—Sí, lo veo.
—Pues aquí está el tesoro. En Cuauhnáhuac. Significa «Junto a los árboles». Era territorio de los
tlahuicas
.
—¿Y por dónde queda ese
Cuau-lo-que-sea
?
—Cuauhnáhuac se conoce ahora como Cuernavaca, pues, como a vuestra merced, a los conquistadores no les resultaba fácil pronunciar el nombre náhuatl. Cuernavaca es una aldehuela a unas diez y siete o diez y ocho leguas
[30]
al sur de la ciudad de México. Unos dos días a caballo. A lo que parece, el marqués se hizo construir allí un palacio, ¿veis este castillo de color gris que da la espalda a estos volcanes? Son el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl. En verdad, más que un castillo parece una fortaleza amurallada como las que se alzan en Europa para defenderse de los enemigos.
La figura representaba un robusto alcázar con muros almenados.
—Don Hernán levantó su palacio precisamente allí por una muy buena razón —siguió explicando don Bernardo—. Cuando pasó por Cuauhnáhuac la primera vez, durante la conquista, vio un
tlatocayancalli
, una pirámide
tlahuica
, y preguntó qué templo era aquél y cuál era la razón de que se hallara tan fuertemente custodiado por guardias armados de Moctezuma. Le explicaron que aquella pirámide era un centro de recaudación de tributos y que éstos, hasta que se llevaban a México, se guardaban en unas salas que había bajo el
tlatocayancalli
, bajo tierra. Cuando, tiempo después, le vino a la memoria aquel lugar, se determinó a construir allí su palacio, la sede de su señorío. La pirámide había sido destruida durante la conquista, de cuenta que le encargó a un primo suyo
[31]
que principiara las obras sobre los restos conforme a sus órdenes e indicaciones. Por razones políticas, intentaron incautarle el señorío de Cuernavaca durante un viaje que hizo a Honduras, mas el sacerdote de la familia, aprovechando que los planos del primo de don Hernán estaban acabados, hizo levantar prestamente la capilla familiar para declarar el lugar como tierra santa y evitar así la usurpación.
—Tengo para mí —dije— que esa capilla, la segunda que aparece en este relato, va a tener algo que ver con el tesoro.
—Y así es —sonrió don Bernardo, retirándose las greñas blancas del rosto—. Refiere don Hernán que, a su vuelta de Honduras, viéndola terminada en el exacto lugar donde él había ordenado que debía levantarse, se regocijó mucho y, entretanto las obras del palacio proseguían, sin despertar sospechas principió a traer de a poco el tesoro desde México-Tenochtitlán hasta Cuernavaca. Al fin, tiempo después, en el año
nahui acatl
, es decir, el año cuatro caña, que equivale al cristiano de mil y quinientos y treinta y cinco, con el palacio finalizado y el tesoro a salvo, tras orar largamente en la capilla, selló la puerta que aseguraba aquellas inmensas riquezas para siempre. Conocía que tenía muchos enemigos que le querían mal y que ansiaban arruinarle, quitarle todo lo que había conquistado y hacerle perder el favor de la Corona. Aquellas grandes riquezas eran su salvaguarda contra los dichos enemigos.
—Así pues, ¿el tesoro está en la capilla? —pregunté con los pulsos desbocados.
—En efecto. En la capilla se halla la puerta secreta que permite acceder a las salas subterráneas del viejo
tlatocayancalli
, la pirámide
tlahuica
.
—¿Puerta secreta...? —me alarmé—. ¿Y dónde se halla exactamente esa puerta secreta?
—Pues veréis, doña Catalina —murmuró el
nahuatlato
, algo confuso—, sólo restan tres figuras en el documento y lamento deciros que no soy capaz de interpretarlas. A lo que parece, tienen algo que ver con la puerta secreta pues todas ellas están unidas por cuerdecillas y relacionadas entre sí por el lugar que ocupan, mas, aunque las leo y las traduzco, ni las comprendo ni sé darles un sentido.
—¿Y qué figuras son ésas? —inquirí, poniendo la mira en los dibujos que don Bernardo señalaba. Sólo distinguí una planta de hojas alargadas pintada de verde. El resto no conocí lo que era.
—
Uapali
,
xikokuitlatl
y
xihuitl
—pronunció despaciosamente y con grande turbación—. Tabla, cera y año.
—¿Tabla, cera y año? —exclamé—. ¿Qué demonios significa eso?
—Lo desconozco —se lamentó don Bernardo—. No le hallo ningún sentido.
—¿No os estaréis confundiendo por vuestra mala visión? —mi rudeza iba pareja con mi desazón—. Podría ser que no advirtierais con claridad las valederas figuras que hay en el pañuelo. Son tan menudas que resulta difícil apreciarlas.
La esclava Asunción, que hasta entonces no había dicho esta boca es mía, saltó al punto como si le hubiera picado un alacrán:
—Mi señor don Bernardo no erró jamás una traducción en los más de treinta años que ejerció como
nahuatlato
en la Real Audiencia de México. Es el mejor en lo suyo de toda la Nueva España.
—Mas ¿y si ahora yerra? —porfié—. ¿Tabla, cera y año? ¡Traedle más velas, mujer, para que descubra dónde se engaña!
Don Bernardo alzó la cabeza y su alto cuerpo se creció adoptando un porte de grandísima dignidad. De esta guisa y, por más, vestido todo de negro y con el abundante y suelto cabello tan blanco como la nieve, parecióme, en verdad, el nieto de un emperador azteca y no el anciano
nahuatlato
corto de vista que residía en Veracruz.
—Es vuestra merced quien aquí yerra —silabeó con una voz que me heló la sangre en las venas—. Me habéis ofendido en mis conocimientos, mi lengua, mis estudios y mi oficio. Os demostraré que no yerro si digo que ahí pone lo que pone y nada más, y cuando os lo demuestre tendréis que disculparos.
La joven Zihil, que, como la esclava Asunción, había permanecido quieta y en silencio toda la mañana escuchando lo que hablábamos don Bernardo y yo, puso su roja mano sobre mi rojo brazo y lo apretó para hacerme callar pues veía que el asunto se descarriaba.
—Doña Catalina se disculpará ahora —dijo con grande suavidad—. ¿No es así, doña Catalina?
—Os ofrezco mis disculpas si es que os he ofendido —farfullé, tragándome el enojo pues no consideraba que hubiera habido agravio en mis palabras—. A no dudar, ahí dice lo que vos afirmáis que dice: tabla, cera y año.
Me gustaba pronunciar esas tres palabras. Sonaban como la música de los alegres bailes de cascabel.
—Os he dicho y os repito, mi señora doña Catalina —arreció don Bernardo con aquella fría voz—, que os voy a demostrar que no he errado en mi traducción y que, aunque acepto vuestras disculpas, insisto en estudiar cumplidamente las dichas figuras para hallarme totalmente cierto de lo que afirmo.
—No tenemos tiempo para eso —dije con firmeza—. Copiadlas y estudiadlas cuanto deseéis mas nosotras debemos partir ahora. Os he referido la conjura que se cierne sobre vuestra tierra y la guerra a la que podría dar lugar. Debemos continuar nuestro camino para ejecutar las demandas del virrey don Luis de Velasco.
—A lo que se ve, no me he expresado con bastante claridad —objetó él, plegando cuidadosamente el ma- pa—. Os voy a demostrar que no he errado porque me voy con vuestra merced a Cuernavaca, al palacio del marqués del Valle, don Hernán Cortés.
El rostro de Asunción, su exclamación de angustia, el gesto de sorpresa de Zihil y mi manifiesto asombro no obtuvieron más respuesta de don Bernardo que una grande sonrisa de satisfacción.
—Al fin y al cabo —resolvió poniendo los brazos en jarras—, soy bisnieto de Axayácatl y lo único que deseo es conocer qué quiso decir el marqués o qué quiso ocultar con esas tres palabras náhuatl.
Unos aterradores y crueles ojos de color amarillo nos tenían a la mira, quietos, fijos, felinos...
—Es un tigre —me susurró Alonso al oído—. No te muevas.
¡Un tigre! ¡Un tigre grande como uno de esos enormes mastines de batalla o de caza! Y no dejaba de contemplarnos con aquellos horribles ojos redondos y amarillos de párpados negros. Dicen que el miedo turba los sentidos y hace que ni se vea ni se oiga a derechas, mas yo veía con mi ojo más agudamente de lo que había visto nunca y oía con mis oídos hasta el menor resuello del peligroso animal. Alonso y yo, que hasta entonces paseábamos felices por las cercanías del lugar donde aquella jornada nos habíamos detenido para pasar la noche, nos hallábamos atrapados entre el cerrado boscaje de la selva y el furioso tigre. Toda la culpa de lo que nos estaba aconteciendo era solo nuestra, por andar siempre al acecho de momentos y lugares en los que estar a solas. Ahora, aquella espantosa bestia de pelo cobrizo con extrañas manchas negras por todo el cuerpo nos iba a destripar y a devorar pues, de cierto, podía dar cuenta de ambos con solo abalanzarse desde la roca en la que se apostaba.
El animal nos observaba sin moverse, tan sólo batiendo a un lado y a otro su bien poblada cola, quizá barruntando la mejor manera de atacarnos. El miedo me estrangulaba el corazón y no sólo por mí sino también por Alonso. Sin apercibirme, eché mano a mi espada. El tigre volteó raudamente la mira hacia mi brazo y abrió aterradoramente las fauces de una manera descomunal, mas no fueron aquellos colmillos como dagas los que me hicieron flaquear las piernas sino el terrible rugido que le salió del gollete, un rugido que retumbó por toda la selva y que sacudió como una maza los gigantescos troncos de los árboles. ¿Quién conoce, cuando se despierta, que aquél va a ser el día de su muerte?
—¡Voto a tal! —masculló enfadado mi señor esposo—. ¡Te he dicho que no te muevas!
—¡No tengo mis armas! —musité, con el ánima fuera del cuerpo. Iba contra mi voluntad morir tan a deshora pues, en verdad, ni había matado aún a todos los malditos Curvo ni había yogado con mi esposo y ésas eran dos buenas razones para que el tigre se fuera y nos dejara en paz aunque él no lo conociese.
Llevábamos tres fatigosas semanas de viaje atravesando selvas oscuras, ríos sin puentes, pasos de montaña, acantilados, precipicios, gargantas y desérticas tierras calientes. Conocimos así los secretos caminos de indios ignorados por los españoles que los cimarrones usaban para hacer volar las nuevas de una punta a otra del Nuevo Mundo, mas para nosotros, gentes de la mar, aquello era el infierno. No había horizonte y, las más de las noches, no había ni estrellas porque las ocultaba el follaje.
Como los indígenas no usaban ni carros ni animales de tiro sino que todas sus mercaderías las acarreaban los
tamemes
, hombres de grande fuerza que cargaban a la espalda pesados y enormes fardajes (y hasta personas) con la sola ayuda de una cuerda que sujetaban con una faja sobre la frente, sus dichos caminos no eran como los nuestros, no dándoseles nada de las pendientes, los recodos, los cantones y las vueltas pues ninguna carreta, caballo, burro o mula iba a marchar por allí. Los cimarrones que nos conducían, cuatro negros que nos había prestado el anciano rey Yanga, conociendo que a nuestras cabalgaduras les resultaría imposible de todo punto pasar por ciertos lugares, nos llevaron por otros que, aunque igual de arduos, a lo menos no nos obligaban a caminar durante toda la jornada bajando y subiendo cuestas con los animales de las riendas.
Por fortuna, tras abandonar San Lorenzo de los Negros, durante los diez días transcurridos entre el valle de Orizaba y la falda del volcán Popocatépetl, Alonso había recuperado casi todas sus fuerzas. Naturalmente, no le habría sido dado trabajar aún de esportillero o de
tameme
mas ya montaba desde el alba hasta el ocaso sin desmayarse, aliviando grandemente mi preocupación y la de su señor padre, quienes nos echábamos a temblar en cuanto pedía las angarillas.
El rey Yanga, un anciano flaco como una rama, todo hueso y pellejo arrugado, resultó un grande bienhechor y un cumplido anfitrión pues, sin preguntar nada ni demandar nada a trueco, se hizo cargo de los piratas ingleses y de los nobles sevillanos, proporcionándonos toda clase de excelentes bastimentos para el viaje.
A su buen recaudo dejamos, pues, a los ahora apocados y aterrados aristócratas, tras haberme visto obligada, con una bondadosa amenaza de sacrificio maya, a forzar a don Diego de Arana, marqués de Sienes, para que redactara una misiva dirigida a don Miguel López de Pinedo, el suegro de Arias Curvo, en la cual le refería las falsas nuevas de que habían arribado con bien a la Nueva España, al puerto de Veracruz, y que portaban con ellos, y a salvo, el mapa del marqués don Pedro; que su tardanza era debida a unas grandísimas tormentas que les habían obligado a refugiarse en la isla de Tobago durante algunas semanas y que, por un extraordinario azar del destino, en la dicha isla habían encontrado a un viejo azteca que conocía un poco los dibujos de la lengua de sus antepasados, el cual, por algunos maravedíes de plata, les había leído ciertos trozos del mapa, asegurándoles firmemente que el documento hablaba de un palacio ubicado en un lugar llamado
Cuauhnáhuac
, Cuernavaca, y, para demostrarlo, obligué a don Diego a dibujar la figura del árbol con tres ramas, raíces y una boca parlanchina que representaba a Cuauhnáhuac en náhuatl, por si don Miguel López de Pinedo deseaba comprobarlo. Para terminar con la misiva, don Diego le decía a don Miguel que ellos cinco habían acordado dirigirse derechamente a Cuernavaca desde Veracruz pues, por el retraso del viaje desde España, ya se había perdido demasiado tiempo; que viajarían por el camino de Orizaba y que en la propia Cuernavaca, realizando averiguaciones, aguardarían su llegada y la de don Arias Curvo. Hice que inscribiera la misiva con la fecha de aquel mismo día, viernes que se contaba veinte y cuatro del mes de octubre, de manera que, cuando yo la enviara desde Cuernavaca como si lo hubieran hecho desde Veracruz, todos las piezas de mi artificio final ligaran perfectamente.
El maldito tigre, sin dejar de batir la luenga cola, oyó algo y giró prestamente la cabeza hacia la diestra mas, por no haber nada a la vista, tornó a fijar los ojos amarillos en nosotros.
—¡Tengo una daga en el cinto! —me susurró Alonso, alzando muy despaciosamente el brazo para tratar de cubrirme de la mira del tigre. Si lo que pretendía con eso era salvarme, estaba lista.
—¡Pues empúñala o déjamela a mí! —repliqué, temiendo que el valor de mi desmejorado esportillero, novicio en armas, no fuera suficiente.
La fiera, de espantable y fea catadura, abrió nuevamente las fauces aunque esta vez para bostezar y sacar casi dos palmos de lengua. No nos separaban de ella más de cuatro o cinco varas, de cuenta que, a no mucho tardar, me alcanzó su fétido aliento causándome una grande repugnancia. Hedía a animales muertos.