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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico

La conjura de Cortés (17 page)

BOOK: La conjura de Cortés
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¿Marqués? ¿Arruinado? ¿Don Pedro?...

—¡El pañuelo! —gritó el señor Juan al tiempo.

—¿Qué pañuelo? —preguntó Carlos Méndez.

—Uno que hallamos en poder de los cinco nobles sevillanos —dije yo—. Tiene dibujos indígenas por una cara y, por la otra, el bando mensaje de un tal «Don Pedro».

El fraile brincó como si le hubiera picado un alacrán.

—¡Dejadme verlo! —ordenó. A esas alturas, ni se me hubiera pasado por el entendimiento desatender su mandato por muy inadecuado que fuera. Miré a Francisco, asentí, y él echó a correr hacia mi rancho para volver a no mucho tardar con el dichoso pañuelo que habíamos sacado del enorme y hermoso coleto del duque de Tobes. El muchacho se lo tendió a fray Alfonso y el joven Lázaro se allegó hasta su padre con un hacha para iluminarle entretanto lo desplegaba y le daba la vuelta.

—«Id con Dios, mis leales caballeros —leyó en voz alta—. Aguardaré con impaciencia las nuevas de vuestra gloriosa empresa. Don Pedro.»

Luego, tornó a girarlo y estudió cuidadosamente los dibujos. Al cabo, levantó la mirada y, desde allí mismo, continuó con el relato:

—¿Alguno ha oído hablar del famoso asunto de los beneméritos de la Nueva España?

Todos dijimos que no.

—Tampoco yo lo conocía, mas me lo han referido con todos sus pormenores. A lo que se ve, después de la conquista de México, la capital del imperio azteca, Cortés, sus capitanes y sus soldados recibieron títulos, señoríos y granjerías en reconocimiento a la grande hazaña realizada. Durante los siguientes años, entre otros esforzados oficios y trabajos, se dedicaron con empeño a engendrar no sólo un gran número de mestizos que fueron reconocidos como legítimos y educados como españoles y cristianos, sino también un muy grande número de hijos de sus esposas españolas en cuanto éstas arribaron al Nuevo Mundo. Todos estos hijos tenían derecho por ley tanto a la herencia de sus padres como a puestos en la administración y cargos en el gobierno y la justicia, pues así lo había decretado la Corona. El problema fue que no había suficientes puestos y cargos para tantos descendientes de conquistadores o, como se los empezó a llamar por aquel entonces, beneméritos. Muchos de ellos, descontentos, apoyaron la revuelta de don Martín Cortés, el hijo de don Hernán, de la que ya os he hablado.

—¿Conoce esa gente que hay que ganarse el pan con el sudor de la frente? —se molestó el señor Juan.

El fraile carraspeó y se pasó una mano por el rostro y la barba.

—En vista de los numerosos problemas que tales honores y privilegios ocasionaban —siguió diciendo—, en los últimos años la Corona los ha ido derogando poco a poco, provocando así un mayor descontento entre los beneméritos, que se sienten gravemente afrentados y perjudicados. Si hacéis unas cuentas, veréis que de tantos hijos de conquistadores nacieron muchos más nietos e incluso, al día de hoy, muchísimos más bisnietos y todos ellos, la mayoría empobrecidos, reclaman unas prerrogativas y recompensas que consideran suyas. Quien más, quien menos, tiene un antepasado conquistador y se halla a la espera de un puesto vitalicio en el gobierno del Virreinato o en la Real Audiencia. Los beneméritos han sido y son la pesadilla de todos los virreyes de la Nueva España, empezando por el padre del actual, don Luis de Velasco el viejo, que también fue virrey y tuvo que afrontar la revuelta de don Martín Cortés.

—Tengo para mí, fraile —farfullé—, que ya sé por dónde vais. Por un lado, los ultrajados beneméritos de la Nueva España y, por otro, el arruinado y desterrado don Pedro Cortés, el mayor de todos los ultrajados beneméritos.

—Lo malo es que no acaba ahí el asunto —lamentó el fraile, asintiendo—. El cuarto marqués del Valle se fue de la lengua en Sevilla con su confesor, aunque no durante una confesión sino durante una cena en casa de un importante banquero que le ha estado sosteniendo económicamente durante todos estos años. El confesor, un franciscano, corrió a referirle al provincial, fray Antonio de Úbeda, lo que oyó aquella noche y eso fue lo que él escribió en la misiva que yo traje secretamente hasta el Nuevo Mundo. Fray Antonio le refirió a fray Toribio de Cervantes, Comisario General de la Nueva España, que en la conjura participan también conocidos sacerdotes y obispos e importantes comerciantes de la alta sociedad novohispana deseosos de títulos nobiliarios y de escapar de las prohibiciones al comercio con extranjeros impuestas por la Corona. Todos ellos, junto a los beneméritos, quieren a don Pedro Cortés coronado, de manera que la conjura tiene visos de ejecutarse antes o después. Sólo hay un inconveniente, uno solo para que todo se lleve a cabo.

A ninguno nos salían las palabras. A ninguno nos era dado proferir ni un pequeño ruido.

—No les costará mucho apresar al virrey y hacerse con el gobierno de la Nueva España —continuó—. No hay grandes ejércitos contra los que combatir y, a lo que parece, muchos capitanes y generales son beneméritos por linaje o han sido comprados. Sólo habría que luchar contra los leales a la Corona de España, que no son tantos y están en desventaja. Mas no conviene olvidar que España es un gran imperio, con Tercios por toda Europa y con una Armada tan poderosa como para reconquistar la Nueva España antes de un año. Lo que fray Antonio le escribió al padre Toribio es que, según don Pedro Cortés y su benefactor, el banquero sevillano, la Nueva España precisa muchísimos caudales para comprar ejércitos y galeones con los que defenderse de España tras la sublevación. Para decir verdad, precisa de unos cinco millones de ducados.
[18]

Unos soltaron exabruptos, otros exclamaciones de sorpresa, algunos se espantaron tanto al oír la cantidad que se llevaron las manos a la cabeza o a la boca. Yo, en cambio, me estaba preguntando qué sería lo que el virrey podía querer de mí en una situación tan peligrosa.

—Ya no me queda mucho que contar —dijo fray Alfonso, aún con el pañuelo entre las manos—. Sólo dos cosas: la primera, que la principal familia que promueve la conjuración es la López de Pinedo, afamados y ricos comerciantes de la Nueva España a la par que beneméritos, descendientes del capitán Gregorio López de Pinedo, que luchó, dicen ellos, codo con codo al lado de don Hernán Cortés en la toma de México-Tenochtitlán.

La mirada de Rodrigo se cruzó con la mía. Estaba blanco como la nieve y su rostro era una máscara de consternación. Ambos veíamos como los hilos se iban tejiendo hacia mí.

—Los López de Pinedo están emparentados por el matrimonio de su única hija con otra poderosa familia de comerciantes de Sevilla, los Curvo —fray Alfonso me miró muy elocuentemente—, quienes, a su vez, están emparentados también por matrimonio con el rico banquero sevillano que ha estado sosteniendo a don Pedro Cortés desde la muerte de don Martín, su padre.

—No me lo digáis —le atajé, cerrando los ojos—. Ese banquero es un tal Baltasar de Cabra.

—En efecto —murmuró tristemente fray Alfonso.

El fuego de la hoguera crepitaba, la selva rumoreaba, los hombres de los corros cercanos seguían conversando y riendo...

—¿Y cuál es la otra cosa que os queda por referir? —preguntó ásperamente Rodrigo—. Dijisteis que eran dos y una ya la habéis contado.

—Sí, así es —convino el fraile—. Me falta otra y ésta es que en la misiva que traje se mencionaba algo más, la existencia de un mapa perteneciente a don Hernán Cortés, uno que mandó ejecutar antes de viajar a España en mil y quinientos y cuarenta, viaje del que ya no regresó pues murió allí, en un pueblo de Sevilla. Ese mapa señala la ubicación del más grande tesoro que ha dado nunca el Nuevo Mundo y que don Hernán Cortés, hombre asaz desconfiado y, a lo que se ve, avaricioso, escondió de los ojos de todos, incluso del emperador Carlos el Primero. Ese mapa, decía la carta de fray Antonio de Úbeda, sería traído a la Nueva España por unos aristócratas poco antes de dar inicio la conjuración, pues con dicho tesoro se sufragarían los enormes gastos de creación y defensa del nuevo reino de don Pedro.

—No lo entiendo —objetó Juanillo—. Si los marqueses del Valle se hallaban tan arruinados, ¿para qué dejaron el tesoro sin recoger durante tanto tiempo?

—Primero, porque no podían retornar a la Nueva España por prohibición imperial —le recordó fray Alfonso—, y, segundo, porque nadie comprende este mapa de don Hernán Cortés —el fraile alzó el pañuelo en el aire—. El conquistador de la Nueva España murió sin dar cuentas de lo que significan todos estos dibujos, ni siquiera a qué lugar se refieren. Nadie conoce dónde hay que buscar el tesoro ni cómo hallarlo, mas los conjurados tienen por cierto que estando el mapa aquí y con el auxilio de indios que dominan el arte de los antiguos mapas indígenas, no resultará muy difícil dar con él.

Como el afilado chillido de un mico en mitad de la noche, al punto se me vino al entendimiento lo que el mentado virrey de la Nueva España deseaba de mí.

—¡Que se me lleve el diablo! —exclamé para sorpresa de todos—. Lo que ese don Luis de Velasco el joven tenía en voluntad era que yo atrapara a los aristócratas enviados por don Pedro antes de que arribaran a estas costas y entregaran el mapa a los conspiradores, de cuenta que la traición no pudiera ejecutarse. ¿No es así, fraile?

El padre de Alonso me miró con una ancha sonrisa.

—¡En muy poco valoráis la ambición y la gratitud del virrey! —objetó—. Lo que él, en verdad, desea de vuestra merced es que, por más de haceros con el mapa, rescatéis el tesoro de Cortés para impedir la traición y lo depositéis no en vuestra bolsa, que sobre esto fue muy claro el virrey, sino en las arcas de la Corona de España. Desea también que matéis a don Miguel López de Pinedo, garante y sostén de la conspiración en el virreinato, y... —quedó en vilo por darle mayor empaque a sus palabras— a don Arias Curvo, su yerno, esposo de su única hija doña Marcela, ya que, de cierto, sin la osadía de uno y sin los caudales del otro la conjura perdería fuelle raudamente a este lado de la mar Océana. Las gentes aún recuerdan los muchos ahorcados que colgaban en los patíbulos de México tras la fallida sedición de don Martín, el segundo marqués. Con las exigencias de los beneméritos se hará lo que buenamente se pueda, mas, sin los López de Pinedo y sin el tesoro de Cortés, que vuestra merced entregará a don Luis de Velasco el joven sin que falte una sola pieza, la conjura para dividir el imperio quedará desbaratada. El virrey obtendrá honores y reconocimientos por parte de Felipe el Tercero y éste no tendrá que enjuiciar y ejecutar a don Pedro, el nieto del conquistador don Hernán Cortés.

Con los ojos de todos puestos sobre mí, dije:

—Y el buscado criminal Martín Ojo de Plata salva al reino, al virrey y al rey por la grande generosidad de su corazón.

—Os dije que valorabais en muy poco la gratitud del virrey, doña Catalina —afirmó el fraile muy satisfecho—. A trueco de tan estimables esfuerzos y conociendo como conoce por mi boca que sois, en verdad, una dama de mucha dignidad, el virrey os ofrece limpiar por completo, en todo el imperio, vuestro nombre, es decir, el de Catalina Solís y el de vuestro señor padre, don Esteban Nevares y, si así lo deseáis, también el del supuesto Martín Nevares. Por más, os ofrece la restitución completa de todas vuestras propiedades tanto en España como en el Nuevo Mundo, lo que incluye, por supuesto, el palacio Sanabria y la latonería de la isla Margarita, incluyendo las naos, casas y negocios que pudiera haber tenido vuestro señor padre don Esteban. Y, por último, y considerando que si ejecutáis bien el oficio habréis hecho un muy grande servicio al reino, don Luis de Velasco el joven os ofrece un título nobiliario con tierras y rentas que podrán heredar vuestros descendientes. Todo ello, otorgado y rubricado por el propio rey, naturalmente. Dejaréis de ser un proscrito para convertiros en una dama noble, respetable y acaudalada a la que nunca más perseguirá la justicia.

CAPÍTULO III

Guardo en mi memoria como un tesoro, el más valioso de todos cuantos he hallado o robado en mi vida, aquel precioso momento en el que Telmo Méndez, corriendo como un loco, llegó y se plantó en mitad de la plazuela de nuestra recién alzada Villa Gallarda, anunciando a voces que su hermano Alonso se había despertado. Aún le veo allí, con sus pequeños calzones medio caídos y sus brazos en alto, hacia el cielo, luciendo una hermosa sonrisa de grande felicidad.

—¡Mi hermano se ha recobrado! —aullaba—. ¡Mi hermano Alonso ha resucitado!

Acababa de amanecer y casi todos nos hallábamos desayunando junto a las ollas dispuestas frente a las chozas.

—¡Atended! ¡Mi hermano ha despertado! ¡Está vivo, está vivo!

—¡Pardiez! —escuché rezongar a Rodrigo entretanto mis pasos apresurados, que acabaron en carrera, me encaminaban hacia el rancho de los Méndez. ¡Alonso había regresado, había escapado de los brazos de la muerte! No me apercibí del grande alboroto y tumulto que se estaba formando en el poblado.

La manta que cubría la entrada del rancho de los Méndez se hallaba retirada hacia un lado, de cuenta que, sólo con adentrarme un paso, por la luz que entraba pude vislumbrar, al fondo, el jergón sobre el que descansaba un Alonso igual de quieto y postrado que durante el mes transcurrido desque le rescatamos junto a Rodrigo de La Borburata. Sólo al allegarme muy despaciosamente, animada por la grande alegría que se advertía en los rostros de su padre y sus hermanos, reparé en que sus ojos se hallaban abiertos y que me miraba y que, aunque trataba de sonreír, su rostro se bañaba en lágrimas y su mano siniestra luchaba por alzarse hacia mí sin lograr más que un leve movimiento en los dedos.

—Alonso... —murmuré. El corazón me saltaba en el pecho y las piernas se me aflojaban cuanto más me allegaba hasta él.

Lo tenían cubierto por un fino lienzo que dejaba vislumbrar lo muy atenuado y flaco que estaba, tan amarillo y en los huesos que daba espanto mirarle. Mas por algún admirable encantamiento pude ver en aquel pobre rostro el valedero rostro del gallardo Alonso.

—Ahora hay que atender bien a su alimentación —dijo, sobresaltándome, Cornelius, al que no había advertido al entrar—. Debe recuperar fuerzas.

Puse una rodilla en el suelo junto al jergón y me incliné hacia Alonso, que no dejaba de mirarme y de sonreír y llorar al tiempo. Trató de hablar, mas no se oyó ningún sonido.

—Dele un poco de agua, maestre —me aconsejó Cornelius tendiéndome una redoma.

Por primera vez en mucho tiempo, al arrimar el líquido a sus labios, los labios se movieron y mostraron la intención de beber. Hasta ese día, habíamos tenido que dejar caer en su boca, cucharada a cucharada, el agua o las gachas para que tragara sin ahogarse. Sentí tal felicidad en mi ánima por contemplar aquel menudo gesto que tanta vida significaba que también a mí principió a llorarme el único ojo que me quedaba. Fue entonces cuando me di cuenta de que no portaba el ojo de plata que él me regaló antes de que lo robaran sino uno de los viejos parches de bayeta negra que madre me había cosido.

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