—¡No miento, maldito ganapán! —tronó la voz del ángel—. Para ti también tengo algo especial, en correspondencia a los cuernos que le pusiste a mi señor padre, el honorable prior del Consulado de Mercaderes de Sevilla.
Se oyó rugir a Rodrigo y, luego, a varios hombres más, de cuenta que los cruces de espadas sonaron más violentos.
—¿No me crees, Martín Nevares? —Tumonka apretó más sus manos alrededor de mis brazos—. El mismo puñal que atravesó el pecho de mi madre atravesó el de esa inmunda madre de mancebía. Salió tanta sangre de su boca que todavía me es dado oír los ruidos que le hacía en la garganta cuando peleaba por respirar.
Uno de los brazos de hierro del indio guaiquerí me rodeó la cintura y con la mano del otro me tapó la boca para que el grito de rabia, dolor y odio que nacía en lo más profundo de mi ser no llegara a salirme del cuerpo y nos delatara. Con todo, aquel grito nació y rompió el cielo y el aire de la noche y mi ánima y mi fe en la vida y, por más, rompió todo aquello en lo que yo creía. Aunque nadie pudo oírlo, aquel grito me desgarró las entrañas y el corazón. Ardientes lágrimas comenzaron a rodar desde mi ojo sano hasta la mano del indio. Cuando me quedé tuerta, por no sentirme vencida y por el dolor que me causaba en el hueco del ojo, había hecho el firme juramento de no tornar a llorar nunca... ¡Qué se me daba ahora de aquello! Madre había muerto. Aquel maldito bellaconazo de Lope de Coa había clavado un puñal en su pecho y la hermosa y noble María Chacón se había ahogado en su propia sangre. Los últimos instantes de su vida habían sido un maldito infierno.
—¡A la negra llamada Damiana la maté igualmente tras hacerla sufrir un poco! —siguió jactándose—. No quiso hablarme de tu enamorada, esa tal Catalina Solís que encandiló a Sevilla entera por ayudarte. ¡A ella también la mataré, Martín Nevares! Ni Catalina ni tú escaparéis de mi venganza.
De lo que después acaeció sólo guardo tristes jirones en la memoria. Lo primero, el ruido de los aceros y unos gritos terribles de Alonso; lo segundo, ir volando por los aires en los brazos de Tumonka; y lo tercero, el contacto del agua con mi cuerpo al tiempo que el indio me decía:
—¡Tomad aire, maestre, tomad aire!
Después, nos hundimos en lo más profundo de la mar y, estando todo negro como estaba en derredor nuestro, Tumonka parecía conocer bien el camino que seguíamos y yo, de no tener tan perdido el juicio como lo tenía y de no hallarme tan fuera de mí como me hallaba, también lo hubiera conocido. No se me daba un ardite de respirar (tengo para mí que había extraviado la determinación de vivir) y, aunque la mano de Tumonka no hubiera estado tapándome la boca y la nariz, de cierto que tampoco me hubiera ahogado pues ya estaba bastante muerta. En los años de mi vida había perdido dos padres, dos madres y un hermano. ¿Cuánto dolor le es dado resistir al corazón humano antes de quebrarse?
Nuestro camino de agua siguió y siguió. Nunca había yo bajado a tantas brazas
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de profundidad. En la mar, nadie superaba a los guaiqueríes, los mejores y más hábiles buceadores de todo lo descubierto de la tierra. Los conquistadores y, más tarde, los encomenderos los habían utilizado para vaciar los enormes ostrales de Tierra Firme y conseguir así ingentes riquezas en perlas. Pasados los primeros días en el islote de la Serrana, y viendo que el rescate de la plata de los Curvo iba para largo, Tumonka y los demás indios nos hicieron una extraña petición: una vieja cuba de vino sellada con cueros y con una dentada en el borde. Una semana después la enorme cuba llegó desde Santiago a bordo de la
Sospechosa
y los guaiqueríes se la llevaron al fondo de la mar, donde la aseguraron lastrándola con piedras y, luego, cada cierto tiempo, le sacaban el aire malo dándole la vuelta y la henchían de aire bueno con la ayuda de unos odres, pudiendo permanecer así bajo el agua durante horas sin salir a la superficie, llenando las redes con más cantidad de plata, bajando a mayores profundidades y desplazándose más luengas distancias.
Hasta la cuba me llevó Tumonka y, a tientas, me hizo entrar por la dentada que había quedado a ras del suelo. Tan llena de aire estaba que, de súbito, me encontré fuera del agua avanzando a cuatro patas sobre guijarros y fina arena, aunque tan a oscuras como antes e igual de atormentada. Entre llantos, sofocos, estertores y quejidos recuperé el aliento, en tanto que Tumonka, que entró en la cuba detrás de mí, no mostraba traza alguna de falta de hálito, como si no hubiera estado sin respirar más tiempo del que le es dado soportar a cualquier persona que se cuente entre los mortales.
—Quédese aquí vuestra merced hasta que yo vuelva —me dijo—. No falta mucho para que amanezca y le entrará algo de luz por la dentada. El aire es nuevo y podéis quedaros hasta que lo sintáis podrido.
—¿Me vas a dejar aquí?
—Tengo que ayudar a los otros, maestre. Quién sabe cómo les irá —se quedó mudo un instante—. Si no regreso, subid vos todo derecho hacia arriba. No habrá más de cinco brazas. Ahora hemos buceado desde la playa y la distancia era mayor.
—¿A qué ha venido esto? —le pregunté con voz fatigada—. ¿A qué traerme por la fuerza a este sitio?
—El señor Rodrigo me lo ordenó.
¡Rodrigo! ¡Alonso!
—Ve, Tumonka. No te retrases.
Le oí marcharse y todo quedó en silencio. Un silencio de muerte, tan inmenso que parecía el final, el final del amor, de la dicha, de la luz del sol, de mi vida... Grité y lloré hasta reventarme en aquella negra noche y ni siquiera me apercibí de que en el hueco del rostro llevaba engastado el ojo de plata. Madre me había dejado sola, se había marchado entre grandes sufrimientos y, a lo que parecía, suplicando por mi vida y no por la suya, que tal había contado a voces y harto orgulloso el canalla de Lope. Sin madre, me sentía como un galeón sin anclas, como un árbol sin raíces. A la servicial Damiana, persona excelente de justo e inmenso corazón, le había dado tormento antes de matarla. Y si alguien quedaba que me retuviera en esta vida —de la que sólo anhelaba marcharme—, quizá en aquella misma hora ya hubiera perdido la suya. Temblaba de espanto ante la idea de hallar muertos a Alonso y a mi compadre Rodrigo. Sin dejar de mecerme, golpeaba mi frente contra las duelas de la cuba. Ante tanto dolor e incertidumbre, sólo podía agradecer a mi señor padre la última y grande lección que me enseñó antes de morir: ojo por ojo y diente por diente. Nada más lograba consolarme. Si me era dado sobrevivir a aquella noche, Arias Curvo y Lope de Coa padecerían las más terribles muertes que el ingenio humano hubiera discurrido desde que el mundo era mundo.
El ansia de venganza me ciñó estrechamente el corazón.
Cuando la luz de la mañana entró por la dentada de la cuba, me determiné a marcharme. El aire allí adentro aún era bueno y no había sufrido ni bascas ni dolores de cabeza, así que me llené los pulmones y emprendí el regreso a la superficie ascendiendo por aquella mar tan cristalina que más me parecía estar volando que nadando. Poco me faltó para ahogarme y, cuando por fin salí, veía centelleos y resplandores como si fuera a perder el sentido. Giré sobre mí misma hasta que divisé la Serrana, de la que me hallaría a no más de sesenta varas,
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y tan secreta y sigilosamente como me era dado, me fui allegando sin agitar en demasía el agua. No se veía por ninguna parte la nao del loco Lope. Nadé a la redonda de la costa y no la hallé. Tampoco la divisé en lontananza. No sentía cansancio ni fatiga, hambre o cualquier otra necesidad. Nadaba y estaba a la mira, eso era todo. Y cuando finalmente estuve cierta de que no había nadie con vida en la isla o, a lo menos, nadie que se moviera como si viviera, me aproximé con muchas precauciones hacia donde se distinguían cuerpos y los restos de nuestra hoguera. Sin mi espada y mi daga me sentía desnuda, mas aquel seco promontorio entre bajíos no permitía otros engaños y tretas que los usados la noche anterior por el odiado enemigo. Con todo, me arrimaba con cautela y, cuando salí del agua (por el mismo punto en el que entré), llevaba los sentidos tan afilados como cuchillos. El leve aleteo de una polilla me hubiera hecho brincar como una cabra montesa para zambullirme de nuevo en la mar.
El primer cuerpo que descubrí fue el del indio más joven, Pienchi, al que le habían quemado brazos y piernas y abierto el vientre de un costado al otro. Luego fui a dar con el de Punamaa, el más fuerte de los buceadores, y a éste le faltaban las orejas, la nariz, las manos y los pies. La arena había bebido ávidamente la sangre y ahora, ya seca, formaba gruesas tejas sobre las que pisaba. En el lugar donde debían hallarse mis pertenencias no quedaba nada. El paño sobre el que dormía de ordinario sólo era un revoltijo, mas, al hurgar con el pie, quedó al descubierto un trozo del acero de mi espada que brilló con la luz como un diamante. Solté una exclamación de júbilo y la desenterré y, al hacerlo, se desenterró también mi daga. ¡Qué grande alegría! Si no hubiera llorado ya tanto, de seguro me habría caído alguna lágrima. Allí estaban las hermosas armas forjadas por mi auténtico padre, Pedro Solís, el maestro espadero más famoso de Toledo. Su nombre estaba grabado en los canales de las hojas. Ahora me sentía segura y, empuñándolas con firmeza, me erguí por completo y eché una mirada en derredor.
Un poco más allá de la hoguera se advertían, amontonados e igualmente mutilados, tres cuerpos más, aunque ninguno de ellos era el de Alonso o el de Rodrigo, y detrás, casi ocultos, los restos cárdenos y tumefactos del pobre Tumonka, que había salvado mi vida esforzadamente para perder la suya poco después.
—¿Maestre?
Con las armas en ristre, presta a cruzar mi espada con quien fuera que me la hubiera jugado, rodé sobre la arena para proteger mi espalda contra el montón de cuerpos de mis pobres compañeros.
—Maestre... —susurró ahogadamente la voz.
—¿Tumonka? —me sorprendí.
—Aquí, maestre.
Solté las armas y me arrodillé junto a él, condolida de su miserable estado y su lastimosa desgracia.
—A tu lado estoy, compadre —le dije, tomándolo en mis brazos. Un estoque le atravesaba el hígado, de cuenta que, si se lo sacaba, expiraría en un instante bañado en su propia sangre... La poca que le quedaba, pues la otra había formado una muy grande mancha en la arena.
—Se los llevó en su batel —murmuró.
—¿A Rodrigo y a Alonso?
—Sí. No pudo hallar a vuestra merced.
—Gracias a ti, que me salvaste.
El buen guaiquerí tenía el aliento corto y apresurado. Los ojos no podía abrirlos, de tan hinchados como se los habían dejado los golpes.
—Se los llevó para que vayáis vos a rescatarlos, maestre.
Suspiré reconfortada.
—Entonces no los matará —dije.
—Sólo quiere a vuestra merced y a esa tal doña Catalina.
—Te daré un poco de agua.
—No.
—¿No deseas beber, remojarte la boca y la garganta?
No me respondió. Su pecho se había detenido.
—¡Eh, compadre! —le llamé—. ¡Tumonka!
Mas el guaiquerí se había ido, había fallecido entre mis brazos no sin antes ofrecerme un último y valioso servicio: informarme de que Alonso y Rodrigo vivían y de que vivirían hasta que yo acudiera a rescatarlos y cayera en la celada del loco Lope. Mal me conocía el heredero de los Curvo. ¡Y eso que había probado en sus propias carnes lo que me era dado poner en ejecución cuando me herían o herían a los que amaba! Su locura, lejos de amedrentarme, hacía de mí una mujer más fuerte, dura como mármol y helada como nieve.
Abrí un carnero en la playa y di sepultura a los indios. Luego, atrapé algunos peces, los asé y me los comí, y me quedé sentada mirando el ocaso, cavilando en todas las cosas que debía obrar en cuanto el señor Juan apareciera y abandonáramos la Serrana. Madre muerta, Damiana muerta, Alonso y Rodrigo en poder de Lope, y Lope y Arias buscando a Martín Nevares y a Catalina Solís por todo Tierra Firme. A lo menos aún me quedaban los dos Juanes (el señor Juan y Juanillo), pues los otros Méndez (fray Alfonso, el padre de Alonso, y sus tres hijos menores, Carlos, Lázaro y Telmo) habían partido hacia la Nueva España a los pocos días de asaltar la flota sin que, en mitad de aquella confusión, a nadie se le hubiera alcanzado ni lejanamente las razones. Alonso, que prefirió quedarse en el rescate de la plata, declaró cierta noche, durante la cena, que algo debía entregar su padre al superior de un monasterio franciscano de México, aunque no conocía nada del asunto.
En los dos días que Juan de Cuba, el viejo amigo de mi señor padre, tardó en regresar a la isla, no hice otra cosa que devanarme los sesos, enhilando acontecimientos y poniendo la mira en la maraña de pormenores que podían haber llevado hasta la Serrana al bellaconazo de Lope.
El más atroz de mis copiosos yerros, aquel que nunca podría perdonarme, había sido abandonar a madre en manos de ese demonio que le quitó la vida. El hijo de Juana Curvo había llegado a Tierra Firme con la última flota, la que arribó a Cartagena promediando junio al mando del general Jerónimo de Portugal. Para entonces madre ya llevaba viviendo en esa ciudad —hospedada en casa del señor Juan— un par de años y no se nos pasó por la cabeza que Lope de Coa tuviera intención de causarle daño. Discurrimos que su viaje obedecía al deseo de dar razón a su señor tío Arias de las muertes familiares acaecidas por mi mano en Sevilla y de ponerle en aviso de que el tal Martín Nevares trataría también de matarle a él. A no dudar, desearía buscar por su mismo ser a Martín y a Catalina, pues conocía que los dos le habían hecho matar a su propia madre. Porque ésa era la verdad que tanto él como yo conocíamos: que yo no maté a Juana Curvo sino con la intención, pues la mano que clavó el puñal en su pecho fue la de su propio hijo Lope. Mas ¿qué venganza podría ejecutar éste hasta que no me hallara? Ninguna. Así pues, sintiéndome segura en la Serrana, ni por asomo discurrí que el heredero de los Curvo gozara de suficientes luces como para ingeniar una solución con la que hallarme y darme caza. Ahora se veía, para nuestra desgracia, que lo había tenido en poco.
Con todo, en modo alguno estaba dispuesta a considerar que madre o Damiana me hubieran hecho alevosía. De cierto que por eso las mató el loco Lope y le aplicó tormento a la bondadosa curandera: ellas se negaron a revelar mi paradero. Madre suplicó por mi vida porque conocía que él me buscaba para matarme, consumando así su venganza y salvando al tiempo la vida de su señor tío. No, ellas no me habían traicionado; ellas habían dado su vida a trueco de la mía y yo debía ahora honrarlas para que sus muertes no resultaran en vano.