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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico

La conjura de Cortés (22 page)

Comimos y bebimos, cantamos y bailamos sin descanso hasta la puesta del sol y, aún entonces, la fiesta prosiguió. A falta de otras mujeres, Zihil y yo fuimos grandemente requeridas para los bailes, mas los hombres no hacían aspavientos si se terciaba bailar entre ellos. Alonso comió mejor aquel día, aunque Cornelius no le permitió probar ni el vino ni el cerdo pues decía que su estómago no resistiría pruebas tan duras. Sin embargo, a escondidas del cirujano, consentí que se mojara los labios con el vino de mi copa y al punto se le vio repuesto como no lo había estado hasta entonces, de cuenta que torné a darle, a escondidas y de tanto en tanto, menudos sorbos de mi vino. Su sonrisa de júbilo me iluminaba.

Llegó la noche. Seguíamos cantando. Alonso principió a sentirse muy cansado aunque se le veía tan dichoso como a mí. Juro y juraré que hubo algún feliz encantamiento aquel día en Villa Gallarda pues tanto reímos, y con tantas ganas, que nos dolían los ijares. Hacía mucho tiempo que no disfrutábamos de tan alegre regocijo y contento. Rodrigo empezó una chirigota en la que figuraba que era una joven doncella barbuda que bailaba en torno a los hombres que dormían la borrachera en el suelo de la plazuela.

Y, de súbito, se escuchó, alto y apremiante, el grito de alarma de los guardas que venía de la selva.

Con prodigiosos brincos, los hombres se izaron del suelo tanto si estaban durmiendo borrachos como si cantaban, hablaban o fumaban sentados. Todo aconteció tan raudo como un rayo que cae del cielo: aparecieron los arcabuces, se despertaron los ebrios, se apagaron los fuegos, callaron las voces, las risas, los cantos y la música. Fray Alfonso y sus hijos, ayudados por el señor Juan y Cornelius, se llevaron en volandas a mi esposo hasta nuestro rancho entretanto yo, que fui tras ellos, ayudada por Francisco y sin remilgos por la presencia de tantos hombres, mudé mis ropas, tomé mis armas y salí a la plazuela en busca de Rodrigo, que me esperaba tan despierto y armado como si el día hubiera sido de guerra y no de bodas.

Todo esto aconteció en menos que canta un gallo, de cuenta que, para cuando arribó el guarda que había dado la alarma, Villa Gallarda era una población yerma y oscura, silenciosa como un cementerio y peligrosa como una santa Bárbara bajo una lluvia de chispas. El hombre se allegó corriendo hasta Rodrigo y hasta mí.

—Vienen hombres por el sudoeste —susurró—. Ocho o diez. Armados. Todos negros. A caballo. Abriéndose camino en la espesura con largos cuchillos. Avanzan en silencio, procurando no hacerse notar.

Otro guarda arribó al punto, corriendo también.

—Se han detenido, maestre —jadeó, sin resuello.

—¿Dónde?

—A unas setenta varas de aquí. En cuanto se apagaron los fuegos y cesó la música, se detuvieron.

—¿Se acercan más grupos desde otras direcciones?

—No, maestre. Lo hemos mirado.

—Pues tornad allí y referidme cuanto suceda.

—Sí, maestre —dijeron ambos a la vez, corriendo a internarse de nuevo en la selva.

—¿Qué hacemos? —me preguntó Rodrigo.

—Sólo son ocho o diez hombres a caballo —repuse, ajustándome bien la daga—. Si no se marchan, los capturaremos. Ordena a los nuestros que se dividan en dos piquetes y que avancen en silencio por el sur y por el oeste hasta rodear a los negros. Si tuercen su derrota y se alejan, que les permitan marchar en paz; si avanzan hacia nosotros, que los detengan.

—Como mandes —repuso Rodrigo, alejándose entre las sombras.

Miré al cielo. No había nubes y la luna estaba menguante, casi nueva, lo cual nos favorecía. En cambio, las muchas estrellas, luminosas como faroles, nos perjudicaban. A tal punto, retornó a mi memoria que aquélla era mi noche de bodas y añoré tanto a Alonso que me dolió el corazón. Ojalá me hubiera sido dado estar con él y no allí sola, parada en mitad de la plazuela, a oscuras esperando nuevas de los guardas y temiendo el ataque de unos veracruzanos que, en el peor de los casos, servirían a las órdenes de las autoridades locales, lo que nos obligaría a defendernos y a matarlos.

El primero de los guardas tornó corriendo hasta mí.

—¡Han dicho vuestro nombre, maestre! —exclamó—. ¡Vienen a por vuestra merced!

¡Menuda cosa!, me dije. Medio Nuevo Mundo venía a por mí para ganar las valiosas recompensas ofrecidas desde España por la Casa de Contratación y el Consulado de Mercaderes de Sevilla.

El segundo guarda apareció de nuevo entre el boscaje y se me allegó como un galgo, con el rostro iluminado de satisfacción.

—¡Maestre, son cimarrones de Gaspar Yanga! ¡Desean hablar con vuestra merced!

¡Cimarrones de Gaspar Yanga! Solté un grande suspiro y sonreí, aliviada.

—Traedlos hasta mí. Tenedlos a la mira, mas tratadlos bien.

—¡Sí, maestre!

Rodrigo apareció por detrás de los ranchos luciendo un gesto de grande tranquilidad.

—¿Ya lo conoces? —le pregunté, alzando la voz.

—Lo conozco —afirmó—, y, a la postre, no he despachado a los hombres.

—Sea. Mas que sigan armados y listos.

—¡Por mis barbas, Martín! —me reprochó—. ¡Que son quienes nos han estado favoreciendo desque salimos de Tierra Firme!

—No me fío de nadie hasta que me es dado fiarme.

—Genio y figura... —murmuró, colocándose a mi lado.

Al punto, los hombres tornaron a encender las hogueras y la villa recobró un cierto aire apacible, expectante, que presto se vio satisfecho cuando se abrió la espesura y un grupo de negros salió al raso ceñido por quince o veinte hombres de los nuestros. Mas si a todos se nos quedó el ánima en suspenso y si los ojos se nos abrieron como rodelas fue por la admiración de ver que la talla del jefe del piquete de cimarrones de Yanga alcanzaba casi las dos varas y media.
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Tan alto resultaba que los demás semejaban enanos, y no sólo era alto y de hasta treinta años sino que, por más, también era hermoso de cuerpo, de airoso talle y de muy buen semblante, con unos ojos grandes, oscuros y buenos. En todos mis años no había visto nunca una persona de tan encumbrada y gigantesca estatura.

El hombretón, ataviado con camisa blanca y calzones negros de paño, se me allegó en dos pasos y se me plantó delante con toda reverencia, haciendo una elegante inclinación. Sus grandes y bondadosos ojos parecían satisfechos.

—¡Al fin! —exclamó con una voz grave que le salía del fondo de aquel pecho inmenso—. Es un honor conoceros, don Martín Ojo de Plata.

—¿Y cuál es vuestra gracia? —le pregunté, echando atrás la cerviz para mirarle.

—Gaspar Yanga el joven, hijo del rey Yanga.

Aquello ya lo había vivido antes, hacía mucho tiempo, con Sando y el rey Benkos, aunque Sando, siendo tan hijo de rey como éste, ni de lejos lucía un porte tan principesco. Claro que, al lado de Gaspar Yanga el joven, todos éramos unos alfeñiques.

—¿Y cómo debo llamaros, señor?

Él sonrió muy graciosamente.

—Llamadme Gaspar, don Martín, sólo Gaspar. El rey es mi padre, no yo.

—Y doy por cierto que, como mi hermano Sando, el hijo del rey Benkos, os habéis criado oyendo hablar del fabuloso reino de vuestro señor padre en África.

Alzó los ojos al cielo y tomó a reír muy de gana.

—¡Oh, don Martín, no os lo podéis figurar!

Aquello nos hizo reír a todos y tornó en amable y grato el ambiente. Rodrigo no perdió el tiempo y le refirió a Gaspar que nos hallábamos en plena celebración de mis esponsales cuando ellos llegaron, de cuenta que presto regresaron la música, el vino y el más que abundante banquete, del que nuestros invitados dieron debida cuenta pues venían valederamente hambrientos. Entretanto cenaban, yo me encontraba cada vez más preocupada porque Alonso no había tornado a salir del rancho, ni tampoco los demás, así que me disponía a abandonar a los circunstantes para averiguar qué acontecía cuando Cornelius se me allegó por la espalda y me susurró al oído que Alonso estaba dormido, que se hallaba tan extenuado por las emociones del día cuando entraron en el rancho que no podía ni con el peso de su misma cabeza y que convenía dejarlo descansar y reponerse. Me tragué mi pena con un sorbo de vino que me supo agrio y proseguí atendiendo a mis invitados. A lo menos, en nuestra noche de esponsales, me hubiera complacido dormirme con él, ya que otras cosas mejores no se podía. Hube de esforzarme para llevar a cabo adecuadamente mis obligaciones de dueña y maestre.

Gaspar Yanga el joven nos refirió que él y sus hombres habían abandonado su palenque, llamado San Lorenzo de los Negros, mucho antes del amanecer de aquel mismo día, y que no se habían detenido ni para comer. En cuanto se conoció en San Lorenzo que la
Gallarda
había sido asaltada y que la habían hallado vacía, trataron por todos los medios de dar con nuestro paradero y, al no lograrlo, su padre ordenó formar cuadrillas de hombres a caballo que partieran de inmediato en nuestra busca pues, de seguro, andaríamos ocultándonos por las inmediaciones de Veracruz. Gaspar, que conocía bien la zona por ser el encargado de sacar de la ciudad a los negros que huían, se determinó por el lugar más probable, el escondite del manantial, del que él mismo se había servido en multitud de ocasiones. Atracándose de venado asado dijo que, habiéndonos tenido a la mira desque entramos en las aguas de la Nueva España, no podían ahora decirle al rey Benkos que nos habían perdido, pues muy capaz sería de declararles la guerra y de mandar a sus cimarrones de Tierra Firme con aviesas intenciones.

Daba mucho gusto hablar con Gaspar, pues era muy gracioso en todo lo que decía, de cuenta que el tiempo se nos pasaba raudo riendo con el gigantón. Llegados a un punto, me preguntó si me había determinado a ayudar al virrey don Luis de Velasco en el asunto de la conjura de don Pedro Cortés, a lo que yo repuse, no sé a qué tan admirada, que cómo era que él conocía una cuestión tan secreta si no había habido ni un solo esclavo ni criado durante la entrevista de fray Alfonso con don Luis. Mi entendimiento, acostumbrado a las naturales evoluciones de las nuevas, no conseguía habituarse a la ligereza y las cabriolas con que éstas se movían por los hilos de la telaraña de negros de todo el Nuevo Mundo.

—No, no había ningún esclavo en aquella ocasión —admitió con malicia—, mas había varios cuando el padre fray Toribio de Cervantes, el Comisario General de los franciscanos de estas tierras, habló más tarde del asunto con el confesor del virrey, fray Gómez de Contreras, ambos presentes en la anterior entrevista. Por si os interesa, estos dos hombres conocen ya los nombres de todos los obispos, priores, prelados, frailes y clérigos que participan en la conjura de Cortés y los beneméritos. Me es dado ofreceros una relación completa, si lo deseáis. Están esperando a que os determinéis sobre el trato con el virrey y, si lo aceptáis, a que culminéis el oficio con éxito para remitir un pliego al Papa de Roma haciéndole saber los hechos y los nombres.

Dejé escapar un luengo suspiro. Aquél había sido el día de mi boda, aunque ya no lo pareciera.

—Me he determinado a aceptarlo —le dije, mirando las brasas—. Precisamos el perdón real para recobrar nuestras vidas.

Gaspar tomó a reír muy de grado, con sonoras carcajadas.

—¡Me place, don Martín! —exclamó, dándose palmadas en las rodillas—. Hacéis honor a vuestra fama. Cuando sea viejo, podré contarles a mis nietos que os conocí por vuestro mismo ser. Decidme, ¿cómo podríamos mi padre y yo serviros en este asunto?

Un brillo como de estrellas le chispeaba en los ojos. Si le hubiera dicho que no le precisaba, se habría llevado un grandísimo disgusto. Miré a Rodrigo en busca de ayuda y él me hizo un gesto con la cabeza señalando la choza en la que guardábamos a los prisioneros. ¡Cuán grande era mi compadre!

—Nos favoreceríais mucho si os encargarais de unos hombres que deben permanecer bajo custodia hasta que todo termine.

—¡Sea! —admitió sin dudar—. Mañana mismo se vendrán conmigo a San Lorenzo de los Negros.

—No. No, señor. Eso no será posible —atajó la voz de Cornelius desde el costado siniestro del corro.

Gaspar le miró y luego me miró a mí con grande desconcierto.

—El que habla es nuestro cirujano —le expliqué—. Cornelius Granmont, que nos tiene en cuarentena por unas calenturas pestilentes que sufrieron los indios de nuestra nao —le expliqué.

—Hay muchas de ésas —señaló Gaspar, calmoso— y sólo las sufren los indios.

—Cierto, mas Cornelius asegura que nosotros, sin padecerlas, podemos inficionar a todos los indios de la Nueva España.

—Hasta el próximo día lunes a nadie le es dado abandonar este poblado —sentenció Cornelius.

—Sosegaos, cirujano —repuso amablemente el gigantón con una sonrisa—. Podemos retrasar nuestro tornaviaje al palenque. El día lunes o el día martes, partiremos con esos prisioneros hacia San Lorenzo de los Negros.

—¿No deseáis conocer quiénes y cuántos son? —le pregunté.

—Me lo vais a referir ahora mismo.

—Cierto —asentí—. Se trata, en primer lugar, de un grupo de seis prisioneros ingleses que capturamos durante el asalto a una nao pirata.

—Nosotros somos diez. No os inquietéis.

—No, si no me inquieto por éstos —afirmé pasándome la mano por los revueltos cabellos—, me inquieto más por los otros, por los cinco aristócratas sevillanos que os van a amargar el tornaviaje con sus remilgos.

—¿Son, acaso, los nobles enviados por don Pedro Cortés para custodiar el viejo mapa de su abuelo, el marqués don Hernán?

—Acertáis, señor —declaré—. Éstos son.

—¿Y les habéis quitado el mapa? —su rostro arrebatado me recordaba el de Juanillo, al que no veía por ninguna parte desde hacía un buen rato.

—El mapa se halla en mi poder —admití—, mas es tan inútil como un papel en blanco si no logramos que lo estudie algún cartógrafo indígena de estas tierras. A nadie se le alcanza lo que se dice en esa tela.

—¡Yo sé quién podría ayudaros! —soltó, de súbito, uno de los hombres de Yanga, sentado frontero mío. Era un joven delgado de cuerpo y carilargo, y, a todas luces, mulato, pues su piel era tan clara como la más oscura de las nuestras. Llevaba la carimba
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de la esclavitud en el pecho descamisado—. ¡Don Bernardo Ramírez de Mazapil!

Gaspar asintió, muy complacido.

—Antón está en lo cierto —dijo—. Don Bernardo es la persona indicada.

—¿Quién es ese don Bernardo? —preguntó Rodrigo.

—Don Bernardo fue
nahuatlato
en la Real Audiencia de México... —principió a explicarle el joven Antón.

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