Entonces, si no había sido por boca de madre o Damiana, ¿cómo había conocido el maldito Lope que podía hallarme en la Serrana? ¿De qué manera...?
¡Mal haya yo y que me llevase el diablo! ¡Qué necia había sido! ¿Cómo no me había apercibido, cómo no lo había antevisto? ¡La flota, la misma flota en la que viajaba la plata de los Curvo! Arias la hizo subir a bordo como munición de hierro para los cañones; nosotros obligamos a la flota a dispararnos dicha munición el día que se contaban tres del mes de agosto: la flota siguió su derrota y a los cinco días, por más o por menos, debió arribar a La Habana, donde haría aguada y recargaría nueva munición antes de emprender el tornaviaje hacia España por la mar Océana. A tal punto, nosotros ya habíamos comenzado a rescatar las pelotas de plata del fondo de la mar. Mas cuando el general Jerónimo de Portugal solicitara a las autoridades de La Habana algo tan extraordinario como que les proveyera de proyectiles porque, tirando contra canoas incendiarias, habían gastado todos los que traían (unos dos mil), la crónica del asalto, a no dudar, debió correr como la pólvora en cuestión de una o dos semanas por todo Tierra Firme y la Nueva España. El asunto habría arribado a Cartagena entre el día lunes que se contaban diez y ocho del mes y el día miércoles que se contaban veinte, y a los dos Curvo Arias y Lope, no se les habría escapado que aquello no había sido en absoluto un ataque a la flota del rey sino un miserable robo, el robo de una parte de su fortuna puesto en ejecución por alguien que conocía sus fullerías y sus deshonestos negocios.
¿Para qué más...? ¿Quién podía ser ese alguien sino Martín Nevares, el hijo del fallecido mercader Esteban Nevares? Habían podido con el padre, ya muy anciano, al que hicieron prender, azotar y trasladar a España para dejarlo morir en la Cárcel Real de Sevilla, mas con el hijo sólo les habían salido las cosas torcidas desde el principio. Martín Nevares, a no dudar, estaba detrás del asalto a la flota que, según dirían los que venían de Cuba, había acontecido en la zona de bajíos llamada la Serrana, una zona que, por más, permitiría al ladrón adueñarse de la plata con muy poco esfuerzo. ¿Y a cuánto estaba la Serrana de Cartagena? A sólo tres días de viaje; menos si la nao era rápida. Y el loco Lope nos había atacado el último día del mes, el que se contaban treinta y uno. Todo ajustaba.
Encontrar a madre no les debió de resultar muy difícil puesto que sabían de ella desde que Arias y Diego Curvo habían ordenado a uno de sus compadres, el corsario Jakob Lundch, atacar el pueblo de Santa Marta y matarla a ella y a todas las mujeres distraídas de su mancebía. Estaban al tanto de que madre había sido, durante más de veinte años, la barragana de Esteban Nevares y, aunque Cartagena era una muy grande ciudad —la más poblada de Tierra Firme—, no por ello los vecinos se conocían menos o ignoraban las vidas y secretos de todos y de cada uno, como igualmente acontecía en la mismísima e imperial Sevilla.
Claro está que madre residía en la casa de Juan de Cuba, el grande compadre y hermano de Esteban Nevares, de cuenta que el señor Juan ya podía despedirse por un tiempo de su ciudad, su vivienda y su tienda pública. Los Curvo le harían matar en cuanto se dejase ver pues ahora era también su declarado enemigo. Su nombre estaba inseparablemente unido al mío a través de madre. Del grumete Juanillo nada sabían. De los Méndez tampoco, aunque llevarse a Alonso podía obedecer a dos razones: la primera, que tuvieran más información de la que yo presumía y conocieran de cierto a Rodrigo de Soria y a los Méndez (y empecé a preocuparme también por Clara Peralta y su viejo marqués), y la segunda, que Lope se los hubiera llevado por ser los dos únicos españoles del islote a los que, por fuerza, debía unirme un estrecho afecto pues, de otro modo, no estarían allí. Los gritos de Rodrigo pidiéndome que huyera entretanto peleaba con los sicarios de Lope fueron quizá decisivos para salvar su vida y la de Alonso, aunque a trueco de convertirse en cebo para mi trampa.
Así pues, desdichadamente para mí, sólo me quedaban Juanillo y el señor Juan... ¡Qué terrible consuelo! Pero no, todavía tenía a alguien más, alguien que correría en mi auxilio en cuanto se lo pidiera: Sando Biohó, el hijo del rey Benkos, el cimarrón más famoso de todo Tierra Firme. Sando desconocía que yo era en verdad una mujer, mas sentía un grande afecto por su compadre Martín Nevares, al que trataba desde muchos años atrás. Sando gobernaba el palenque del Magdalena, el poblado de esclavos fugitivos más cercano a Santa Marta, y conocía que podía pedirle cualquier cosa que precisara, como sus rápidos mensajeros o los ojos y los oídos de todos los esclavos de Tierra Firme.
En resolución, contaba con Sando y con los dos Juanes para liberar a Alonso y a Rodrigo y para terminar de una vez para siempre con los malditos Curvo.
A tal punto, por fin, con el entendimiento mejor concertado, el hielo de mi ánima principió a derretirse y me apercibí valederamente de que mi dulce Alonso estaba en manos del loco Lope. Eché mano a la faltriquera y saqué el ojo de plata. Él había pensado en mí, había querido menguar mi dolor con aquel presente tan extraordinario. Me calcé el ojo y sentí cuánto le echaba a faltar y cuánto añoraba mirarle y escucharle y avistarle en derredor mío con esa hermosa sonrisa que le hacía brillar los ojos azulinos. No le amaba porque fuera apuesto, que lo era y mucho, sino por su buen corazón, su valor y su temple. Pensar que lo tenía el loco, que le podía estar dando tormento o mutilándolo como a los indios sólo por sacarle información sobre mí o que le podía haber matado para vengarse por los cuernos de su señor padre, me alteraba el juicio hasta el desvarío y, de nuevo, mi único consuelo era gritar una y otra vez al cielo que mataría a Arias Curvo como le había jurado a mi padre en su lecho de muerte y que a Lope de Coa le daría no una sino varias muertes, a cual más terrible, más dolorosa y más cruel.
—¡Muchacho! ¡Eh, muchacho! ¿Dónde estás, Martín?
—¡Señor Juan! —era la voz de Juanillo—. ¿Ha advertido vuestra merced este desbarajuste?
Mis dos Juanes acababan de arribar a la isla en uno de los bateles de la
Sospechosa
, que debía de haber quedado atracada a poco menos de una milla, una vez atravesada la secreta derrota entre bajíos que el señor Juan había descubierto al nordeste.
Me incorporé, liberándome de la arena en la que me escondía para dormir, y alcé el brazo para que alcanzaran a verme.
—¡Aquí! —exclamé.
Juanillo, que si seguía creciendo acabaría en la colección de monstruos del rey, echó a correr hacia mí.
—¿Y Rodrigo, maestre? —inquirió con cierta preocupación en el rostro—. ¿Y Alonsillo? ¿Dónde están los indios?
Al fondo vi a los marineros de la
Sospechosa
arrastrando el batel para vararlo en la arena.
—Siéntate a mi lado, Juanillo —le dije, sacudiéndome la camisa—. ¡Venid conmigo, señor Juan! Tengo malas nuevas que comunicaros.
El señor Juan, por su edad avanzada, más que sentarse se dejó caer pesadamente. Suerte que Juanillo, que había sido prohijado en afecto por el mercader, alargó uno de sus luengos brazos y le sujetó para que, en el último instante, el señor Juan descansara apaciblemente sus posaderas en la arena y no se derrumbara hacia atrás.
—¿Qué es eso que tienes en la cara? —me preguntó al punto el mercader.
Desprevenida, no supe qué responderle.
—¿Por qué tu ojo izquierdo brilla como la plata? —insistió sonriente.
Me ruboricé y me llevé la mano al ojo para taparlo.
—El resultado es asombroso —afirmó—. Casi parece que seas el mismo de antes, ¿verdad, Juanillo?
—Verdad —confirmó el antiguo grumete escudriñándome con grande asombro—. Ya no tienes de qué preocuparte, doña Catalina. Has recuperado la belleza que perdiste en Sevilla.
—¡Juanillo! —le recriminó el señor Juan—. ¡Aquí no hay ninguna Catalina! Éste es Martín, Martín Ojo de Plata —añadió con buen humor—, el maestre de la
Sospechosa
y del
Santa Trinidad
, hijo de mi compadre Esteban.
—Sea como decís, señor —admitió el muchacho.
—Y bien, Martín. ¿Dónde están los demás? ¿Qué ha pasado aquí?
Con la voz más calmada que pude y apretándome las manos una contra otra para no perder la cordura y acabar echándome a llorar, les referí todo lo acaecido desde el primer disparo de cañón de la maldita noche del ataque del loco Lope. Sus rostros se iban desencajando conforme avanzaba el relato y, casi finalizándolo, cuando les expuse que Rodrigo y Alonso se hallaban en poder de Lope de Coa, Juanillo, en un arranque de consternación, se puso en pie de un bote y gruñó como un animal salvaje, asustando a los marineros del batel.
—¡Voto a tal! —escupió el señor Juan golpeando la arena con el puño cerrado—. Mataré a los Curvo con mis propias manos.
—Eso déjemelo a mí, que alguna idea tengo de lo que debemos obrar —objeté con rudeza.
—¡Malditos Curvo! ¡Malditos sean por siempre!
—No hay un siempre para ellos, señor Juan. Sólo quedan dos y los voy a matar.
—Harías bien en recordar en voz alta el juramento que le hiciste a tu señor padre.
—
No permitas que ni uno solo de los hermanos Curvo siga hollando la tierra mientras tu padre y los demás nos pudrimos bajo ella
—recité con el corazón encogido.
—Se lo juraste, Martín, en su lecho de muerte.
—Y ya he matado a cuatro de cinco. Sólo me quedaba uno cuando regresamos a Tierra Firme. Ahora, por más, un gusano miserable, lo peor de esa familia, se ha sumado a la fiesta.
—Nosotros te ayudaremos —afirmó el señor Juan mirando a Juanillo, que seguía en pie, lloroso.
—Aún hay algo más que debo confiaros, señor Juan —murmuré bajando la cabeza con pesadumbre.
—¿Algo más? —se asustó.
—Y peor.
—¡Válgame Dios, muchacho! ¡Ya no tengo edad para tantos sustos!
—Madre ha muerto —dije, sacando las palabras de las entrañas con inmenso dolor—. Y Damiana.
El silencio se hizo viscoso.
—Te suplico, Martín —balbució el señor Juan pasándose una mano por el rostro, blanco como la cuajada—, que me des a entender lo que has dicho porque para mí tengo que no te he oído bien.
Juanillo, vencido por tantas malas nuevas, primero cayó de rodillas y, luego, de boca, llorando a lágrima viva. A él sí se le había alcanzado mi discurso.
—Madre... —empecé a decir y tuve que tragarme con pujanza el nudo que me cerraba la garganta—. El loco Lope mató a madre antes de allegarse a la Serrana. También mató a Damiana. Él mismo me lo dijo por su propio ser.
El señor Juan, sin ayuda de nadie, haciendo un ruidoso esfuerzo se incorporó y, dando traspiés cual borracho, se encaminó hacia la orilla de la playa. Le oí murmurar el nombre de madre como una letanía, una vez y otra y otra más, como si con tal sortilegio pudiera devolverle la vida.
El sol fue subiendo en el cielo y cada uno de nosotros persistió en vivir a solas su propio dolor. A no mucho tardar, Juanillo se me allegó y, siendo todo lo grande que era y teniendo ya la edad que tenía, se recogió contra mí como si fuera un chiquillo indefenso y yo, pasándole el brazo por los grandes hombros, lo atraje y dejé caer mi cabeza contra la suya. Juanillo Gungú, de hasta unos veinte años de edad, fuerte, agraciado y, por encima de todas las demás cosas, alto como una pica, había amado grandemente a mi señor padre para quien trabajó de grumete en la
Chacona
. Mi padre siempre decía que no era digno de personas de bien poseer a otras en condición de objetos pues todos los humanos eran libres sin reparar en el color de su piel. Me exhortaba mucho para que no practicara nunca el nefando comercio de esclavos. Juanillo, negro como la noche, el más oscuro de nuestra coloreada tripulación, sólo había querido a tres personas en su vida: a mi padre, a madre y a mí, pues por Rodrigo lo que sentía era, para decir verdad, respeto, admiración y obediencia, ya que mi compadre lo había tratado siempre con severa rudeza, reprendiéndole de continuo por menudencias sin fuste. Y es que Rodrigo era Rodrigo, y a nadie se le daba nada de su presumida fiereza salvo al tonto de Juanillo, que se echaba a temblar en cuanto mi compadre fruncía el ceño un poco más de lo normal. Y Rodrigo, que lo sabía, disfrutaba haciéndole sufrir. En cierto modo, siendo todos de diferentes sangres, formábamos una familia de extraordinarias cualidades, aunque cada vez más pequeña pues ya íbamos quedando pocos.
Al cabo, el señor Juan regresó, con los ojos como faroles, y se detuvo frente a nosotros.
—¿Qué vas a poner en ejecución? —preguntó secamente.
Solté a Juanillo, que se secó las lágrimas con la mano y se puso en pie junto al señor Juan, y sacudí la cabeza con pesadumbre.
—¿De cuántos caudales disponemos? —quise saber.
El señor Juan se puso a reír con amargas ganas.
—¡De todos cuantos necesites! —soltó—. ¿Recuerdas lo que te costó el palacio Sanabria, en Sevilla? Pues diez o más como ése te sería dado comprarte sin que te arruinaras.
El señor Juan había ido entregando la plata en Jamaica a una liga de banqueros de Cuba, amigos suyos de la infancia y por quienes sentía grande confianza y estima (uno de ellos estaba casado con su hermana). Los banqueros habían comprado la plata pagando buenos doblones y maravedíes que el señor Juan les había dejado en depósito hasta que los reclamásemos. No podíamos guardar tantos caudales en Cartagena sin destacarnos y tampoco acarrearlos con nosotros pues no habría sitio en la
Sospechosa
ni en el
Santa Trinidad
para cargarlos todos.
—Necesitamos una nao más grande —murmuré.
—Bueno, acerca de eso...
Juanillo soltó una risilla y yo me amosqué.
—¿A qué tanto misterio?
—No, no hay tal misterio —repuso el señor Juan, calmándome—. Esa nao ya obra en tu poder.
—¿Cómo que ya obra en mi poder?
—Verás, muchacho, reside en Jamaica desde hace poco un tal Ricardo Lobel, experimentado maestre, que...
—¿Ricardo Lobel...? —resoplé con impaciencia; ese nombre sonaba más falso que mi identidad de Martín—. ¿El mismo Ricardo Lobel que no ha mucho respondía por el nombre inglés de Richard Lowell y pirateaba por estas aguas?
—Sí, bueno..., eso no lo conozco —mintió el señor Juan a sabiendas de que yo no le creería—. ¿Cómo podría conocerlo?
En el pico de la lengua se me quedó la valedera respuesta.