Sin borrar la sonrisa de mis labios y sin que me temblara la mano que sostenía el hacha, le dije:
—Voy a enviar una misiva que tengo preparada al conspirador don Miguel López de Pinedo para atraerle hasta aquí y, luego, voy a cumplir el juramento que le hice a mi señor padre en su lecho de muerte y voy a matar al yerno y principal conjurado de don Miguel, el bellaconazo de Arias Curvo. Por más, si la fortuna me es provechosa, mataré también al hideputa de su sobrino, Lope de Coa.
—¿Y no le vais a comunicar al virrey que habéis hallado el tesoro?
—Eso, después —le dije—. Lo primero es lo primero. Mi principal obligación siempre ha sido con mi señor padre. Ya maté cuatro Curvo en Sevilla. Ahora debo matar al quinto y al sexto. El virrey tendrá que esperar.
Los ojos de don Bernardo relampaguearon y se afilaron sus labios al decir:
—Entonces, con vuestro permiso, me quedo. Nunca he visto una venganza.
—¡Vienen! ¡Ya vienen! —gritó Juanillo a pleno pulmón desde el patio de armas de la casa—. ¡Arriba, arriba! ¡Ya vienen!
Alonso y yo nos incorporamos de súbito en el lecho y cada uno saltó al suelo por su lado y principió a vestirse. Afuera aún era noche cerrada. No habrían dado las cuatro, pues la vela que se consumía sobre la mesilla apenas había menguado un tercio desque nos dormimos.
—¡Presto, Alonso! ¡No te demores! —le rogué, abotonándome la camisa.
Él, más raudo que yo para todo, terminaba ya de calzarse precipitadamente las botas. De un salto, se me allegó, ajustándose el cinto con la espada y la daga, me dio un beso y echó a correr hacia la puerta del cuarto.
—¡Te aguardo abajo! —se despidió.
Por todo el palacio se oían voces, portazos y carreras. Los Curvo se allegaban. No se demorarían ni dos horas en arribar pues, si Juanillo los había visto en el paso de las Tres Marías y el muchacho ya había regresado a Cuernavaca, significaba que don Miguel López de Pinedo y su yerno Arias Curvo acababan de cruzar el pueblo de Huitzilac, a tres leguas al norte por el Camino Real que llevaba hasta México-Tenochtitlán.
Cuando arribé al patio de armas ya se hallaban todos preparados, con las hachas en las manos, los caballos ensillados, y algunos, incluso, ya montados y listos para partir a galope tendido.
—¡Maestre! —me llamó Juanillo desde su caballo—. ¡Son muchos! ¡Traen un piquete de cincuenta soldados! ¡Más de los que esperábamos!
Que vinieran protegidos era razonable. Conocía que Arias Curvo y, de cierto, don Miguel López de Pinedo, albergarían ciertos recelos al leer la misiva que obligué a escribir a don Diego de Arana, marqués de Sienes, pues, aun no existiendo razones para temer que alguien conociera sus planes de conspiración y la historia del mapa, siendo ellos quienes eran, se podía presumir que preferirían, por si acaso, acompañarse de un pequeño grupo de soldados antes que allegarse hasta Cuernavaca como una indefensa comitiva de gentilhombres. Lo que en verdad me sorprendía era que trajeran soldados y, por más, un piquete de cincuenta. Nosotros, en total, éramos sólo veinte y cuatro, de los cuales ocho (fray Alfonso, el señor Juan, Lázaro, Telmo, Cornelius, Zihil, el Nacom y don Bernardo) no podían pelear, lo que nos dejaba en diez y seis espadas. Por fortuna, siendo yo más desconfiada que los conspiradores, no había dejado nada a la suerte.
—¿Conoce cada uno lo que debe obrar? —pregunté en voz alta.
—¡Sí! —respondieron todos.
De un salto, monté en mi caballo.
—¡Pues vamos! —grité.
Había arribado, por fin, el día de cumplir el juramento hecho a mi señor padre. No hacía todavía un año desde las muertes de los cuatro Curvo de Sevilla y antes de que se pusiera el sol de aquel lunes que se contaban diez y siete del mes de noviembre de mil y seiscientos y ocho, Arias Curvo ardería en el infierno junto a sus hermanos. Por más, si la fortuna me sonreía y el maldito hijo de Juana Curvo, el loco Lope, acompañaba a su tío Arias, me sería dado tener con él la gentileza de ayudarle a reunirse con la madre a la que apuñaló para limpiar la honra de su familia.
Galopar de noche a rienda suelta era peligroso mas habíamos recorrido el camino muchas veces durante los últimos días y guardábamos todos sus recovecos en la memoria. Debíamos arribar a los últimos puentes sobre barrancas antes del bosque de Chamilpa, por donde se internaba el Camino Real en dirección a Huitzilac, y debíamos arribar antes de que Arias Curvo y don Miguel López de Pinedo, con su comitiva y su numeroso piquete, salieran del bosque y se dispusieran a entrar en Cuernavaca. Era una distancia de legua y media, la misma que debían recorrer ellos desde el punto opuesto, mas nosotros galopábamos y ellos no, y ésa era nuestra ventaja.
Amaneció antes de que arribáramos. Desmontamos a doscientas varas del primer puente y, tras ocultar a los caballos, proseguimos el camino a pie. Cuando llegamos, Juanillo, Carlos Méndez y Francisco, con sus odres a la espalda, cruzaron al otro lado de la barranca y los perdimos de vista. El Nacom Nachancán, Zihil y el pequeño Lázaro Méndez cruzaron también, mas a éstos los vimos ocultarse entre el boscaje. Los demás nos dispusimos a un lado y a otro del camino y, de igual manera, nos ocultamos, cubriéndonos de ramas y hojas para no ser vistos desde la altura de un caballo. Chahalté, el hijo del Nacom, fue el último en esconderse, tras comprobar que los demás nos hallábamos cabalmente velados. A no mucho tardar, media hora a la sumo, el último Curvo desfilaría ante mí sin conocer que le aguardaba la muerte.
—¿Estás bien? —me susurró la voz de mi señor esposo desde mi diestra.
—Mejor estaría entre tus brazos —le susurré a mi vez—, mas es tiempo de venganza y no de placer.
—Nos resarciremos de este tiempo —afirmó.
—No lo pongas en duda —le dije y, aunque él no podía verme, le sonreí.
Muchas cosas hermosas habían acontecido desde el día que hallamos el tesoro de Cortés y la mejor de todas se relacionaba con la consumación de nuestro matrimonio.
Al anochecer de aquel día Alonso desapareció de la cueva. Para decir verdad, con todo cuanto había que ver en aquel lugar y con las risas, chanzas y jolgorio que teníamos, no me apercibí de su desaparición. Fue un poco más tarde, a la hora de la cena, reunidos todos a la redonda de una hermosa hoguera en el patio de armas del palacio, cuando advertí que mi señor esposo no estaba.
—¿Y Alonso? —le pregunté al señor Juan.
—Hace rato ya que no le veo —repuso distraído.
—Yo le vi salir de la cueva con Francisco —dijo Cornelius—. Mas hace casi dos horas de eso.
—¿Con Francisco? —me sorprendí. ¿Adónde habían ido esos dos?—. ¿Y dónde está Francisco?
—Pues con tu marido —razonó mi compadre Rodrigo mordiendo un trozo de carne—. ¿Dónde si no?
Me levanté, dejando el plato de la cena sobre la estera, y me dirigí hacia la puerta del palacio, dispuesta a recorrerlo de arriba abajo si era menester para encontrarlos. Nada más entrar en el gran recibidor, iluminado ahora por las luces de cuatro hachones de pie alto que habíamos dispuesto en las esquinas, mi criado Francisco salió silenciosamente por la puerta de la diestra y se llevó un muy grande sobresalto al advertirme.
—¡Doña Catalina! —exclamó.
—La misma que viste y calza de don Martín —repuse encaminándome hacia él con el ceño fruncido—. ¿De dónde he de suponer que vienes?
—Oh, pues... Vengo de... —su oscuro rostro lucía un gesto lastimoso.
—¿Y mi señor marido? —le pregunté desafiante, plantándome frente a él con las manos apoyadas en el cinto.
—Ah, sí... Está en... —se retorcía de agonía como una culebra.
—¡Francisco!
—¡Doña Catalina! —gritó espantado y, para mi sorpresa, echó a correr hacia la puerta principal y desapareció. No daba crédito al mal comportamiento de Francisco. Jamás había actuado de semejante manera y no le tenía por capaz de afrentarme como acababa de hacerlo. ¿Qué le ocurría al muchacho? ¿Acaso le alteraba la venida de su señor padre, Arias Curvo? Eché a andar en pos suyo, dispuesta a exigirle una explicación aunque fuera delante de todos, cuando la dichosa puerta tornó a abrirse y a cerrarse a mis espaldas.
—¡Catalina!
Ahora era mi señor esposo quien se sobresaltaba como antes lo había hecho Francisco. ¿Qué les acontecía a esos dos...?
—A ti te buscaba —dijo de seguido allegándose hasta mí muy sonriente—. ¡Qué suerte la mía hallarte aquí, lejos de todos!
—¿Qué estabais tramando Francisco y tú en la capilla?
—¿Quién te ha dicho que nos hallábamos en la capilla?
—¿No era allí donde estabais?
—No, no era allí —se rió Alonso y, tomándome de la mano al tiempo que tornaba a abrir la puerta, me llevó con él hasta la breve galería que discurría junto al patio interior, ahora oscuro y solitario—. ¿Conoces que he recobrado todas mis fuerzas y que mi salud ya no se resiente?
—Lo conocí cuando mataste al tigre y no perdiste el sentido ni con el animal encima —susurré, tratando de ocultar una sonrisa de grande felicidad.
Todo estaba claro en mi cabeza. Sabía que había llegado el momento y mi corazón latía raudo y fuerte al tiempo que una cálida desazón de las entrañas me exaltaba todo el cuerpo. La mano de Alonso que sujetaba la mía y tiraba de mí hacia algún lugar desconocido me quemaba la piel como si fuera de fuego y, por más, tenía la breve conciencia de que aquel momento lo íbamos a rememorar muchas veces en el futuro y me resultaba gracioso estar viviéndolo en el presente. No sé, de cierto que la alteración produce extraños pensamientos.
Doblamos la esquina del patio como si fuéramos hacia la capilla.
—¿Dónde me llevas? —le pregunté con grande curiosidad.
Alonso se detuvo y me miró derechamente a los ojos con una mirada llena de proposiciones.
—He preparado para ti —susurró, atrayéndome y besándome en los labios— el tálamo de una reina. La mujer a la que amo y con la que me he desposado es tan única y tan extraordinaria que no me sería dado...
Dejándome arrastrar por el deseo y por la inmensa felicidad que sentía, eché mis brazos alderredor de su cuello y, sin consentirle terminar, le besé con ardor y pasión. Él me abrazó por la cintura y principió a acariciarme despaciosamente la espalda por encima de la ropa. No dejábamos de besarnos más y más, con mayor pujanza, con mayor ansiedad. Nuestras manos se abrieron camino hacia lugares nuevos, no demasiado oportunos hallándonos como nos hallábamos en aquella galería abierta del patio interior. Cuando nos separamos para contener lo que parecía inevitable, Alonso me sonrió, admirado por mi falta de modestia y recato.
—A no dudar —susurró con la voz entrecortada—, y como ya he dicho, me he desposado con una dueña única y extraordinaria.
Tornó a sujetarme por una mano y, con la otra, abrió y empujó la puerta que teníamos justo enfrente de nosotros y de la que brotó, súbitamente, una cascada de luz cegadora.
—Francisco me ha ayudado a preparar para ti —me susurró— la hermosa cámara de doña Juana de Zúñiga.
Asombrada, me solté de mi señor esposo y me adelanté para colarme en el resplandeciente aposento.
Todas las velas y cirios que, de seguro, habían podido hallar en Cuernavaca, así como todos los candelabros de aceite y los candiles del palacio, se hallaban a la sazón desperdigados por el cuarto para no dejar ni un rincón en la sombra. Mas no era sólo la luz lo que brillaba, ni tampoco los espejos de las paredes que la reflejaban. Del dosel del lecho colgaban incontables cadenillas de oro y muchas más de los brazos de los candelabros, de los bordes de los postigos y también de los armarios. Por más, sobre las mesillas, el bargueño y el arcón situado a los pies del lecho, refulgían piedras preciosas y hermosas figuras de jade. Collares de perlas se esparcían descuidadamente por los asientos y el lecho, sobre cuyo almohadón descansaban algunas flores que debían haber recogido en los campos cercanos y que perfumaban suavemente la cámara. Si aquél iba a ser mi lecho nupcial, pocas mujeres, y de cierto pocas reinas, habían tenido uno semejante al mío.
Los brazos de mi señor esposo me rodearon la cintura desde atrás y sus labios comenzaron a besar mi cuello. Sólo por un instante, ante la presencia del lecho, sentí enrojecer mi rostro mas, arrastrada por los besos de mi amado Alonso, olvidé todo y me determiné a sentir, sólo a sentir aquel grande amor. ¡Llevaba tanto tiempo ansiando este momento! Alonso me giró hacia él y me atrajo hacia su pecho. Escuché los fuertes latidos de su corazón. Alcé la mano y le acaricié el rostro y, así, no sé bien cómo, terminamos reclinándonos sobre el lecho, apartando las perlas entre risas y besos, y quitándonos las ropas de a poco, morosamente, deleitándonos hasta que la premura se adueñó de nosotros.
—¡Ya llegan! —me alertó mi señor esposo desde debajo de la hojarasca, arrancándome de súbito de mis recuerdos.
Y era cierto. Se oía claramente el ruido de los cascos de los caballos y el entrechocar metálico de las armas contra las grebas. Debía salir de mi dulce ensueño pues el día de la venganza había arribado.
No, aún no se hallaban lo bastante cerca, razoné. Había que aguardar un poco. Mis sentidos se afilaron como dagas. De súbito, el creciente estrépito mudó para hacerse aún más fuerte y recio. Estaban atravesando el puente de madera sobre la barranca más alejada de nosotros. Con todo, parecióme que un extraño silencio nos cubría suavemente, como una niebla, acallando hasta el rumor del agua. Al fin, el primero de los jinetes entró en el segundo puente, el que nosotros vigilábamos desde este lado. Ahora sí se allegaban. Ya no faltaban más que unos latidos. En cuanto Francisco viera a su antiguo amo y padre, Arias Curvo, y al resto de los principales, pasar por delante de nosotros, daría la orden para que todo diera comienzo. Los teníamos encima. El ruido de cascos, ollares y armas se tornó estruendoso y, al fin, una montura pisó tierra y nos rebasó a Alonso y a mí. La cabeza de la comitiva ya estaba saliendo del puente. Conté los segundos, aguardando con el ánima en vilo.
Las explosiones retumbaron en el silencio de la tranquila mañana devolviendo mil ecos desde los cerros y montes cercanos, de cuenta que parecieron muchas más de las dos valederas que habían acontecido. Los caballos, espantados, relincharon, corcovearon y se encabritaron, tirando al suelo a sus jinetes. De los lados del camino, gritando como diablos, salimos a la vez los diez y seis de nuestro grupo, dando inicio a la pelea. No resultaba fácil luchar contra gente protegida por armadura o, como poco, por loriga y grebas, y aún era peor si no se habían caído de la montura. De ésos me desentendí, dejándoselos a los hombres altos.