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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico

La conjura de Cortés (30 page)

BOOK: La conjura de Cortés
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—Tengo para mí —principié— que estamos errando en algo.

—¿En qué, si nos es dado conocerlo, doña Catalina? —gruñó el
nahuatlato
, tratando de ocultar lo mucho que le habían molestado mis palabras.

—Pues veréis, don Bernardo. No puede ser mil y quinientos y cuatro, el año de la llegada de don Hernán al Nuevo Mundo, pues lleva un cero antes del cuatro y no parece existir tal guarismo en los tejos de los caños.

—Cierto.

—Tampoco puede ser mil y quinientos y veinte y uno, el año de la conquista de México-Tenochtitlán, pues se repite el número uno.

—Eso podría no significar nada.

—Y tengo para mí que mil y quinientos y treinta y dos, el año del nacimiento de don Martín Cortés, tampoco va a ser el que buscamos pues no es tan señalado como para ser recordado por las generaciones venideras. Yo diría que es algo referido exclusivamente a don Hernán, al conquistador de la Nueva España, al fundador del señorío, del marquesado y del linaje.

—Pues si no es el año de su llegada al Nuevo Mundo ni el de la conquista de México-Tenochtitlán —comentó Rodrigo—, ¿cuál es? ¿El año que viene en el mapa, las cuatro cañas esas, mil y quinientos y treinta y cinco?

—Ése es el año en que se terminó este palacio, mas tampoco sirve pues se repite el número cinco —rebatí.

—¡Al infierno con eso! —se enfadó Rodrigo, encaminándose hacia los chorros de agua—. Los otros ya habrán arribado a la capilla. Empecemos por cualquiera de los que hemos dicho.

—¡Aguarda, compadre! —le pedí, sujetándole por un brazo—. Es posible que todo cuanto decimos sea sólo un montón de sandeces aunque ¿no es mejor obrar con prudencia y comenzar por el año más cierto? Si no funciona y seguimos vivos, probaremos después con los demás.

—Debemos ser extremadamente cuidadosos, señor Rodrigo —porfió don Bernardo—. Doña Catalina dice verdad.

—¡Sea! ¿Y cuál es ese maldito año? —gruñó mi compadre tornando con nosotros—. ¡No parece sino que estemos borrachos y girando a la redonda de nosotros mismos!

—¡Nos jugamos la vida, Rodrigo! —exclamó mi señor esposo, y algo en su voz serenó al punto a mi compadre, algo que debía de tener relación con el tiempo que ambos pasaron juntos en manos del loco Lope—. ¡Hagamos las cosas bien!

—Propongo —dijo don Bernardo— el año de mil y cuatrocientos y ochenta y cinco, el del nacimiento de don Hernán. No repite ningún guarismo y, por más, alguien tan pagado de sí mismo y de vanidad tan crecida quizá consideró que su propio origen era el origen de todo.

—Comparto vuestra proposición —afirmé, pues salvaba punto por punto todas las objeciones.

—No espero más —soltó Rodrigo encaminándose hacia el escaño del muro bajo los chorros—. Si se hunde la pirámide, que se hunda.

—Procura no errar, compadre.

—¿Cómo voy a errar si lo guardo en la memoria? —exclamó a voces para que le oyésemos por encima del ruido del agua—. Tengo que taponar los chorros con un punto, cuatro puntos, ocho puntos y siete puntos.

—¡Rodrigo, no! —grité alarmada—. ¡Siete puntos no, Rodrigo! ¡Cinco, el último que debes sellar es el que tiene cinco puntos!

Sus carcajadas socarronas se escucharon con toda claridad. Lo había dicho mal adrede para ponerme nerviosa. Y el muy bellaconazo lo había conseguido. Alonso me rodeó los hombros con el brazo y me atrajo hacia sí. Yo le cogí por la cintura y me abracé a él con todas mis fuerzas. Don Bernardo se nos allegó unos pasos, buscando nuestra cercanía. Los tres nos hallábamos en suspenso, con la vista fija en lo que obraba Rodrigo, aunque no se advertía bien pues la luz de las llamas de cuatro hachas no es la misma que la de diez. Parecióme una eternidad el tiempo que tardó mi compadre en tornar juntos a nosotros y cuando regresó sin que nada aconteciera, juzgamos que habíamos errado el número y que, pese a ello, la pirámide no se desplomaba sobre nuestras cabezas.

—Intentémoslo con otro —dijo mi compadre, remojado como un pez.

Mas no hubo ocasión. A lo que se vio después, el agua que dejó de salir por los chorros tardó un poco en recorrer sus nuevos caminos y en arribar adondequiera que tuviera que arribar aunque, cuando lo hizo, muchas cosas extrañas principiaron a acaecer a la redonda nuestra: los muros de roca retumbaron como si un ejército los golpeara desde atrás; el suelo tembló, primero un poco y, luego, con raudas sacudidas; las piedras parecían gemir, llorar, chillar... Los sillares, al estregar unos contra otros, hacían ruidos como de docenas de tambores redoblando a la vez.

—¡Alonso! —chillé hundiendo el rostro en su pecho, cierta de que la muerte se cernía ya sobre nosotros.

—¡Mira, Catalina, mira! —me gritó al oído para que pudiera escucharle. Como no le hacía caso, me tomó por el mentón y me giró la cabeza hacia el otro lado del río. El muro frontero se estaba desplazando hacia la diestra, abriéndose como una puerta y, en el hueco que quedaba entre él y la orilla, una suerte de pilastra de piedra brotaba del suelo, alzándose despaciosamente.

¡Por las barbas que nunca tendría!, me dije, ¿qué demonios era aquello? ¿Qué...?

La más negra oscuridad nos impedía vislumbrar lo que había en la nueva oquedad descubierta al desaparecer el muro pues, si la pobre luz de nuestras cuatro hachas no bastaba para iluminar ni la distancia que nos separaba, ¿cómo iba a permitirnos ver dentro?

Rodrigo ya había cruzado al otro lado y nos esperaba con los brazos en jarras y otra vez bien remojado.

—¿Me haré viejo aguardándoos? —preguntó desafiante.

Los ruidos, los temblores, las sacudidas y los chirridos habían cesado por completo. De nuevo sólo se oía el sonido de los chorros del agua que no habían sido sellados y de la corriente del río. Con mucho tiento para no bañar las antorchas cruzamos al otro lado por el escaño bajo la cascada. Don Bernardo se dirigió de inmediato hacia la extraña piedra que había salido del suelo.

—¡Un altar mexica! —exclamó admirado.

—Tenía para mí que esto era un centro de recaudación de tributos —dije, lamentando por el Nacom y sus hijos que pudiéramos estar afrentando a algún dios de los indígenas.

—Lo era —afirmó don Bernardo—, más antes, por lo que aquí leo, fue un templo dedicado a Huitzilopochtli, el dios del sol y de la guerra, el más importante del panteón azteca.

—¿Y ésta era su iglesia y ése su altar? —preguntó el ignorante de Rodrigo.

—Bueno, verá, a Huitzilopochtli se le ofrecían sacrificios humanos para darle el vigor que precisaba para salir como sol cada mañana y para la batalla. Éste es un altar para sacrificios. Hace muchísimo tiempo, este lugar debió de ser un templo muy importante para los
tlahuicas
aunque, por alguna razón desconocida, dejaron de adorar aquí a Huitzilopochtli para convertirlo en un centro de recaudación de tributos. Probablemente, levantaron otro templo mayor en algún otro lugar.

—¿Y a qué tanta monserga de ríos, tejos, números y altares surgiendo del suelo? —se quejó mi compadre, echando a andar hacia la oscura oquedad que se abría a nuestras espaldas.

—Señor Rodrigo —le sermoneó don Bernardo—, todas las religiones precisan de milagros para alimentar la fe de sus devotos. No he menester recordarle las numerosas apariciones marianas que han tenido y siguen teniendo lugar por estos pagos desque llegaron los españoles.

Alonso y yo caminamos tras Rodrigo, dejando a don Bernardo con su estudio del altar. De cierto que se hallaba hermosamente grabado con monstruos parecidos a los que el señor Juan y yo vimos en isla Sacrificios mas no eran unas figuras que despertaran mi admiración precisamente y aún menos si allí mismo se habían obrado sacrificios de personas.

Cuando mi compadre se adentró lo suficiente en lo que considerábamos una nueva sala de la pirámide y su hacha iluminó un cerco de algunas varas a su alderredor, comprendimos de súbito varias cosas: la primera, que no era una sala sino una cueva, una enorme, gigantesca e inmensa cueva natural creada probablemente por el paso del agua de alguna de las muchas barrancas que cruzaban Cuernavaca, y la segunda cosa que comprendimos fue que habíamos hallado el tesoro de Cortés.

Cientos, miles de cajas hechas de tablas muy recias se acopiaban unas sobre otras hasta donde la vista llegaba (que no era mucho, mas se adivinaba que el mismo paisaje seguía y seguía interminablemente hacia el fondo). También había sacos y fardos, así como hermosos baúles de tres llaves. Con un golpe de la empuñadura de su espada, Rodrigo rompió las tablas de una de las cajas y, mirando adentro, soltó una exclamación que yo no le había oído en todos los años que le conocía, que ya eran muchos.

—¡Por vida de...! ¡Voto a tal! —gritaba como un poseso—. ¡Martín, compadre, allégate y mira! ¡Por mis barbas que no he visto cosa igual ni cuando sacamos la plata de la mar en la Serrana! ¡Mira, Martín!

—Aquí estoy, compadre.

Rodrigo envainó su espada y metió la mano en la caja, sacando con grande esfuerzo una barra de medida como de tres dedos de ancho y un palmo de largo hecha de oro puro. Dentro de la caja había muchísimas más, todas iguales y todas con una marca al hierro con las armas de Su Majestad de España del tamaño de un real de a cuatro.

Alonso, que iba abriendo una caja tras otra de las que se hallaban a su alcance, descubrió lo mismo en todas sin excepción y en los sacos y fardos encontró oro en grano y piedras preciosas, sobre todo esmeraldas y jade. Cuanto más nos internábamos en la cueva y más cajas abríamos, más cosas sorprendentes y maravillosas hallábamos pues, ya a media cueva, las barras se acabaron y principiaron los objetos realizados por magníficos orfebres: todas las cosas conocidas, criadas así en la tierra como en la mar, estaban hechas figuras con oro, plata, pedrería y plumas, y con tanta perfección que casi parecían naturales (avecillas,
ocelotls
, árboles, flores...). Luego, comenzaron a aparecer crucifijos, medallas, joyeles, pulseras, anillos y collares de oro, así como platos grandes y pequeños, escudillas, tazas y cucharas de plata maravillosamente labradas, y eran tantas las cosas que hallábamos, y tales, que no se pueden significar todas.

—¿Qué te parece, hermano? —le pregunté a Rodrigo a voces desde el fondo de la cueva—. ¡Hemos hallado el tesoro de Cortés!

—¡Me parece, compadre —me respondió—, que deberíamos llamar a los demás! Nunca en su vida tornarán a ver algo como lo que estamos viendo.

—¡Yo voy! —dije y, al escucharme, me recordé a Francisco—. ¡Deseo contemplar sus rostros cuando descubran todo esto!

Al pasar junto a uno de los fardos, en un lugar de la cueva donde el aire parecía extrañamente fresco, unos menudos ojos amarillos chispearon con la luz de mi antorcha. Me detuve en seco, me allegué y, delicadamente, tomé entre mis manos la figurilla del
ocelotl
de oro. Pesaba como si su tamaño fuera cuatro o cinco veces el que tenía. Me encaminé hacia el río portando la exquisita joya.

Calladamente, don Bernardo proseguía extasiado su estudio del altar. Se había recogido el cabello en la nuca con una cinta y uno de los cordelillos que le sujetaban los anteojos a las orejas se le había desanudado y le colgaba sobre la mejilla.

—¿No deseáis contemplar el tesoro de vuestro bisabuelo Axayácatl? —le pregunté, deseando conocer a qué venía tanto interés por una piedra labrada.

—¡Oh, sí, ahora iré! —se sobresaltó el
nahuatlato
—. Aunque este altar mexica tiene mayor interés para mí. A lo que parece, los mexicas sacrificaron aquí a trescientos
tlahuicas
en un solo día por rebelarse contra su autoridad y negarse a pagar las servidumbres y los tributos debidos.

—¿Sacrificaban a su propia gente? —me sorprendí.

—No era su gente —me explicó don Bernardo—. Los mexicas eran mexicas, y los demás, otros pueblos distintos sometidos a su autoridad militar. Los mexicas eran profundamente odiados por el resto. Ahora llamamos aztecas a todos los indígenas de la Nueva España y los tenemos por una nación unida y derrotada por los españoles, mas no fue así. Don Hernán conquistó México-Tenochtitlán con la ayuda de miles de guerreros de las naciones sometidas por los mexicas. No fue una guerra de un puñado de españoles contra miles y miles de aztecas sino una guerra de miles y miles de totonacas, zempoaltecas, tlaxcaltecas, purépechas, cholultecas y otros contra los mexicas. La astucia de don Hernán consistió en advertir y utilizar los odios internos de los pueblos del imperio hacia el opresor.

—Y, luego, los españoles ocupamos el lugar de los mexicas —añadí yo, apesadumbrada.

Don Bernardo sonrió.

—Así es la historia —dijo—. De no haber sido los españoles habrían sido los ingleses o los franceses o los flamencos. Sólo era cuestión de tiempo. ¿Qué más da? Siempre hay alguien sometiendo a otro, o invadiendo a otro, o matando a otro. Todo se muda, se reescribe y se transforma según las conveniencias. Cada cual mira los acontecimientos desde su esquina, con el rostro vuelto hacia la pared para no ver lo que no quiere. Yo desciendo de Axayácatl y Moctezuma, mas también de españoles y, a través de estos supuestos cristianos viejos, seguramente de moros y de judíos. ¿Habría yo nacido de no haber acontecido guerras e invasiones desde hace miles de años? De cierto que no. Como le he dicho, doña Catalina, así es la historia y más nos vale aceptarla pues nosotros somos su consecuencia.

Extendí la mano hacia el sabio
nahuatlato
con el hermoso
ocelotl
de oro en la palma.

—Os ruego que aceptéis este presente —le dije—. Nadie notará su ausencia y lo tomo como botín por el rescate, el cual no habría sido posible sin vuestra ayuda.

Don Bernardo, con una amplia sonrisa de satisfacción, lo recibió con afecto.

—A no dudar, este tigre...


Ocelotl
.

—... perteneció a alguno de vuestros nobles antepasados.

—¡No es mala herencia, no! —rió con gana—. Con esto podré adquirir otra casa mejor en Veracruz.

—Y muebles, don Bernardo. Vuestra esclava, Asunción, os agradecerá que compréis muebles.

Él tomó a reír muy de gusto, reconociendo que yo tenía razón y, con grande alegría, eché a andar hacia los chorros para cruzar al otro lado del río. Debía referir a los demás lo del tesoro y traerlos hasta aquí para que lo vieran.

—¡Doña Catalina, esperad! —me rogó el
nahuatlato
; me volví hacia él antes de meterme en el agua—. Decidme, ¿qué vais a poner seguidamente en ejecución? ¿Me necesitáis o regreso a casa?

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