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Authors: Carmen Posadas

Tags: #Histórico

La cinta roja (61 page)

–¿Sabías tú que le
petit gringalet
se pirra por los bailes de máscaras? –le dije a Ouvrard al tiempo que tomaba pluma y papel para escribir a Rose-. Ahí donde lo ves, tan circunspecto, le encanta disfrazarse, ya verás cómo vamos a divertirnos.

–No lo hagas, Teresa -dijo Gabriel deteniendo mi mano cuando ya me disponía a sentarme a la tarea-, resulta más prudente aguardar un tiempo y ver cómo se comporta él con nosotros.

–¿Y cómo crees que se va a comportar? Él siempre se jacta de su buena memoria, de modo que no creo que haya olvidado, por ejemplo, el hecho de que le brindara mi casa cuando nadie sabía quién era; ni cómo lo ayudé en su momento a conseguir un uniforme decente; ni menos aún que fue en mi casa donde conoció a Josefina. En cuanto a ti, Gabriel, también te debe bastante. ¿No es suficiente razón para seguir disfrutando de su amistad el préstamo que le hiciste a Josefina para comprar Malmaison?

–Precisamente... -dijo Ouvrard, y se detuvo. Gabriel era hombre de gran prudencia. Más aún, era el tipo de persona que jamás habla mal de otros y menos todavía de la índole de la relación que con él o ella hubiera mantenido. Por eso nunca llegué a saber qué ocultaba tras esa única palabra que pronunció: «Precisamente». Quizá él hubiera oído alguna vez ese sabio refrán español que dice «Nunca pidas a quien pidió...» y pensara que el general no iba a agradecer ni mi antigua ayuda ni mucho menos el préstamo que le había hecho a su notoriamente manirrota esposa. Pero hay otra explicación posible a su cautela. Tal vez ésta se debiera a asuntos más «galantes», digamos; más típicos de aquella época ligera de moral que se llamó el Directorio. Me refiero al hecho de que entonces, quien más quien menos, todos habíamos visitado en alguna ocasión las camas de la mayoría de nuestros amigos y conocidos. ¿Entre la no precisamente escuálida lista de amantes de Josefina se encontraría también Ouvrard y noticia de esos viejos amores habrían llegado a oídos de Napoleón? Y si así fuera, ¿tanto habría cambiado Napoleón en lo que a fidelidad conyugal se refiere?

–Napoleón es corso, Teresa -dijo Ouvrard como único comentario, y yo no supe exactamente a qué se refería con esas palabras. Puede que al hecho de que, en otras épocas menos prósperas de su vida, Napoleón había tenido que transigir con cosas que ahora, convertido en cónsul de Francia, no estaba dispuesto a tolerar. O quién sabe, quizá se refiriera a cierto rasgo del carácter de Napoleón del que yo misma había sido testigo cuando solicité ayuda para Tallien. «Yo nunca olvido», eso me había dicho Napoleón Bonaparte con una extraña sonrisa.

Sea como fuere, después de esta conversación con Ouvrard en la que fue más lo omitido que lo dicho, decidí no dar fiesta alguna y esperar unas semanas para ver en qué tipo de ciudad se convertía París bajo la nueva situación política. Además, por esas fechas tenía yo un nuevo y gran motivo de felicidad que llenaba mi vida, excluyendo otros afanes. Me refiero al nacimiento del primero de los cuatro hijos que tendría con Ouvrard. Fue niña y la llamamos Clemence Isaure Teresa. Tenía el pelo rubio y ensortijado como su padre y los ojos muy negros como yo, y pronto se convirtió en el juguete favorito de mis otros dos hijos, el siempre tímido y circunspecto Théodore, que pronto cumpliría once años, y la pequeña Rose Thermidor, de cinco. Recuerdo además que muy poco después de este feliz acontecimiento tuvieron lugar otros dos que fueron también motivo de alegría. El primero de ellos tuvo por protagonista al que todavía era mi marido, Jean-Lambert Tallien, quien continuaba enviándome cartas llenas de dulces y añorantes palabras como si nuestros destinos siguieran unidos. Por una de ellas supe que después del regreso de Napoleón a Francia, él se había quedado una temporada más en Egipto ocupado en pequeñas tareas. Al fin, decidió emprender la vuelta a casa con intención, según él, de recuperar mi cariño, pero con tan mala (o como más tarde se verá, buena) fortuna que cayó prisionero de los ingleses. Éstos lo llevaron a Londres y, ante su sorpresa, allí fue recibido con afecto y admiración «por parte de muchas y muy principales personas», según rezaba su carta.

Sí, vida mía, me han acogido como el héroe de Thermidor, aquel que acabó con los jacobinos. Y hasta tal punto me dispensan todo tipo de amabilidades que con ello han logrado mitigar, al menos en parte, el dolor de estar lejos de ti y de la pequeña Rose Thermidor. Te ruego, amor mío, que colmes a la pequeña de besos por mí. Yo, por mi parte, no sueño más que con abrazaros, pero creo que permaneceré aquí un tiempo más.

Quién sabe, quizá este nuevo golpe de suerte sirva para que esta vez sí y de verdad renazca de mis cenizas. ¿No sería maravilloso? Rezo para que así sea y pueda volver entonces y recuperarte.

La noticia de su rehabilitación, al menos en Inglaterra, me llenó de alegría. Su estancia allí, lejos de París, era más que conveniente tanto para él como para mí.

La segunda causa de alegría de la que antes hablaba tiene como protagonista a Ouvrard y dice mucho de su forma de ser. Gabriel, tal como ocurre a menudo con aquellos que son capaces de labrar con su esfuerzo una temprana y gran fortuna, no tenía el menor inconveniente en derrocharla con sus amigos, y más aún conmigo. Uno de los defectos de carácter que, según él, tenía su primera esposa era que desconocía totalmente el sutil arte de provocar y recibir regalos con donaire, un don que, siempre según él, yo poseía con largueza. Así, a Ouvrard le complacía sobremanera sorprenderme con todo tipo de obsequios: joyas, pieles, objetos estrafalarios, muebles carísimos, caballos, pelucas... Pero todas las mujeres sabemos que este tipo de presentes son con frecuencia una forma de adornarse los caballeros, un modo tal vez inconsciente de demostrar al resto del mundo que ellos tienen en jaula de oro a la más bella entre las bellas. Gabriel no era así; su generosidad era mucho más amplia, más desprendida que todo eso. Para que se hagan una idea les contaré que un día me invitó a dar una vuelta por París en carruaje. De pronto, mientras transitábamos por el Faubourg Saint-Germain, ordenó al cochero detenerse cerca de la Rue Babylone delante de un magnífico palacio estilo Luis XV que se alzaba entre las profundas sombras de un gran parque. Entonces, Ouvrard sacó del bolsillo una llave de mediano tamaño cuajada de brillantes y, cuando ya habíamos inspeccionado todas las habitaciones y los espléndidos jardines de la propiedad, me la entregó con estas palabras: «Adiós, madame, ésta es vuestra casa». En efecto, lo era. Cuando toqué el timbre éste fue inmediatamente atendido por los criados con los que él había equipado la propiedad. Es curioso señalar además para los amantes de las casualidades, o tal vez debería decir de las ironías, que el anterior propietario del palacio era Barras, y que Gabriel se lo compró para ofrecérmelo. Así, por un extraño vericueto, de ese amante anterior que nunca había sido especialmente generoso adquiría yo de pronto un muy caro y también maravilloso recuerdo. Por cierto, ahora que menciono su nombre, me gustaría aprovechar para añadir unos datos más sobre Paul Barras. Después de su caída del poder, decidió retirarse a Grosbois en total soledad. Toda su antigua corte o cohorte de amigos, aduladores, comparsas, compinches, sanguijuelas y admiradores desaparecieron de un día para otro y como por ensalmo. Yo, en cambio, seguí visitándole con una cierta asiduidad. Tal vez se sorprenda el amable lector por esta revelación, pero yo siempre he procurado guardar una parcela de cariño para los hombres que han compartido mi vida una vez que éstos han caído en desgracia. Cómo no hacerlo, son parte irrenunciable de mí.

Sin embargo, de amores pasados y otros fantasmas similares tiempo tendremos de hablar más adelante. Volvamos ahora a la Rue Babylone, a la llave cuajada de brillantes y a la generosidad de Ouvrard para decir que, entre esta bellísima propiedad parisina y la no menos bella de Raincy repartíamos Gabriel y yo nuestro tiempo disfrutando de la compañía el uno del otro. Ésta fue sin duda una de las etapas más sosegadas de mi vida. Vivíamos esos momentos impagables al comienzo de toda relación, cuando tan pendiente está el uno del otro que todo lo demás no tiene importancia alguna. Ahora, con la distancia que dan los años transcurridos, puedo decir que tal vez mi relación con Ouvrard no tuviera ese pellizco de pasión y agonía que viví con Barras; tampoco contó con el decorado romántico y brutal que me unió a Tallien, pero ¿quién no cambiaría gustoso ambas cosas por serenidad y cariño cuando ya ha amado mucho con anterioridad? Tenía yo entonces veintiséis años. ¡Veintiséis años!, pero era tanto lo que había vivido que a veces me sentía una mujer de cincuenta. Maridos, amantes, adulaciones, riquezas, aventuras... todo lo había conocido, pero también había tenido que enfrentarme con el miedo, el dolor; también con la sombra de la muerte, tan próxima que casi llegué a acariciar su lúgubre rostro. Ahora en cambio tenía paz. ¿Sería tal vez mi nueva maternidad la que me hacía sentir así? Ni el nacimiento de Théodore ni mucho menos el de Rose Thermidor habían frenado mis ansias por brillar, por complacer y ser complacida, por divertirme. Ahora, en cambio, con la pequeña Clemence a mi lado, no creía necesitar nada externo, sólo la sonrisa de mi bebé y el amor de Gabriel Ouvrard.

Así las cosas, se comprende que no tuviera mucho interés ni tampoco excesivo tiempo para dedicarme a asuntos de la política. Sin embargo, noticias de lo que estaba pasando en París llegaban todos los días a Raincy. Según se contaba entonces, Napoleón, una vez convertido en Primer Cónsul, deseaba provocar una violenta reacción contra lo que él llamaba las costumbres disolutas del Directorio y esto significaba romper y hacer romper también a sus allegados con todo aquello que tuviera que ver con las frivolidades de antaño.

–En otras palabras -me dijo un día Germaine de Staël, que había venido a Raincy a conocer a la pequeña Clemence-: Lo que quiere es romper conmigo. Y también contigo, de modo que no te hagas ilusiones, querida -comentó al tiempo que se detenía en admirar un bello mosaico pompeyano que yo había hecho colocar como suelo en aquella salita-. Supongo que eres consciente de que para le
petit gringalet
tú y yo somos criaturas de Sodoma y Gomorra. O de Pompeya, si eso te parece más sofisticado -añadió señalando la escena erótica bastante explícita que había bajo nuestros pies-. Imagino que ya habrás notado un considerable cambio de actitud por parte de Rose.

Germaine, que nunca se había repuesto de aquel pequeño pero muy público desaire infligido por Bonaparte años atrás en casa de Talleyrand, no tenía la menor simpatía por el héroe del momento. De él decía que «su talla era innoble; su alegría, vulgar; su cortesía -cuando la tenía-, torpe; su modo, grosero y rudo, sobre todo con las mujeres». De ahí también que, cuando hablaba de Josefina, se empeñara en llamarla por su antiguo nombre y a él por ese mote,
gringalet
, cuyo significado, alfeñique, muy poco encajaba realmente con el actual Napoleón Bonaparte.

–No,
ma chére
-continuó Germaine en el mismo tono cáustico-, Josefina ya no es la misma ni conmigo; ni tampoco contigo, siento decirte. Tú no te das cuenta porque estás aquí encerrada jugando a
mater amantisima
y
mater dulcisima
, pero nuestra amiga ha cambiado mucho. En realidad, no podría ser de otro modo después de que él a punto haya estado de divorciarse a causa de su
petite gaffe
, pobre Rose.

Todos por aquel entonces, incluso los tan alejados de los salones de París como yo, sabíamos de la
petite gaffe
de Josefina. Los comentarios corrían de boca en boca y se repetían en voz baja adornada por sonrisas. Había ocurrido que, al regresar Napoleón a Francia para convertirse en Primer Cónsul, se produjo un desgraciado desencuentro entre los esposos Bonaparte. Napoleón, que ya en Egipto había sido informado por su camarada Junot del tipo de vida alegre que Josefina llevaba en París de la mano, según él, de «su inefable amiga Teresa Cabarrús», estaba pensando seriamente en divorciarse de la ingrata e infiel a su regreso a Francia. Al saber esto, Josefina no se inquietó en absoluto. «En cuanto me vea se lanzará a mis brazos», me confió ella en una de las innumerables notas que nos enviábamos de forma periódica cuando nuestras ocupaciones nos impedían el placer de estar juntas. Tan segura estaba que, al tener noticias de la inminente llegada de Napoleón a las costas francesas, se puso en ruta hacia Lyon con ánimo de salir a su encuentro y acabar con todas sus suspicacias. Pero quiso la mala suerte que ella eligiera la ruta de Borgoña mientras Napoleón, que había desembarcado antes de lo previsto, tomara la del Borbonesado. Así sucedió que, al llegar Bonaparte a París, encontró su casa de la Rue de la Victoire sin rastro de Josefina. «¡Me engaña una vez más, siempre me ha engañado! –se dijo entonces el encelado general-. ¡Exterminaré a toda esa raza de mequetrefes y corruptos que la rodean! ¡No quedará ni uno, lo juro!».

Según testigos, así se expresaba Napoleón a grandes gritos recorriendo a zancadas el salón de su casa mientras en la calle, como en la escena de una de esas comedietas frívolas y un punto ridículas que pueden verse en los teatrillos del Palais Royal, Josefina aporreaba la puerta suplicando que la dejara entrar y explicarse. Durante toda una noche ella suplica, grita, llora y se desespera, pero el futuro emperador se muestra inflexible. Pasan las horas, Josefina a punto está de rendirse rota por la fatiga y decidida a aceptar su destino cuando de pronto una de las criadas le da una idea salvadora: «Haced venir a vuestros hijos», le dice. Y he aquí que se obró el milagro. Napoleón, que siempre había sentido enorme cariño por Eugéne y Hortense, como bien lo demostraría más adelante prodigándoles todo tipo de honores, consintió por fin en perdonar a su madre. Los esposos cayeron entonces el uno en brazos del otro y aquellos que deseaban (léase la familia de Bonaparte) que todo lo sucedido fuera el comienzo del fin de una relación poco conveniente para el general, se sorprenderían muy desfavorablemente al encontrar, a la mañana siguiente, a los felices esposos abrazados en la cama.

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