! ¿Qué dices? —gritó Alonso, abrazándome—. ¡Para, para! ¡Si no te es dado ejecutarlo, déjalo!

—¡Martín, compadre! ¿Qué te pasa?

Aspiré el olor de la piel de mi amado esposo y, por encima de su hombro, sonreí al espantado Rodrigo. Ninguno de los dos conocía que yo acababa de estar, de nuevo y por un corto espacio, en la Cárcel Real de Sevilla el día en que murió mi señor padre. Sin soltar el cuchillo, abracé fuerte a Alonso y, al cabo, me solté con determinación. La idea de la muerte de Arias sobre un altar de sacrificios humanos se me vino al entendimiento la mañana que fondeamos junto a la isla Sacrificios y el señor Juan y yo descubrimos aquellos adoratorios con altares manchados de sangre. Al punto conocí que aquélla era, a no dudar, la muerte que el despreciable Arias merecía y la que el destino había escrito para él.

Caminé despaciosamente hacia el altar sin prestar atención a los ojos hinchados del Curvo que me miraban con horror. Era justo que sintiera ese horror, me dije. Era justo que ese hideputa sintiera el mismo miedo, dolor y muerte que había causado a tantas gentes inocentes pues ni aun así pagaba su grandísimo adeudo. Mas ahora lo saldaría valederamente.

—Debéis dar la cuchillada con destreza entre las costillas, abajo y del lado izquierdo —me dijo el Nacom, señalándome el punto exacto—. Sajar un poco a un lado y a otro para dejar sitio a la mano.

Se hizo un hondo silencio. Sólo se oía el fragor del agua y el crepitar de las llamas de las antorchas.

Miré a Arias y le sonreí.

—Cuando maté a vuestra hermana Isabel —le dije muy tranquila—, el curare le impidió suplicar por su vida. El hideputa de vuestro hermano Diego, podrido de bubas de los pies a la cabeza, recibió una puñalada en el corazón entretanto lloraba pidiendo confesión. Vuestra hermana Juana murió a manos de este sobrino vuestro que ahora elige parecer desmayado antes que tratar de auxiliaros o confortaros. Fernando peleó bien con la espada y me desbarató el ojo que perdí y en el que ahora calzo uno de plata, mas le maté en la bodega de su palacete. Y, ahora, os toca a vos, bellaconazo. Presentad mis respetos a vuestros malditos hermanos cuando los veáis en el infierno y, cuando os reunáis con ellos, recordad juntos, si os atrevéis, el grande daño que hicisteis a gentes honestas sólo por acopiar riquezas, renombre y palacios.

Alcé el brazo y descargué el cuchillo de pedernal en el lugar exacto que me había marcado el Nacom. El gordo cuerpo de Arias corcoveó como el lomo de un caballo y la sangre empezó a manar a borbotones. Corté a un lado y a otro para abrir un ojal en la herida.

—Ahora, meted la mano por la brecha y tentad hacia arriba hasta que notéis el corazón.

Arias Curvo seguía vivo y se retorcía furioso, de cuenta que tardé un poco en advertir los encabritados latidos de aquella entraña que le daba la vida. Me hallaba tan horrorizada por lo que obraba como sorprendida por obrarlo. Matar a un enemigo no era algo que me causara desazón tras cuatro venganzas e incontables batallas, mas sostener su corazón entre los dedos, latiendo furiosamente, hizo que me flaquearan las piernas.

—¿Lo tenéis ya? —me preguntó el Nacom.

Asentí.

—Pues sujetadlo bien y tirad con todas vuestras fuerzas para arrancárselo de un golpe.

Temí no ser capaz, dudé otra vez... Y entonces me vino madre a la memoria, la valiente mujer que me había acogido en su casa cuando yo nada tenía y que había muerto por salvarme, recibiendo tormento entretanto suplicaba por mi vida. Y así, recordando lo mucho que la quise y lo mucho que ella me quiso a mí, cogí aquel maldito y negro corazón entre mis dedos, lo apreté y tiré de él como un tigre rabioso. Ya conocía que no iba ser fácil y que mis fuerzas no eran ni las de un hombre ni las de un Nacom acostumbrado a obrar aquella atrocidad, por eso, y por no tener ganas de estar mucho tiempo ejecutando el desagradable oficio, tiré de él como si las vidas de todos a los que quise y que los Curvo me quitaron dependieran de ello. Tiré con tanta furia, con tanta ira que las lianas que sujetaban el corazón se desgarraron y pude sacar la mano del cuerpo de Arias con el triste y sangrante despojo entre los dedos.

—Ya está, doña Catalina, se acabó —me consoló el Nacom—. Ha terminado.

No, no había terminado. Arias agonizaba, sí, mas aún seguía vivo. De cierto que iba a morir en pocos segundos, así que alargué mi mano hacia su rostro y le mostré su propio corazón latiendo todavía.

—¿Lo veis, Arias? —le pregunté—. ¡Pues ésta es la justicia de los Nevares!

Y con todas mis fuerzas, estirando mucho el brazo, lo lancé a las aguas del río, en las que se hundió y desapareció prestamente entretanto el cuerpo al que había pertenecido exhalaba el último suspiro. Arias Curvo había muerto.

Me allegué hasta el cauce del agua y, agachándome, principié a limpiarme con desesperación la sangre de las manos y del brazo. Los sollozos me sacudían el cuerpo sin que a mi voluntad le fuera dado evitarlo. Alonso me cogió con fuerza, me alzó y me estrechó contra su pecho, rodeándome con sus brazos como si quisiera defenderme del mundo entero. Lloré y lloré durante mucho rato y, cuando principié a calmarme, de algún modo me apercibí de que todos los demás se hallaban junto a nosotros.

—Has cumplido el juramento que le hiciste a tu señor padre —escuché decir a Rodrigo—. Eso te honra.

—No llores más, muchacho —murmuró, apenado, el señor Juan, poniéndome una mano en la espalda—. Lo has hecho bien. Ahora, mi compadre Esteban podrá descansar al fin en su tumba. Has actuado como el hijo que siempre quiso tener.

—Maestre —me dijo Juanillo—, estoy orgulloso de haberte asistido en esta venganza.

Me sequé la mejilla mojada por el llanto y descubrí, sorprendida, que, aunque había llorado, el ojo huero no me había dado pinchazos como en otras ocasiones. Quizá fuera por el ojo de plata. A lo que se veía, la plata tenía la propiedad de aliviar ese extraño dolor que hasta entonces había sentido. Separé el rostro del pecho de mi señor esposo y los miré a los cuatro. Todos me sonreían con afecto, hasta mi compadre Rodrigo, que abrió la boca para soltar alguna frase de las suyas aunque se contuvo.

—Aún nos queda ése —dije, señalando con la barbilla al aterrorizado Lope de Coa, que parecía de piedra mármol aunque se hallaba bien despierto—. Hacedme la merced, compadres, pues yo ya no puedo más, de atarlo al cuerpo de su tío.

—¿Cómo dices, muchacho? —se sorprendió el señor Juan.

—Que toméis el cuerpo muerto de Arias y, rostro con rostro, bien arrimados de los pies a la cabeza, los atéis juntos y, luego, tras vaciar alguna de esas cajas grandes que contienen oro y joyas, los metáis dentro y clavéis la tapa. Llevad la caja al fondo de la cueva y abandonadla allí.

El loco Lope rugió como un león y trató de ponerse en pie y de huir hacia el interior de la cueva mas Rodrigo le alcanzó al punto y le tiró al suelo y, entonces, el loco empezó a gritar desaforadamente hasta que mi señor esposo le amordazó con un pañuelo y le cerró la boca para siempre. Entre todos, apretaron el cadáver de Arias contra el cuerpo de Lope y, luego, los ligaron reciamente con cuerdas y los metieron en la caja, la clavaron y la llevaron al fondo de la cueva.

La noche del ataque a la Serrana, aquella maldita noche en que el loco robó a Alonso y a Rodrigo y conocí que había matado a madre y a Damiana, encerrada en el interior de la cuba bajo la mar juré que, si me era dado sobrevivir, Arias Curvo y Lope de Coa padecerían las más terribles muertes que el ingenio humano hubiera discurrido desde que el mundo era mundo.

El cadáver de Arias, con la humedad y el calor, se pudriría raudamente y su pudrición corrompería en vida a su sobrino.

Cerré los ojos con fuerza, alcé el rostro hacia arriba, hacia un cielo que no se veía, y, apretando los puños hasta clavarme las uñas, musité con voz muy baja:

—Se acabó, padre. Ya están todos muertos. Ya no huella la tierra ninguno de los malditos Curvo que acabaron con vuestra vida. He cumplido el juramento que os hice y espero que ahora tanto a vuestra merced como a madre y a los demás os sea dado descansar en paz. Perdonadme, pues, por enterrar aquí y ahora a vuestro hijo Martín Nevares. Aquí acaba él y acaba su venganza. Soy Catalina, padre, y, en adelante, sólo seré Catalina.

Del silencio brotó el vozarrón terrible de mi compadre Rodrigo, justo detrás de mí:

—¡Entierra a Martín Nevares si tal es tu deseo, cobarde! Mas tú eres, y siempre serás, Martín Ojo de Plata. ¡Te guste o no!

Y, luego, tras un bufido, añadió:

—¡No hay quien comprenda el confuso entendimiento de una dueña!

Fray Alfonso no retornó en tres días. Tampoco en cinco. Y cuando ya nos hallábamos todos sobre nuestras monturas, dispuestos a partir hacia México-Tenochtitlán, un impresionante destacamento de soldados cruzó el paso de las Tres Marías y se aposentó con gran aparato militar en la aldehuela de Huitzilac, cerrando al punto el Camino Real. Otros destacamentos obraron lo propio en el resto de los caminos que llegaban hasta Cuernavaca, de cuenta que el lugar quedó sitiado con nosotros dentro en menos de un paternóster.

Ya habíamos dado la voz de alarma y yo impartía órdenes para abandonar el palacio de Cortés y escapar de la traicionera emboscada por los profundos cauces de las barrancas, cuando mi joven cuñado Carlos, desde el otro lado de los puentes volados, a gritos nos saludó y nos aseguró que no se trataba de una celada sino que portaba un mensaje del virrey don Luis de Velasco el joven para mí y que los soldados sólo estaban allí para proteger el tesoro.

En menos de una mañana, los puentes fueron reconstruidos y Carlos Méndez cruzó a lomos de un hermoso caballo alazán muy revuelto y de buena carrera.

—¡Eh, noble señor don Carlos! —le chanceó su hermano entretanto le abrazaba—. ¿Y padre? ¿A qué se debe su ausencia? ¿Y Lázaro y Telmo? ¿Cómo es que vienes solo y en compañía de soldados?

—¡Basta, basta! —protestó el muchacho alegremente, liberándose de los brazos que lo apretaban—. Contigo no tengo nada que hablar. Traigo un mensaje del virrey de la Nueva España para doña Catalina Solís, mi señora cuñada.

Yo le sonreí y le revolví el rubio cabello, aunque para ello tuve que alzar la mano.

—A ver ese mensaje, señor caballero.

—No —se opuso—. Ya sé que debo entregároslo mas llevo dos días comiendo bazofia de milicia y estoy más que harto de cazabe
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y vino malo.

Un capitán que había cruzado los puentes tras mi joven cuñado carraspeó para hacer notar su presencia. Carlos Méndez se volvió hacia él y le miró con desgana. Luego, se giró de nuevo hacia mí.

—Mi señora doña Catalina, éste es el capitán Díaz del Castillo, al mando del ejército que protege Cuernavaca.

El capitán, un guapo criollo con bigote y perilla ataviado con armadura, hincó la rodilla en tierra frente a mí, tomó mi mano y se la allegó a los labios. A hurtadillas vi el respingo que dio mi señor esposo.

—Es un grande honor, mi señora —dijo el capitán, alzándose—, poder presentaros mis respetos. Lo que vuestra merced ha hecho por España y por el imperio es digno de admiración y siempre os será reconocido.

—¡Voto a tal! —soltó Rodrigo—. ¿Ahora, en lugar de querer prendernos, nos van a besar los pies?

El señor Juan le propinó un codazo que, aunque no produjo daños en el duro cuero de mi compadre, le avisó de la conveniencia de mantener la boca cerrada.

Al punto, sentí que mi camisa, mis calzones y el cinto con mis armas se transformaban en uno de aquellos hermosos ropajes que vestía en Sevilla y, si bien se dice que el hábito no hace al monje, por algún encantamiento me convertí en la exquisita y refinada viuda que fui allí y que recibía a sus invitados tumbada en el estrado de su palacio.

—Mi buen capitán —exclamé con una dulce sonrisa—, quédese vuestra merced a comer con nosotros pues, como ve, el mensajero del virrey impone condiciones.

—Os lo agradezco, mi señora —rechazó pesaroso—, mas debo tornar con mis hombres y comer cazabe y beber vino malo.

Esto último lo dijo de buen humor, mirando con socarronería a Carlos Méndez, que ni se inmutó. El capitán realizó una elegante inclinación ante mí y montó de nuevo en su caballo, partiendo al punto. En cuanto hubo cruzado los dos puentes, mi cuñado lanzó un luengo suspiro de alivio.

—¡Por vida de...! —dejó escapar—. ¡Qué rancios y estirados son los soldados españoles! Llevo dos días de viaje y me han parecido dos meses.

Juanillo y Francisco se allegaron hasta él y le dieron abrazos y mojicones muy al estilo de los jóvenes compadres.

Cruzamos el portalón que daba acceso al patio de armas y, a no mucho tardar, alguien puso un venado a asar sobre la hoguera. Hacía ya cinco días que fray Alfonso había partido hacia México-Tenochtitlán y, una vez muertos los Curvo, no teníamos nada más que poner en ejecución que ir de caza, de pesca o de paseo, así que nos hallábamos bien provistos de bastimentos y, por más, conocíamos los recovecos de Cuernavaca y sus barrancas como las palmas de nuestras manos.

Los cinco hombres de la dotación de la
Gallarda
y los cuatro negros de Yanga se repartieron la tarea de tener a la mira a los soldados que cortaban los caminos. Mi habitual desconfianza me llevaba a tomar prevenciones, aunque mucho me temía que, en esta ocasión, la presencia de tanta milicia obedecía a la voluntad del virrey de tener el tesoro bajo custodia alejando de mí la tentación, si es que acaso yo la sentía, de apropiarme del botín. Fray Alfonso había sido muy claro al respecto cuando nos refirió en el manantial los deseos del virrey: «Lo que él, en verdad, quiere de vuestra merced es que, por más de haceros con el mapa, rescatéis el tesoro de Cortés para impedir la traición y lo depositéis no en vuestra bolsa, que sobre esto fue muy claro, sino en las arcas de la Corona de España. Vuestra merced entregará el tesoro a don Luis de Velasco el joven sin que falte una sola pieza».

Si yo tenía a gala ser desconfiada, el susodicho virrey, desoyendo la opinión de fray Alfonso sobre que yo era una dama de mucha dignidad, me ganaba de largo obrando como si el forajido Martín Ojo de Plata fuera a robarle su tesoro. Me determiné a ignorar tan grosera actitud pues, de haberme hallado en su lugar, hubiera actuado de igual forma.

Y, así, sentados a la redonda del venado que giraba en el espetón, nos hallábamos reunidos los que ahora formábamos la nueva pequeña familia: Rodrigo, el señor Juan, don Bernardo Ramírez, Carlos Méndez, Juanillo, Francisco, Cornelius Granmont, el Nacom Nachancán, su hijo Chahalté, Zihil, Alonso y yo.

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