Tallien se refugió entonces en esta última. La niña tenía apenas año y medio, pero se parecía tanto a mí... Él pasaba todo su tiempo libre, que era mucho, en el cuarto de juegos; cubría a su hija de besos, de caricias desesperadas, pero ni siquiera estas escenas, de un patético dramatismo que él intentaba redoblar cuando yo estaba presente, lograban conmoverme. Tallien se había convertido en un espectro y no sólo para mí. En realidad, ya nadie en la casa reparaba en su presencia, ni siquiera Frenelle, que lo conoció en sus mejores años, y menos aún el resto de los criados, que sólo lo habían tratado cuando ya era un don nadie.
«No soy más que una escoba que los políticos de este país han utilizado para barrer la basura y a la que ahora pretenden olvidar detrás de la puerta. Un día, también tú harás lo mismo, amor mío...». Eso había dicho él un año antes al darse cuenta de cuál había sido su verdadero papel en los acontecimientos históricos por los que, hasta el día de hoy, se le recuerda. «Júrame, Thérésia, que no me dejarás nunca. Júrame al menos que cuando te canses de mí permitirás que me quede cerca, en el último rincón de tu casa, como un trasto inútil, como un perro, pero cerca de ti...». También esto me había dicho él al comienzo de su caída, y ahora estas palabras adquirían toda la fuerza de una profecía.
A
sí como existen en la Historia vidas paralelas, las hay también que son como líneas divergentes y otras que cuando una crece, la otra mengua. Este pensamiento parece propio de madame de Staël o del señor Moratín, pero es mío. Nada sé de matemáticas, ni mucho menos de física, por lo que la metáfora puede ser errónea, pero lo que quiero decir es que hay vidas que parecen un juego de opuestos, como la de Jean-Lambert Tallien y la de Napoleón Bonaparte. Porque si este último era un pobre diablo con las botas remendadas cuando a Tallien lo aclamaban como el héroe de Thermidor, ahora Napoleón cosechaba cada día éxitos más resonantes mientras que el mayor triunfo al que podía aspirar Tallien era obtener una sonrisa de la pequeña Rose Thermidor. Nos encontrábamos ya a finales de 1797. Tras sus triunfos en Italia, Napoleón Bonaparte (hace tiempo ya que había desaparecido esa «u» italiana de su verdadero apellido, Buonaparte) regresó a Francia. ¡Y qué gran júbilo para el pueblo supuso la noticia de su retorno! El triunfo de nuestros ejércitos era la única alegría y también el único motivo de unión en una sociedad cada vez más dividida. Así, mientras París esperaba la llegada del héroe, todo eran alabanzas, parabienes, preparativos. Se decidió, por ejemplo, que la calle en la que tenía fijada su residencia Napoleón cambiara inmediatamente de nombre y pasara a llamarse calle de la Victoria y toda la ciudad se preparaba para las fiestas que habrían de celebrarse en cuanto hiciera su triunfal entrada en la capital.
Sin embargo, y a pesar de tantos preparativos, la llegada no tuvo nada de triunfal. Napoleón llegó a París sin avisar, fue directo a su casa y se encerró allí declinando toda invitación de los poderosos. «¿Qué pretenderá le
petit gringalet
? –recuerdo que dijo Barras, más perplejo que contrariado, más receloso que desairado–. No me fío en absoluto de sus artimañas. ¿Cuál será ahora la estrategia de ese que dice ser el mayor estratega de todos los tiempos?».
Sea cual fuere ésta, lo cierto es que hicieron falta muchos ruegos para que Napoleón consintiera al fin en asistir a tan sólo dos de las muchas fiestas que se habían organizado en su honor. Una sería la de los directores, con Barras a la cabeza; la otra, por cierto, la que pensaba organizar un viejo amigo de todos ustedes: me refiero al
ci-devant
obispo de Autun y
ci-devant
revolucionario Talleyrand, ahora reconvertido en la tercera de sus muchas reencarnaciones, nada menos que en flamante ministro de Asuntos Exteriores del Directorio. Ambas fiestas fueron sonadas y creo que merece la pena detenerse unos minutos en describirlas, puesto que darán al lector una certera recreación de lo que ocurría por aquel entonces en Francia. Como ya sabemos, un general vencedor y tan popular como Napoleón suponía un serio peligro para el Directorio. Y no sólo porque, cara al hombre de la calle, su presencia alentara una nada recomendable comparación entre dichos directores y el héroe del día, sino porque, además, permitía a las diversas facciones políticas entregarse a las actividades que les eran más propias, es decir, la intriga y la conspiración. «Ya veremos quién gana al final», me dijo Barras la víspera de la primera fiesta, y se dispuso a organizarlo todo en el estilo de entonces, es decir, del modo más teatral posible. «No se imagina aún ese pequeño corso con quién tiene que vérselas. Ya sabré demostrarle quién manda en París».
Como si el cielo hubiera querido unirse también a nuestras celebraciones, el tardío otoño de aquel año nos regaló un 10 de diciembre celestialmente claro, con una leve brisa y temperatura benigna. En el palacio de Luxemburgo se había hecho levantar un altar patrio adornado por varios trofeos de guerra traídos por Napoleón de los campos de batalla, así como por las banderas arrebatadas al enemigo. Allí, bajo una gran carpa tricolor y a cada lado del altar, los directores se dispusieron a esperar al héroe ataviados con sus trajes de ceremonia. Los cinco lucían mantos bordados o de armiño, profusión de puntillas, sombrero con grandes plumas, borlones, oros. También a los ministros, con Talleyrand a la cabeza, se les veía espléndidos en sus trajes de terciopelo, mientras los diputados dejaban ondear al viento togas escarlata con abundancia de bordados en azabache. Una vez que estuvieron todos en sus puestos, comenzó a sonar una orquesta sinfónica. Ésta interpretó diversas piezas clásicas, pero cada vez que la algarabía de los ciudadanos que fuera del palacio esperaban la llegada de Napoleón aumentaba, la orquesta se detenía y luego atacaba piezas patrióticas imaginando la inminente llegada del invitado de honor. Tres veces se repitió esta situación sin que nada sucediera; Bonaparte se hacía esperar. Tanto, que ya empezaban a impacientarse los directores, los diputados y hasta Talleyrand bajo su más que impresionante sombrero de plumas. Por fin, casi con una hora de retraso, un redoble de tambores y los gritos enfebrecidos del pueblo de París, anunciaron su llegada. «¡Ya viene! –decían todos–. ¡Napoleón se acerca!», y yo, que me encontraba junto a Germaine de Staël, me incliné para preguntarle al oído: «¿Por qué habrá tardado tanto? ¿Tú crees que prepara una entrada marcial y espectacular para fastidiar a los directores?». Germaine, que se había puesto un vestido especialmente
décolleté
, se había quedado helada con la larga espera. Y es que, por muy benigna que fuera la mañana, estábamos en pleno diciembre. Parecía molesta. «¿Entrada marcial? Ya lo veremos. Espero que al menos se haya cepillado el barro de sus botas y de la casaca que tú le procuraste», respondió ella despectivamente, recordando los tiempos en que Bonaparte no tenía dinero ni para renovar su uniforme y tuve que intervenir yo. No alcancé a responder a Germaine, porque en ese preciso momento un redoble de tambores anunció la entrada de Bonaparte en el recinto ante el estupor de todos. Estupor, sí, porque el héroe del día apareció vestido casi tan modestamente como en aquella lejana ocasión en la que le conseguí una nueva casaca. Bueno, tal vez exagere, pero lo cierto es que lo hizo con un simple uniforme de general desprovisto de todo adorno, casi un atuendo de campaña. Comenzó a caminar hacia nosotros, y como único ornamento llevaba suelto su largo pelo, que enmarcaba una cara pálida, marfileña, una nariz afilada y un mentón largo y fuerte. Tenía un aire de gran juventud, pero de juventud circunspecta, y sus ojos miraban hacia la tribuna de directores de un modo que nos obligó también a nosotros a dirigir allí nuestra mirada. Entonces no pude por menos que sentir un escalofrío, y la misma sensación debió atenazar al resto de los presentes, puesto que se hizo un silencio. Ahora el único sonido era el murmullo de la muchedumbre, que seguía aclamando a su héroe desde fuera del recinto del palacio. Y qué extraña sensación era ésa mientras Napoleón avanzaba hacia el lugar en el que se encontraban Barras y los demás directores. Miré a mi amante, pero él, envuelto en su manto bordado, cubierto de puntillas y plumas, no parecía darse cuenta de lo que estaba aconteciendo a su alrededor. Me refiero a cómo cambiaban las caras de todos los presentes al notar el contraste entre los directores emperifollados como pavos reales y aquel joven general en uniforme de campaña que los miraba con desprecio.
A medida que avanzaba, el silencio se fue haciendo más pronunciado. Por fin, Napoleón llegó al altar cívico que presidía la ceremonia. Ahora estaba de espaldas a nosotros y se detuvo unos segundos antes de girarse. «Un silencio religioso», así lo describió uno de los cronistas que han dejado sus impresiones para el recuerdo. Uno altamente inquietante, añadiría yo, y duró pocos segundos, puesto que, en cuanto Napoleón se volvió para saludar a los presentes, todos nosotros estallamos en el más enfebrecido de los aplausos.
–¡Viva nuestro general! ¡Viva la República!
Una vez acabado el acto, preferí no comentar con Barras mis impresiones, no me pareció oportuno; bastaba con ver su cara para comprobar que estaba furioso. En cambio, sí se lo comenté a Germaine de Staël y ella quitó importancia al «silencio religioso» y al evidente contraste entre el general y los directores. Incluso se atrevió a hacer un pronóstico: «Ya verás –dijo–, conozco bien ese aire de virtud revolucionaria; la tienen todos los jóvenes cuando escalan posiciones con demasiada rapidez. Pero bastarán, te lo aseguro, unos días, apenas unas horas en París con sus pompas y sus obras, para que nuestro querido
gringalet
pierda esos fríos y poco favorecedores aires de héroe espartano. Ya veremos qué pasa esta noche en casa de Talleyrand; el ex obispo de Autun es un experto en agasajos, también en sutilezas, y siempre ríe mejor quien ríe el último, querida...».
La segunda fiesta organizada en honor de Napoleón tuvo lugar en el hôtel Galliffet y desde luego no se pareció en absoluto a la de los directores. Si una estuvo adornada de la estética patriótica y teatral, la otra lo estaría, simplemente, del buen gusto. Desde su regreso a Francia tras el exilio, Talleyrand había tenido varios éxitos y un solo fracaso: no haber logrado que lo nombraran director pese a sus intrigas. Aun así, había sabido volver a la primera fila de la política convirtiéndose en ministro de Asuntos Exteriores y ahora arrastraba su pierna tullida por los salones más distinguidos de París. «Él sí que sabe hacer bien las cosas», me dijo Germaine mientras subíamos las escaleras de la casa de Talleyrand, y si había un deje de ironía en el acento que había puesto en pronunciar aquel pronombre, alguna velada comparación entre el ex obispo y Barras, yo decidí ignorarlo. Me entretuve, en cambio, calibrando lo que veía a mi alrededor. Cada uno de los grandes salones de la mansión estaba perfumado con ámbar, la fragancia preferida de Talleyrand. Había también diversos árboles aromáticos de pequeño tamaño que crecían en ornamentales
cache-pots
chinos dentro de la casa, lo que, junto con las velas y las antorchas, confería al recinto un aire entre misterioso y sofisticado. En honor a su invitado principal, Talleyrand había hecho decorar las paredes de todo el palacio con obras de arte traídas por Napoleón desde Italia: cuadros de maestros renacentistas, bustos romanos y hasta una gran columna cercenada de uno de los más importante templos clásicos de la ciudad de Roma. Germaine y yo atravesamos todos esos bellos decorados haciendo los comentarios pertinentes hasta llegar a la gran sala de baile, que estaba presidida por una madonna de Rafael. Bajo ésta, y con un aspecto tan recatado como la mismísima Virgen María, se recortaba la inconfundible figura de Josefina Bonaparte.
Desde la llegada de Napoleón a la ciudad yo no había tenido oportunidad de hablar con ella, pero solíamos escribirnos casi a diario. De hecho, esa misma tarde me había enviado la nota que reproduzco a continuación:
Mi querida, supongo que te veré esta noche en la fiesta. No tengo que preguntar si estarás allí, la velada no sería un éxito sin ti. Te escribo para preguntarte si vas a ponerte ese
dessous
color melocotón que tanto me gusta. Yo pensaba ponerme uno similar.
Te abraza, tu amiga.
Como es lógico, asentí con gusto, y Josefina llevaba por tanto las enaguas melocotón que tanto le agradaban, pero debo decir que no se veía demasiado favorecida con ellas. Había completado el atuendo con un vestido de manga larga y escote redondo que la hacía parecer exactamente de su edad, ni un día menos. En su mirada había además un brillo algo contrariado, parecido al que yo recordaba de los primeros meses de su matrimonio, cuando Napoleón le escribía encendidísimas cartas de amor importunándola para que fuera a visitarle al frente mientras ella inventaba mil excusas para no hacerlo. Sin embargo, ahora –qué infalible Cupido es el éxito–, Josefina estaba mucho más enamorada de él. Se notaba en todo: en su forma de vestir, también en el modo en que miraba a su marido, que estaba un poco más allá, y sobre todo se delataba en el modo en que observaba de reojo a otras mujeres. «Vaya, vaya, ésta no es mi Rose», me dije, pero inmediatamente mi atención se desvió hacia un tumulto de damas que revoloteaban como mariposas multicolores (y bastante desnudas) alrededor de Napoleón. Curiosa escena, porque la mayoría de ellas, con sus coturnos y pelucas, eran mucho más altas que el héroe y éste apenas resultaba visible entre tanto lepidóptero. Yo nunca he sido partidaria de sumarme a estos tumultos por muy deseada que sea la pieza, pero madame de Staël sí, y antes de unirse al resto de las damas me guiñó un ojo como quien dice: «Recuerda nuestra apuesta», y allá que se fue a atacar al vencedor de Castiglione. Cinco o seis codazos más tarde ya había logrado abrirse un hueco y entonces, desde donde estaba, pude oír la conversación que mantuvieron.