El Nacom se presentó en la plazuela vestido con una camisa luenga hecha con pieles de venado y la enhiesta cabeza ornada con un aderezo de hermosas plumas de colores. Tras él, su hijo Chahalté portaba, sobre una manta muy bien plegada, un delgado cuchillo de pedernal que no era sino uno de aquellos tan admirablemente afilados que vi en la
Gallarda
la noche que los rescatamos de la tormenta; su hija Zihil, sobre otra manta, portaba un buen rollo de fina cuerda de algodón. El Nacom, ante el terror de los sevillanos (y de los que no lo éramos), ordenó que se los desvistiera del todo, dejándolos tan desnudos como cuando los echamos a la mar para que se lavaran. Luego, ordenó que les ataran los pies por los tobillos y las manos a la espalda, poniéndolos de seguido a todos en regla y de hinojos. También ordenó que se los amordazara y tuve para mí que era por los gritos que iban a proferir.
Cuando el Nacom se volteó para coger el cuchillo me incorporé y, con un gesto de la mano, detuve el espantoso lance.
—Antes de que prosigáis, Nacom, deseo ver si aún tiene remedio lo irremediable.
El Nacom asintió y se detuvo. Yo me dirigí hacia los cinco nobles y me planté delante de ellos.
—Señores, por los cielos, responded nuestras preguntas y poned fin a esta locura.
Todos asintieron fervientemente, de cuenta que me adelanté y le quité la mordaza al marqués de Sienes.
—Don Diego, hacedme la merced de responder —le supliqué—. ¿Con quién debían encontrarse vuestras mercedes al llegar a México? ¿A quién debían entregar el mapa?
—¿Nos va a matar ese indio? —preguntó afanosamente don Diego.
Abatí la cabeza, apesadumbrada, pues me figuré lo que acontecería.
—No, señor marqués —afirmé—. Conocéis bien que nosotros ni matamos españoles ni matamos por matar. Ignoro lo que os hará este sacerdote yucatanense mas no pinta bien para vuestras mercedes. Os ruego que nos digáis todo lo que conocéis sobre la conjuración.
—¿Para qué, don Martín? —repuso, enfadado—. ¿Para que alguien como vos se apodere del tesoro del ilustre don Hernán? ¡Soportaremos mil torturas antes de decir nada!
—¡Luego admitís que conocéis el mapa y la conjura!
—¡No, maldito monstruo, no admito nada! —exclamó y, luego, alzando el rostro me escupió con toda su ánima.
Uno de los hombres que los había atado y amordazado y que se mantenía a prudencial distancia, se le allegó y le golpeó en el pecho con el puño cerrado. Don Diego gimió y, luego, principió a reír como un loco. Me limpié el salivazo con la manga de la camisa, hice un gesto ordenando que lo tornaran a amordazar y miré al Nacom de tal manera que al punto conoció que debía proseguir con su ceremonial para las cosechas, los animales o lo que fuera.
Con mucho donaire de santero y cuchillo de pedernal en mano, se dirigió el Nacom hacia el primero de los sevillanos por la diestra de la regla que formaban y el primero era el socarrón de don Andrés Madoz, marqués de Búbal, a quien la guasa se le había ido tan lejos del entendimiento como el espíritu del cuerpo. No podía tener más abiertos los ojos por el temor mas, cuando vio que el yucatanense se arrodillaba frente a él y le sujetaba con pujanza el miembro viril, sintió tan grande espanto que principió a agitarse como un poseso, tratando de huir, hasta que uno de los hombres de la
Gallarda
le tuvo que rodear con los brazos para impedir que se moviera. Otros cuatro hombres obraron lo mismo con los demás nobles que, por tener la boca amordazada, mugían por la nariz de puro terror. El Nacom, con diestros y bien ejecutados movimientos, abrió un agujero en el miembro al soslayo, por el lado, y luego, tomando el extremo de la cuerda de algodón que le tendió su hija Zihil, lo pasó por él y, al punto, la cuerda se tiñó de roja sangre.
De seguido, sin atender a los desesperados gestos del joven marqués de Olmedillas, repitió el oficio y tornó a pasar por el agujero el extremo de la cuerda, ya manchado con la sangre del marqués de Búbal, y de esta cuenta prosiguió hasta que tuvo a los cinco bien ensartados por sus miembros. Entonces les fue embadurnando los cuerpos con sus propias sangres hasta dejarlos enteramente pintados y, luego, cuando tanto los sevillanos como los que no lo éramos nos hallábamos al borde de la muerte, para terminar la ceremonia les cortó, a la redonda, tirillas menudas de las orejas.
Daños mayores y más horribles había visto yo a carretadas en diferentes batallas. Daños crueles y desalmados, en Alonso y Rodrigo tras rescatarlos del robo del loco Lope. Mas nunca, en toda mi vida, había visto daños tan atroces y sanguinarios. Fray Alfonso había tenido que marcharse de la plazuela por no poder resistirlo; Rodrigo y el señor Juan tenían la tez exangüe y aceitunada y los dos sufrían tiritones y daban diente con diente y, cuando el Nacom Nachancán se allegó hasta nosotros al terminar, todo manchado de la sangre de los nobles, los dos echaron atrás los cuerpos y se cubrieron con las manos sus partes deshonestas.
Yo traté de hablar, de mover los labios y de decir algo, mas, para mi sorpresa, no me fue dado proferir ni un menguado susurro. Sólo con muy grande esfuerzo y férrea determinación, logré sacudir la cabeza y, de seguido, mirar a los ojos del Nacom y declarar lo primero que me vino a la boca:
—Os quedo agradecida, Nacom.
—Me siento dichoso de haber podido ayudaros, don Martín. Espero que no os haya resultado demasiado terrible. Ya veo que vuestra merced se encuentra mejor que el señor Juan y el señor Rodrigo.
—No son ritos los vuestros para estómagos españoles —le expliqué—. Mas, decidme, Nacom, ¿qué debemos obrar ahora con los cinco ensartados?
—Ahora, don Martín, es cuando debéis preguntar. Os dirán todo lo que preciséis conocer. Una vez que hayáis acabado, les quitaré la cuerda y, a no mucho tardar, se encontrarán bien y podrán usar sus miembros como antes. Es un sacrificio que nosotros, los mayas, realizamos con bastante frecuencia, horadándonos por nosotros mismos, y nunca nos ha dejado daño alguno —dijo sonriendo.
Viendo que ni el señor Juan ni Rodrigo se hallaban en condiciones de preguntar nada, me levanté y me allegué hasta los ensartados, algunos de los cuales parecían tener perdido el sentido. Tampoco podía contar con los muy afectados hombres de la tripulación que parecían estatuas de piedra mármol. Quizá el ser mujer me libraba de aquellos horribles efectos, me dije, aunque procuraba no mirar hacia abajo por no ver el hilo del rosario.
El conde de La Oda era el único que daba señales de seguir con vida o, a lo menos, con algo de juicio, así que hinqué la rodilla ante él y, sujetándole por el mentón, le alcé el rostro hacia mí. Mi mano se manchó de la sangre que manaba de sus recortadas orejas.
—Don Carlos, ¿me oís?
Abrió un poco los ojos y asintió levemente.
—¿Con quién tenían que encontrarse vuestras mercedes al llegar a México?
—Con... Don Miguel López de Pinedo —farfulló—. Él conocía de nuestra llegada por una carta que se le remitió en un aviso de la Casa de Contratación. Se estará preguntando qué nos habrá podido acontecer, pues ya deberíamos haber arribado.
—¿Era a él a quien iban vuestras mercedes a entregar el mapa?
—Sí, así es —los ojos se le cerraban y la voz se le apagaba, de cuenta que tuve que zarandearle la cabeza para que despertara y siguiera refiriéndome la historia.
—¿De quién es el mapa, don Carlos?
—De don Pedro Cortés, marqués del Valle de Oaxaca. Antes perteneció a su padre, don Martín Cortés, y antes a su abuelo, don Hernán Cortés, que lo mandó obrar a unos cartógrafos indígenas para que sólo a él y a sus herederos se les alcanzara su sentido.
—¿Don Pedro conoce lo que dice el mapa? ¿Conoce el lugar dibujado en el pañuelo?
—No, don Pedro no sabe interpretarlo pues su padre no se lo reveló a él sino al hijo mayor, don Fernando, el tercer marqués, que murió sin darle las oportunas aclaraciones a don Pedro por no llevarse bien entre ellos. Don Miguel nos está esperando —porfió con voz mortificada, como si fuera a echarse a llorar—. Si no llegamos con el mapa la conjuración fracasará pues no habrá caudales suficientes para ponerla en ejecución.
—¿Y la misiva que se le envió a don Miguel en el aviso no llevaba un dibujo del mapa para que empezara a trabajar en él?
—No. Don Pedro no se fía de don Miguel. Sólo confía en nosotros y en don Arias Curvo, el yerno de don Miguel, porque don Arias es familiar de uno de sus hombres de mayor confianza, el banquero don Baltasar de Cabra. Cuando encontremos el tesoro de don Hernán, don Arias ha jurado matar a su suegro para que no pretenda gobernar a don Pedro obligándole a ser un rey sometido a sus deseos. Don Miguel es un hombre ambicioso y peligroso y tiene para sí que don Pedro es demasiado blando para reinar.
Y sin la intromisión de don Miguel López de Pinedo, sería Arias Curvo quien gobernara al reyezuelo blando, pensé. El último de los hermanos Curvo ejerciendo el oficio de favorito y valido del rey de la Nueva España, con todo el poder y la autoridad. Una artimaña digna de admiración, un luengo esfuerzo de años y años de ocultas fullerías, argucias e intrigas. Hasta el final, los Curvo no dejaban de sorprenderme.
—¿Y don Arias también matará al virrey don Luis de Velasco?
—Es preciso matarle. Él será el primero en caer pues de su muerte depende el que las familias contrarias a la coronación de don Pedro se unan a nosotros. Don Luis sería un enemigo grandemente peligroso pues no tiene más defecto que la avaricia y el acopio de caudales, en todo lo demás es hombre de honor y, por más, fiel hasta la muerte a España y a Felipe el Tercero.
—Si encontráis el tesoro, ¿cuándo pondríais en ejecución la conjura?
—El día de la Natividad, durante la recepción en el palacio del virrey. Ese día se celebra con grande boato en la ciudad de México y, por ser fiesta religiosa y feriada, todos se hallarán entretenidos y desprevenidos.
Le solté el mentón y él cayó desmayado al suelo. Más que dolor por la herida en el miembro viril lo que tenía era debilidad por la pérdida de sangre. Me volteé hacia el Nacom y le hice un ademán para que liberara a los ensartados. Ya conocía todo lo que deseaba conocer. En cuanto terminara la cuarentena, los cinco nobles partirían hacia México custodiados por un piquete suficiente de nuestros arcabuceros, de cuenta que arribaran secretamente a la ciudad para que el virrey hiciera con ellos lo que le viniese en gana.
Resultaba extraordinariamente apremiante hallar un cartógrafo mexicano.
Y, así, entre unas cosas y otras, arribó el día de mis nupcias, el que se contaban diez y siete del mes de octubre de mil y seiscientos y ocho. La noche anterior, con torbellinos y huracanes en el entendimiento, la pasé volteando de uno a otro lado del jergón sin lograr conciliar el sueño. Me sentía muy feliz y un poco asustada, pues toda mudanza inquieta. Acudieron a mi memoria mis padres de Toledo, Pedro y Jerónima, y mi hermano Martín, y me figuré la alegría de mi señora madre de haber podido estar conmigo en un día tan señalado. Acudieron también mis padres del Nuevo Mundo, Esteban y María, y los junté con los de Toledo. A todos les di cuentas de lo muy feliz que me sentía, de lo afortunada que era por matrimoniar con un hombre al que amaba más que a mi vida. Les referí cosas de Alonso, de su valor, donaire y gallardía, de su determinación para ejecutarlo todo, de lo dura que había sido su vida trabajando en el Arenal de Sevilla como esportillero y de sus sueños de ingresar algún día en la Armada del rey, unos sueños que, por fortuna, había olvidado al unirse a nuestra pequeña familia y al no precisar granjearse más caudales de los que ya tenía. Que Alonso me amase como yo le amaba a él era toda la gloria que yo acertaba a desearme, un justo resarcimiento de la vida por habérmelos quitado a ellos con grande dolor de mi corazón. Con Alonso a mi lado ya no estaría sola, nunca más estaría sola ni dormiría sola ni vería pasar sola los años que me quedasen.
Al fin, con el alba, les dejé marchar y tras despedirme de ellos me pude dormir, conociendo que, a no mucho tardar, Francisco entraría en mi choza para ayudarme a componer unos vestidos de novia que no existían y unas joyas que no poseía. Por no tener, Alonso y yo no tendríamos ni anillos de esponsales. Mas ¿qué se me daba de todo eso? Teniéndole a él, nada más precisaba. Sus bellos ojos azules y su galanura serían mis aderezos. ¡Por el cielo! Mi ánima se consumía con el ansia de verlo. La negativa de su padre a dejarme entrar en su choza hasta los esponsales sólo había añadido llama a llama y deseo a deseo.
Cuando Francisco echó a un lado la manta que servía de puerta en mi rancho, la luz me dio de lleno en los ojos y conocí que había llegado la hora. Ese pensamiento me espabiló tan de súbito y tan vivazmente que me sentí como si hubiera dormido toda la noche.
—¿Habéis descansado bien, doña Catalina?
Aquella voz femenil no era la de Francisco y, como sólo había otra mujer en todo el poblado, conocí al punto que era la joven hija del Nacom la que había acudido a despertarme.
—¡Zihil! —exclamé—. ¿Qué hacéis vos aquí?
—Hoy os serviré de doncella para ayudaros con los preparativos para las nupcias.
Sonreí y me levanté del lecho.
—No hay tales preparativos, querida Zihil —dije, quitándome el sayo con la calma que me daba la ausencia de Francisco.
—Sí los hay, doña Catalina. Ahora veréis.
Salió y tornó a entrar con un hermoso vestido en los brazos.
—¡Por las barbas que nunca tendré! —dejé escapar, admirada—. ¿De dónde ha salido algo tan hermoso?
—Mucho os lo agradezco, pues lo he cosido yo con nuestros paños de algodón y lo he adornado con cintas de colores.
Era un vestido sencillo, sin ninguna ostentación, mas tan bello por comparación con mis ropas masculinas de marear que sentí vergüenza.
—Van a creer que voy disfrazada —objeté—, que no soy yo.
—Ahora sois vos y cuando vestís de don Martín es cuando vais disfrazada, no lo olvidéis. Por más, doña Catalina, recordad también que los hombres son hombres y que sólo verán a una mujer hermosa en el día de su boda.
Zihil me ayudó a colocarme el vestido, me lo ajustó con las cintas y me calzó unas hermosas sandalias de cuero.
—Las ha hecho mi hermano con piel de venado para vuestra merced. Y también estos collares de cuentas de jade.
Yo misma me puse los zarcillos de oro que siempre llevaba conmigo como recuerdo del tiempo que pasé en Sevilla.