—¿Vamos ya? —me preguntó mi señor esposo.
—No, aún no —repuse—. A no mucho tardar, también los centinelas se dormirán.
La noche del domingo que se contaban treinta días del mes de noviembre, los esclavos negros y los indios tributarios de don Luis de Velasco desmantelaron los andamios del pozo y principiaron a cargar las mulas con las cajas y los bultos. Cuando amaneció el día lunes y se fueron a dormir, apenas quedaban rastros de la grande muchedumbre que había estado viviendo y trabajando allí. Ejecutaron una admirable labor de limpieza. Sólo descansaron unas dos horas pues, a las diez de la mañana, la recua de mulas y los hombres ya habían tomado el camino de Tlayacapan con dirección a la encomienda de Tultitlán, al norte de México. A no dudar, me había dicho yo el día anterior, mirando el mapa que habían dibujado Carlos, Francisco y Juanillo del primer tranco del camino, se aposentarían en el recodo del pastizal y, de seguro, pondrían guardas a las mulas por la noche, mas como debían mudar el sueño por haber estado durmiendo de día y como apenas habían reposado, los dichos guardas no aguantarían despiertos mucho rato.
Y, como me había barruntado, se durmieron en menos de dos credos.
—¿Vamos o no? —inquirió el impaciente Rodrigo.
—Vamos —dije.
Los habíamos seguido de cerca durante todo el día manteniéndonos ocultos entre el boscaje y, al contrario que ellos, nosotros nos hallábamos lozanos y descansados. No habíamos dispuesto de mucho tiempo para prepararlo todo mas lo habíamos logrado con éxito.
Sigilosamente, rodeamos la cerca de cuerdas hasta su parte más oscura y alejada y la cruzamos por debajo, pasando casi a ras del suelo. La habían colocado a una altura de vara y media para que las mulas no se pudieran escapar aunque, con lo muy cansadas que estaban por el grande peso que habían cargado todo el día, las pobres no hubieran podido saltar la cerca ni aunque la hubieran colocado a un palmo.
Algunos animales se hallaban tumbados, bien para dormitar o reposar un rato como hacen las caballerías, o bien por rascarse y quitarse las pulgas frotándose contra el suelo. Otros dormían de pie, inmóviles, o pacían sosegadamente, entretanto las que ejercían de vigilantes de la manada se nos allegaron para olisquearnos y comprobar nuestras intenciones. Ése era el momento crucial, pues si las vigilantes nos percibían como una amenaza, comenzarían a rebuznar para alertar a las demás. Nos dejamos oler sin movernos y, por más, les dimos azúcar para ganárnoslas. Y lo logramos. De a poco, todas las exhaustas mulas se saciaron del azúcar que les dábamos y se alejaron para seguir paciendo, rascándose o durmiendo sin emitir ni un sonido. Los guardas negros permanecían profundamente dormidos y alguno de ellos incluso roncaba. El viento de la fortuna tornaba a soplarnos de popa.
Hice entonces señas con las manos para repartir a las cuadrillas por los lados del apilamiento de cajas. Portábamos hachas, picos, palas y los afilados cuchillos de pedernal del Nacom Nachancán pues, entretanto Carlos, Juanillo y Francisco habían partido a caballo el día anterior para reconocer perfectamente las primeras cuatro leguas del camino de Tlayacapan y para comprobar que valederamente se hallaba expedito como había asegurado Lorente, el arriero, Alonso y yo fuimos por las desperdigadas casas de Cuernavaca ofreciendo buenos dineros por todas las herramientas afiladas que nos quisieran vender ya que, según dijimos, precisábamos abrir el pozo del patio interior del palacio para abastecernos de agua. Compramos doce picos, quince palas y cinco hachas que fueron cuidadosamente afiladas por el Nacom y sus hijos.
En mi cuadrilla estaban Alonso y Francisco. Me determiné por abrir con el pico la primera de las cajas. Francisco dispuso una manta en el suelo y entre los tres la vaciamos en un santiamén colocando su contenido sobre la manta. Alonso, con la pala, rellenó la caja de tierra y, luego, tornamos a clavarla con suaves envites y mucho tiento para no hacer ruido. Como los clavos entraban en los mismos agujeros de los que tan cuidadosamente habían salido, no resultó difícil. Ejecutamos lo mismo con la siguiente caja y, luego, con otra más y, al acabar, Francisco hizo un hato con las puntas de la manta y se la llevó a rastras fuera del cercado, hasta el apartado lugar del bosque donde se hallaban ocultos nuestros caballos.
De igual modo iban obrando las otras cuadrillas. Algunas llevaban sacos en lugar de mantas, pues el día anterior había puesto a los marineros de la
Gallarda
y a don Bernardo y al señor Juan a vaciar todos los que hubiera en la cueva de la pirámide. Para el oficio que debíamos ejecutar precisábamos de todos nuestros hombres, incluso de los más viejos. Ninguno se iba a librar de doblar el espinazo y esforzarse como un
tameme
. Si luego les dolían los huesos, que descansaran cuando todo acabase.
Aunque trabajábamos raudamente, debíamos descargar cien y veinte cajas, dos por cada una de las sesenta mulas de la recua, y, luego, tornarlas a rellenar con tierra y piedras para igualar en lo posible el peso. Era mi deseo que no se descubriera el engaño hasta que hubieran arribado a Tultitlán o a Azcapotzalco pues, de ese modo, el virrey se hallaría cierto de estar en posesión del quinto hasta el último momento, hasta que le arribaran las malas noticias desde su encomienda al cabo de unos quince o veinte días, pues iba a presentarse en Cuernavaca a finales de esa misma semana con fray Alfonso y un buen puñado de oficiales reales de la más alta dignidad y no tenía yo en voluntad que las cosas se torcieran antes de tiempo pues había mucho en juego. Incluso un título de duquesa.
Trabajamos toda la noche sin descanso, desclavando, vaciando, rellenando, tornando a clavar y arrastrando los sacos y mantas hasta el bosque. A las dos de la madrugada, ya no podía con mi ánima. Ni yo ni ninguno. A las tres, cuando faltaba poco para que los ladrones principiaran a despertarse, la cuadrilla de Pedro el mestizo clavó la última caja y, tras disponerlas entre todos tal como las habíamos hallado, salimos del cercado. Del pastizal quedaba bien poco por la mucha tierra que habíamos removido y utilizado. Mas también eso lo había previsto.
—Chahalté —le dije al hijo del Nacom—. Los coyotes.
Chahalté había salido de caza el día anterior y había capturado un par de coyotes en las estribaciones de la sierra al norte de Cuernavaca. Los coyotes, para decir verdad, no iban a atacar a las mulas por no ser una de sus presas habituales ni una de sus comidas predilectas, aunque soltándolos entre ellas, las pobres se asustarían tanto y armarían tal escándalo y algarabía, corriendo desconcertadamente de un lado a otro del cercado, que los ladrones achacarían los estragos del pastizal a la locura de la recua. Por más, sería un bonito despertar para aquellos canallas y, así, se pondrían en marcha antes de lo previsto, dejándonos descansar pues bien nos lo habíamos ganado.
Los rebuznos desquiciados de las mulas, los gritos y maldiciones de los arrieros y los disparos de arcabuz contra los pobres coyotes me arrullaron como una canción de cuna entretanto me dormía entre los brazos de Alonso, apoyados los dos contra los duros fardos y hatos que, al despertar, tendríamos que llevar de vuelta a Cuernavaca. El burlador había sido burlado.
¿Qué demonios se me daba a mí de títulos, honores, palacios, negocios, reyes, virreyes y sandeces semejantes? Nada de eso me interesaba, para decir verdad. La vida era lo único importante. Vivirla y disfrutarla con aquellos a quienes amas y, por eso, cuando, allegándonos a Veracruz por el Camino Real, torné a ver la mar después de tanto tiempo, cuando torné a pisar la cubierta de mi
Gallarda,
y cuando vi la felicidad en los rostros de Alonso, Rodrigo, el señor Juan, Juanillo y Francisco, conocí que aquélla era mi vida y que ellos eran mi familia. Todo lo demás, sólo zarandajas y desperdicios.
Reunida de nuevo la dotación, los hombres se afanaban por las bodegas, las jarcias y los mástiles componiendo la nao para levar anclas y hacernos a la mar con rumbo hacia Santa Marta, nuestro hogar. Las obras de reconstrucción de la casa de mis padres, de la mancebía y de la tienda pública debían hallarse bastante adelantadas y era buen momento para regresar a Tierra Firme y establecerse allí. En verdad, yo nunca quise otra cosa. Claro que, de no haber acontecido todo del modo en que lo había hecho, no habría encontrado a Alonso y no me habría desposado nunca con él, ni habría conocido tampoco a Clara Peralta en Sevilla, ni al Nacom Nachancán en el Yucatán, ni a don Bernardo en Veracruz, ni a tantos otros. Bien estaba, pues, lo que bien acababa. Era el momento de hacer borrón y cuenta nueva. De tornar a principiar.
—Un maravedí si te vienes conmigo —dijo mi señor esposo, abrazándome por detrás.
—¡Sí que pagas poco por un servicio tan bueno! —me reí.
—¡Eh, duquesa, te requieren en el puerto! —gritó mi compadre Rodrigo saltando del planchón a la cubierta como si fuera un mozuelo. Desque habíamos regresado a la nao, estaba henchido de vigor y alegría.
—¿Quién?
—Tú ya sabes quién —repuso juntando los pulgares y los índices de las manos y colocándoselos alrededor de los ojos a modo de lentes para indicar que era don Bernardo quien me requería. En verdad era yo quien le había pedido que acudiera a la
Gallarda
por hablar con él y por ver si conseguía que pisara la cubierta antes de que zarpáramos. Deseaba que conociera nuestro hogar.
—¡Maldito y terco erudito del demonio! —exclamé—. ¿Sigue sin querer subir a bordo?
—Dice que le dan ansias y bascas.
—¡Si estamos fondeados en el puerto!
—¡A mí no me lo digas! —resopló Rodrigo desapareciendo por la escotilla de babor.
—¿Deseas que te acompañe? —me preguntó Alonso tomándome por la cintura.
—No, ya voy yo. Lo que le tengo que decir prefiero decírselo privadamente.
—Pues, ya que no has querido mi maravedí, comprobaré los bastimentos.
Le di un beso rápido en el carrillo y me encaminé hacia el planchón.
—Luego te lo pediré —le dije riendo.
Bajé a tierra a grandes zancadas saludando con la mano a don Bernardo, que me aguardaba en el muelle.
—Señora duquesa... —me saludó a su vez haciendo una reverencia.
—¡Y dale! ¿Cuántas veces más le habré de solicitar que deje de llamarme así? Hágame vuestra merced la gracia de tornar a llamarme por mi nombre.
—No me pidáis imposibles, mi señora. Sois lo que sois. Y sois la duquesa de Sanabria.
Le miré con resignación.
—Paseemos, don Bernardo. Debemos hablar —dije encaminándome hacia la plaza en la que se hallaba su casa. Hacía una hermosa mañana de enero, soleada y cálida, con una buena brisa y un cielo azul brillante y despejado. Todas las gentes con las que nos cruzábamos me saludaban al pasar. Todos me conocían y conocían el dichoso asunto de la conjura, de cuenta que no podía ir por las calles sin hallarme bajo la atenta mirada de marineros, vecinos, esclavos o mercaderes.
—He adoptado la determinación de entregaros el quinto del tesoro que le robamos al virrey —le solté de súbito, deseando ver el gesto de sorpresa de su rostro.
Don Bernardo se detuvo en mitad de la calle y las cejas le sobresalieron mucho por encima de los anteojos.
—¿Qué acabáis de decir, mi señora? —balbuceó.
—Que os entrego el millón de ducados que escondimos en Cuernavaca.
Boqueó como un pez fuera del agua mas no le salió ninguna palabra, sólo ruidos extraños y sin sentido. Se llevó la mano al corazón como si le doliera y se inclinó hacia el suelo. Me dio un susto de muerte. A lo peor había sido un poco brusca.
—¿Queréis un poco de agua, don Bernardo? —le pregunté, allegándome hasta él con inquietud.
—¡A casa! —susurró—. ¡Llevadme a casa!
Un negrito de hasta seis o siete años pasaba a tal punto junto a nosotros arrastrando una esportilla vacía.
—¡Muchacho! —le llamé—. ¡Te doy un ochavo
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si acudes a la nao
Gallarda
en busca de un cirujano llamado Cornelius y le dices que vaya a la casa de don Bernardo!
El negrito me miró derechamente y sonrió abriendo mucho la boca. Le faltaban algunos dientes y otros le estaban saliendo.
—¡Sois la duquesa Martín Ojo de Plata!
¡Por vida de...!
—Sí, esa misma —le dije lanzándole el ochavo por el aire. El niño lo atrapó de buena gana—. ¡Corre!
—No preciso de los servicios de Cornelius —masculló don Bernardo, irguiendo el cuerpo y adoptando ese porte de grande dignidad que le hacía parecer un emperador mexica—. Ha sido por la impresión. Me hallo perfectamente.
—¿Estáis cierto, don Bernardo? —inquirí tomándole por el brazo y llevándole hacia el portal de su casa.
—Estoy cierto, mi señora. Es que no comprendo... ¿A qué, mi señora duquesa, me entregáis el quinto?
—Llamadme doña Catalina, os lo suplico.
—Ya os he avisado de que no debéis demandarme imposibles.
Suspiré con resignación. A veces deseaba tornar a ser sólo Martín. Era un nombre corto y fácil y me resultaba tan familiar que me emocionaba sólo con recordarlo y lo recordaba cada vez que alguien me llamaba duquesa (como había tomado por costumbre el majadero de Rodrigo), señora duquesa, mi señora duquesa, mi señora o la duquesa Martín Ojo de Plata, como acababa de hacer el niño.
—Entremos, don Bernardo —le dije llamando a la puerta de su casa para que Asunción nos abriera—. Dentro os daré las oportunas razones de mi determinación.
Asunción abrió y, al vernos a ambos, sonrió con grande felicidad.
—¡Mi señora duquesa! —exclamó franqueando por completo la puerta—. ¡Qué grande honor!
—La señora duquesa y yo debemos hablar privadamente, Asunción —le dijo don Bernardo cediéndome el paso.
—Iré a comprar carne y huevos —asintió ella tomando su mantilla y echándosela por los hombros—. Volveré para hacer la comida.
—Compra también vino, que no queda —le pidió el
nahuatlato
adentrándose en aquel salón abarrotado de libros y de cirios y vacío de muebles que tan bien recordaba yo de mi primera visita toda pringada con aquel ungüento rojo de los mayas. La luz de aquella hermosa mañana de enero se colaba con pujanza por el amplio ventanal.
Don Bernardo me ofreció una silla y él ocupó otra en el lado opuesto de la mesa, aunque antes sacó unos vasos de la cocina y vació en ellos, a partes iguales, los restos de una botella de vino.