—¿Y cómo sabes tú todo eso?
—Por un cimarrón de este palenque que sirvió como mozo de cámara de Arias Curvo.
—Ése será Francisco —exclamé con una sonrisa.
—Francisco, en efecto. Ahora vendrá a saludarte pues ha muchos años que no te ve. Estaba fuera cuando madre llegó herida tras el ataque pirata a Santa Marta y regresó después de que os la llevarais.
—¿Y tanto conoce un mozo de cámara de la vida de su amo? —quiso saber, desconfiado, el señor Juan.
—Verá, señor Juan —repuse muy divertida—. Francisco no sólo fue mozo de cámara de Arias. Por más, es su hijo.
El mercader no se sorprendió.
—El hijo de alguna esclava negra —dijo con cierto desprecio.
—De una esclava, sí, mas su hijo —repuse, enojada—, el hijo de su sangre, tan sobrino de Fernando como Lope y tan Curvo como Juana o Diego.
—No es lícitamente lo mismo... —empezó a rebatirme, mas, viendo la mirada de mi único ojo, recogió trapo—. Aunque debería serlo, sí señor, debería serlo.
Yo, cuando me enteré de que Francisco era hijo y esclavo de Arias, quedé muda de asombro. Desconocía que la esclavitud se transmitía por el vientre, por la madre, y que era práctica común que los amos preñaran a sus esclavas para aumentar, sin gasto alguno, el número de criados de la casa al tiempo que, naturalmente, satisfacían su gusto. Y esos hijos eran tenidos por meros objetos por sus amos-padres, que no dudaban en venderlos o matarlos si llegaba el caso. De hecho, Francisco recibió en numerosas ocasiones los orines del bacín de su padre en el rostro, sin contar insultos y golpes con el látigo.
—En resolución —intervino Juanillo retomando nuestro asunto—, Arias vive ahora en México y Lope marea o se guarda con Rodrigo y Alonso en algún punto desconocido del Caribe.
Los cuatro nos miramos sin abrir las bocas. Muy turbia corría el agua.
—Si no ando errado —exclamó Sando al punto—, Lope de Coa dará señales de lo que desea de ti, Martín.
—No yerras, hermano —asentí—. Si quiere que rescate a Rodrigo y a Alonso tendrá que decirme cómo desea que lo haga, de otro modo conoce que no me podrá cazar. Lo que no se me viene al entendimiento es la manera en la que me lo hará saber. Si nosotros ignoramos dónde se oculta, él también ignora dónde me hallo.
—Las advertencias vuelan como los pájaros —murmuró el que siempre lo sabía todo— y algunas, por más, corren como los rayos en el cielo. Cuando sea su voluntad que conozcas lo que debes obrar, lo conocerás. Lo único que me espanta es el mucho tiempo que nuestro compadre Rodrigo y ese tal Alonso Méndez van a permanecer en poder de tal loco.
—No lo rumies, hermano —le dije gravemente—. Yo no lo hago. Perdería el juicio de todo punto si no lograra apartar ese sufrimiento de mi ánima. He menester mantenerme muy cuerda para enfrentar lo que venga y, cuando venga, obrarlo con frialdad, sin hallarme fuera de mí. Las vidas de nuestros dos compadres dependen de ello, así como la mía propia y las de estos dos Juanes.
No era del todo cierto que yo no rumiara sobre el peligro de Alonso y Rodrigo. Por más, el mayor peligro de Alonso sometía mi entendimiento, si bien no tenía en voluntad dolerme en vano y maldecir sin provecho la mala ventura.
Escuché que la puerta del bajareque se abría y se cerraba y, de seguido, pasos y susurros.
—El desayuno, señores —dijo uno de los que acababan de entrar en la gran sala, y a mí la voz me resultó familiar. Giré la cabeza y vi, para mi espanto, un verdadero Curvo, un Curvo de tan pura raza que no pude explicarme mi engaño, pues aquello era por entero imposible. Mas, al tiempo, algo en mi interior me decía que yo conocía de otras cosas ese rostro sonriente de dientes perfectos que se me allegaba con una cesta de panes en los brazos.
—¡Francisco! —exclamó Sando, muy contento—. Aquí tienes a don Martín.
¿Aquél era Francisco? ¿Cómo era eso posible? ¡Si era un Curvo! (Negro, para decir verdad, pero Curvo.) Paso a paso, a mi memoria retornaron vislumbres de aquella lejana noche en el sendero de los huertos. Con mi hermano Sando se hallaba un joven y asustadizo muchacho negro, cimarrón reciente por más señas, que, claro está, no se me asemejó a nadie que hubiera conocido antes. Parecióme gallardo de porte y muy bien educado, con maneras de elegante caballero y muy finos y distinguidos modales. Antes de estar al tanto de que era hijo de Arias, tuve para mí que se trataba de un zambo,
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pues tenía la nariz y los labios finos. Ahora, por el contrario, distinguía el rostro avellanado de su familia, la alzada talla y la inconfundible figura que, en ese maldito linaje, heredaba sin descanso una generación tras otra. Sólo se diferenciaba por su piel negra y por la marca del hierro en la mejilla izquierda, que le deformaba grandemente el rostro. Vestía, como casi todos los cimarrones del palenque, unos calzones negros y una camisa blanca de mangas abullonadas. Los pies los llevaba descalzos.
Por grande fortuna, ni mi reserva ni el espanto de mi cara ofendieron al fino Francisco quien, como mozo de cámara de una casa principal y valiosa pieza de Indias,
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se comportaba y caminaba como lo habría hecho un duque, un conde o un marqués. A su lado, los otros cimarrones —dos hombres más y una mujer— aparecían como pobres gentes toscas y zafias y, a no dudar, lo adivinaban pues mantenían con Francisco una respetuosa distancia.
—¡Sed bienvenido, don Martín! ¡Qué grande alegría tornar a veros después de tantos años!
—También yo me alegro de verte, Francisco. Muestras un aspecto excelente. La libertad te ha sentado bien.
—No ha perdido en absoluto las maneras de sirviente refinado —añadió Sando con regocijo, tomando un puñado de pescaditos fritos y un trozo de hogaza.
Los demás le imitaron y empezaron a comer, mas el servicial Francisco aderezó sobre mis piernas una limpísima servilleta y un plato reluciente sobre el que dispuso unas finas lonchas de salchichón, algunas aceitunas y una hermosa mojarra seca. Mis compadres dejaron de masticar para contemplar el prodigioso espectáculo pues, a los modales de Francisco, añadí los míos de dama sevillana (o de caballero, que tanto daba para la ocasión), y aquello, a sus desacostumbrados ojos, era algo nunca antes observado. Francisco y yo representamos para ellos todos los gestos y ademanes propios de la más fina mesa española, con las fórmulas de cortesía y las sutilezas que la situación y el lugar permitían.
—Se chismorreó por todo el palenque que anoche, durante la cena, mostrasteis unas nuevas y refinadas maneras —comentó Francisco—. Tuve para mí que os agradaría desayunar de un modo apropiado.
—Pues yo, anoche, no me apercibí de nada —balbució Juanillo, extrañado y boquiabierto.
—Hay gentes aquí que saben de esas cosas —le aclaró el Curvo.
Al final, no fui capaz de refrenar mi lengua y, rindiendo la cabeza, dije a Francisco con debilidad:
—Vi a tus tíos y a tus primos en España.
—Lo conozco, señor. ¿A qué ese pesar?
—Hube de matarlos, Francisco.
—Os repito que lo conozco. Todo Tierra Firme lo conoce. Mas erráis en llamarlos mi familia. Nunca lo fueron, don Martín. Mi familia es mi madre, a la que compré y traje al palenque. Ahora es feliz.
Qué agradables resultaban la compañía y la corrección del atento Francisco. De buen grado me lo hubiera llevado a la
Gallarda
para que se ocupara de mi cámara y de mi servicio personal aunque, para decir verdad, tener a un Curvo doblando mi ropa era algo que se me figuraba inquietante. Por más, no podía pedirle que me acompañara cuando la razón de aquel viaje era matar a su padre.
—¿Se ha dicho ya en el palenque —le preguntó Sando a Francisco— que mi hermano Martín precisa marineros para la dotación de su nao?
—Sí, señor. Ya todos lo conocen. Y los hombres se están reuniendo junto al bohío de don Martín. Habrá, a la sazón, unos veinte o veinte y cinco.
—He menester carpinteros —anuncié—, algunos buenos cocineros, herreros, grumetes y, aunque sé que aquí no ha de haber muchos, asimismo he menester calafates y artilleros.
—Todo se andará, hermano —repuso Sando—, todo se andará.
Acabamos el desayuno hablando de los Méndez. Apremiaba hacerles llegar las malas nuevas de Alonso. Fray Alfonso era un hombre capaz y de recio talante, de esos que no se dejaban amilanar por las dificultades y al que lo único que importaba por sobre todas las cosas era la vida y la felicidad de sus hijos. Ocultarle que el loco Lope había robado a Alonso y que le retenía con él bajo amenaza de algo terrible por los cuernos que le había puesto a su señor padre, Luján de Coa, no era ni acertado ni piadoso. Mas sólo conocíamos que había partido hacia la Nueva España con Carlos, Lázaro y Telmo.
—¿A cuántos del mes partió? —preguntó Sando.
Hicimos cuentas y nos salía que habría zarpado de Santiago de Cuba (donde le dejó el señor Juan) sobre el día que se contaba siete u ocho de agosto.
—Como estamos a seis de septiembre —razonó él—, se hallará a punto de atracar en Veracruz, si es que no lo ha hecho ya, y aún le faltan dos semanas a caballo para arribar a la ciudad de México. ¿Qué asuntos tiene allí?
—Lo ignoramos —le dije yo a mi hermano—. Alonso refirió cierta noche que su padre debía entregar algo al superior de un monasterio franciscano. Fray Alfonso es fraile de esa regla, así que algún asunto religioso será.
—¿Se fue con idea de tornar? Porque los franciscanos son la Orden más importante de la Nueva España. Fueron los primeros en asentarse y han echado profundas y poderosas raíces.
—Nunca dijo que su deseo fuera establecerse en la Nueva España —afirmé—. Tenía para sí que Tierra Firme era un buen lugar para sus hijos.
—Como no conviene aguardar hasta su regreso —apuntó mi compadre—, no nos queda otro remedio que solicitar auxilio a Gaspar Yanga, el rey cimarrón de la Nueva España.
—¿Otro rey como tu señor padre? —me sorprendí. No imaginaba cuántos reyes podía haber en África para que tantos de ellos hubieran acabado como esclavos en el Nuevo Mundo.
Sando suspiró con resignación. Toda su vida había estado escuchando al rey Benkos hablar sobre su reino de África mas, como él había nacido aquí y lo del lejano reino le parecía más invención de su padre que realidad, era un asunto que le fatigaba grandemente.
—En efecto —farfulló—. Otro rey como mi padre y de edad similar. Mi señor padre es el rey de los cimarrones de Tierra Firme y Gaspar Yanga lo es de los cimarrones de la Nueva España aunque, como ya está muy mayor, es su hijo, también llamado Gaspar Yanga, quien se ocupa de las cosas.
—Otro príncipe Sando —dejé escapar riendo de buena gana.
—Te agradecería que dejaras de chancearte a mi costa.
No me lo tuvo que demandar dos veces pues, si yo porfiaba, él usaría contra mí lo de «Ojo de Plata» y no era título de mi gusto.
—¿Y qué ayuda le solicitamos a Gaspar Yanga el joven? —pregunté blandamente recuperando el hilo.
—Que le haga llegar un mensaje al fraile. Escribe lo que le quieras referir y, con la ayuda de Gaspar, yo haré que lo reciba antes de dos semanas.
—¡Dos semanas! —se mofó el señor Juan—. ¿Acaso los cimarrones vuelan y nadie lo conoce?
Sando le miró con la misma resignación con la que miraba al rey Benkos cuando hablaba de su reino en África.
—¿Conocéis la ligereza con que viajan los rumores y los chismorreos? Pues, por más, el pliego escrito por Martín ascenderá hacia la Nueva España en manos de negros que unas veces correrán por la selva, otras irán a galope tendido por secretos caminos de indios y otras atravesarán montañas por pasos, puentes y gargantas ignorados por los españoles. Le doy a vuestra merced mi palabra de que antes del día que se cuentan veinte de este mes de septiembre, el pliego de Martín estará en la ciudad de México y que poco después se hallará en poder de ese tal fray Alfonso Méndez.
—Pues, con vuestro permiso —les dije a los tres—, me retiro al bohío para escribirlo, que mucho ha de costarme y temo que me demore bastante. Vuestras mercedes —añadí señalando a mis dos Juanes— harían bien en ocuparse de la dotación, en elegir a los mejores hombres y en buscar artilleros hasta debajo de las piedras si es preciso. Tenemos veinte y ocho cañones en las bandas de la
Gallarda
y otros cuatro en la cubierta. Si tenemos que enfrentarnos a piratas o al loco Lope, quiero gentes que sepan usarlos.
A Alonso le hubiera gustado aquello. Siempre decía (antes de ser extraordinariamente rico, claro; luego, ya no se lo había escuchado) que tenía en voluntad convertirse algún día en artillero del rey.
—Señor Sando —requirió obsequioso el señor Juan, que ya evidenciaba estar cambiando de parecer respecto a los temibles caníbales—, ¿le sería dado a vuestra merced, con esos veloces cimarrones que dice que tiene, anunciar en Cartagena de Indias y en las otras ciudades de costa que se precisan buenos artilleros para la nao de Martín Ojo de Plata?
Sando sonrió al oír el desafortunado nombrecillo y asintió.
—Espero, Martín, que nunca precises de los oficios de tales gentes mas, si llegara el caso, deseo que te acompañen los mejores, así que te ayudaré a buscar a los artilleros más aventajados que se hallen al presente en Tierra Firme y, si puedes aguardar un día antes de partir, mañana te precisaré los puertos en los que deberás atracar para recogerlos.
Y quiso la fortuna que aguardáramos aquel día que Sando nos solicitó pues todos los sucesos que se precipitaron a partir de ese punto dieron comienzo en la última jornada que pasamos en el palenque, dado que no sólo llegaron informaciones sobre artilleros y puertos, sino también sobre Alonso y Rodrigo.
Por esa intrincada tela de araña por la que circulaban nuevas y rumores hacia los palenques y aún más hacia el palenque del rey Benkos, cerca de Cartagena, y hacia el de su hijo, Sando Biohó, arribó a la mañana del siguiente día la extraordinaria noticia de que un temible galeón de guerra de trescientos treinta toneles, grandemente artillado y de nombre
Santa Juana
, había entrado en el puerto de La Borburata pocos días atrás, al anochecer, y que de uno de los bateles que se allegaron a tierra, bajaron a dos hombres muy malheridos con los que parte de la dotación se internó en la selva desapareciendo allí, probablemente hacia la hacienda de algún encomendero. Eso era todo, mas, para mí, era bastante. Si mi compadre Rodrigo de Soria se hubiera hallado a mi lado me hubiera dicho a grandes voces: