C
on la marcha de Tallien a Egipto cesaron también aquellas pesadillas que antes me atormentaban. Me refiero a las que de vez en cuando me visitaban para revivir el día en que, del brazo de Junot y junto a Josefina, alguien en la calle me había increpado gritando: «¡Viva Nuestra Señora de Septiembre!». Cierto es que ya la gente no me distinguía al pasar con los amables epítetos de antes, sino con un forzado silencio. Pero como el ser humano posee un indudable talento para olvidar lo malo y buscar signos positivos que le reafirmen en sus convicciones, yo me tranquilizaba pensando que aquella cruel acusación había sido sólo un incidente aislado, apenas una voz discordante entre una multitud que me adoraba. Así parecían confirmarlo además otros muchos signos positivos, como el hecho de que continuara siendo el centro de la moda en una sociedad, la parisina, para la que dicha palabra era casi religión. Pagana, sin duda, pero religión al fin y al cabo. Cierto es que ahora tenía que compartir mi particular Olimpo con otra diosa cada vez más popular: la ciudadana Bonaparte, pero ¿acaso no era ésta mi mejor amiga? A ella la nueva ausencia de su marido la colocaba, dicho sea de paso, en la muy envidiable situación de ser la esposa del hombre más popular del momento y, al mismo tiempo, una dama sola que podía pasear con diversos amigos y divertirse a su antojo.
Y es que divertirse seguía siendo la consigna general, sobre todo en ciertos círculos, más aún ahora que Francia era ya una gran potencia militar. Sin embargo, aunque las arcas comenzaban a llenarse con el botín de guerra, también eran muchos los caudales que se quedaban por el camino, de modo que cada vez eran más frecuentes las voces que se alzaban para denunciar la escandalosa corrupción. Como la del viejo Mallet du Pan, por ejemplo, a quien tanto le gustaba vocear: «¡Cada día es más afrentosa la diferencia entre los vientres vacíos del pueblo y los malditos vientres podridos del gobierno!», «¡Sodoma y Gomorra, amigos míos!». Y a continuación se dedicaba a poner de relieve ciertos datos relacionados con la moral que, según él, hablaban por sí mismos. Como el elevado número de divorcios que se producía en París, sobre todo después de que la Convención tirara por la borda el último lazo que constreñía la libertad personal permitiendo, de un solo golpe, que seis mil maridos y esposas «incompatibles» se divorciaran en tan sólo doce meses. O los cuatro mil niños abandonados que aparecían anualmente en las calles de París. O los cuarenta y cuatro mil bastardos de otros departamentos.
Tout le monde s'aime, tout le monde se divorce
. Todo el mundo se ama, todo el mundo se divorcia, se decía entonces. Un ciudadano parisino, por ejemplo, llegó a casarse con cuatro hermanas, una detrás de la otra, y un segundo solicitó autorización para contraer nupcias con la madre de sus dos anteriores esposas.
En cuanto al dinero que comenzaba a llegar del exterior y el uso que de él se hacía, éste era tan escandaloso como las costumbres imperantes. Al gran número de agiotistas, especuladores y acaparadores de todo tipo de mercancías se unían ahora los financieros que se dedicaban a enriquecerse con los suministros al ejército. «¡Botas de suelas tan finas como hojas de papel y ropas de abrigo confeccionadas de paño podrido!», así describe aquellas mercancías el tronante Mallet du Pan, pero tal vez exagerase un tanto, porque hay que tener en cuenta que Mallet du Pan era un agente secreto de los realistas que deseaba a cualquier precio acabar con el Directorio y con todos sus corruptos amigos.
Entre estos suministradores del ejército había por cierto un caballero que hacía tiempo se había convertido en asiduo a nuestras reuniones. Se llamaba Gabriel-Julien Ouvrard y su aspecto físico distaba mucho del tipo que la caricatura ha fijado para los hombres de su profesión. No era ostentoso en sus maneras ni burdo en su trato; tampoco era viejo ni gordo, sino muy joven, apenas veintiocho años, y tenía un físico más que agradable, así como una prudencia que bien podía confundirse con elegancia. Todo lo contrario, dicho sea de paso, que Barras, quien por esas mismas fechas se encontraba redecorando de arriba abajo una de sus carísimas propiedades en las afueras de París, la llamada Grosbois, que había pertenecido a Monsieur, es decir, al hermano del guillotinado Luis XVI. Durante meses, un batallón de carpinteros, albañiles, tapiceros, broncistas, pintores, jardineros y operarios de todo tipo trabajaron sin descanso para entregar al ciudadano Barras, que antaño votara la muerte de Luis XVI, un palacio digno de un rey. En realidad, podría decirse que todo lo que había en aquella magnífica residencia parecía desmentir la reciente historia de Francia. La opulencia y la ostentación eran tan similares a las del Antiguo Régimen que resultaba difícil creer que entre aquel lujo desmedido y éste casi obsceno hubiera tanta sangre, tanto sufrimiento y tantos cadáveres. Grosbois se convirtió muy pronto en el centro de reunión de todos los hombres relevantes del momento. Por allí podía verse a los diversos integrantes de la sociedad de entonces: los convencionales, los militares brillantes (salvo Napoleón, que seguía a la sombra de las pirámides), también los
émigrés
, que habían vuelto a Francia y ahora ocupaban de nuevo un lugar destacado en sociedad. Entre ellos estaba, como ya hemos visto, el ciudadano Talleyrand, reconvertido ahora en ministro de Asuntos Exteriores del Directorio. Porque, igual que las aves retornan cuando comienza a caldear el sol tras el crudo invierno, también este avispado pájaro estaba de regreso y con él sus suaves modales. Así, un día de los primeros en que todos nos encontrábamos disfrutando de uno de los nuevos y más bellos salones de Grosbois, recuerdo que se acercó a mí con estas palabras:
–Querida, hace tiempo que quería deciros que estáis tan bella como la última vez que nos vimos antes del diluvio. ¡Pero si incluso se diría que os encontráis en la misma deliciosa situación de entonces! Ved si no: estáis aquí, de pie, junto a una mesa de juego mirando el ir y venir de los naipes mientras vuestro hombre despluma a los incautos. Realmente, ma chére, hay que reconocer que
plus ça change, plus c'est la même chose
[9]
.
Aun suponiendo que su comentario no tuvieran intención de herirme y sólo se tratara de un pequeño chiste de esos que tanto gustan a los personajes mundanos, lo cierto es que sus palabras fueron una bofetada en pleno rostro. Sin duda, el encuentro «antes del diluvio» del que hablaba había tenido lugar en Fontenay-aux-Roses cuando yo estaba casada con mi primer marido. Fontenay era entonces consejero del Rey, empedernido jugador de cartas y un mujeriego que jamás me había amado. ¿Y cuál era mi situación actual? Yo no era ni siquiera la esposa, sino la amante del hombre fuerte del régimen actual. Barras, al igual que Fontenay, era jugador, pero no sólo con los naipes y con los corazones femeninos como aquél, sino con todo tipo de turbios negocios Y por último, al igual que ocurría con Fontenay, Barras nunca me había amado.
Yo, por mi parte, no me había hecho ilusiones respecto de sus sentimientos. Otros muchos errores he podido cometer en mi vida, pero desde luego no el de engañarme acerca de lo que sienten los hombres por mí. Siempre supe que Barras sólo tenía un amor, y era ese que se le aparecía cada mañana en el espejo mientras su criado lo rasuraba. Yo era para él otra cosa que nada tenía que ver con los sentimientos. Un adorno, una anfitriona brillante para sus muchas fiestas, el complemento perfecto para su éxito; en otras palabras, poco más que una bella pluma en el su ya de por sí ostentoso sombrero de héroe de la República.
Como en tantas ocasiones en mi vida cuando ésta se volvía amarga, sonreí. Más aún, reí a carcajadas ante la ocurrencia de Talleyrand. No podía dejar que ninguna de aquellas personas para las que el éxito era su único dios, adivinaran que la valiente madame Thermidor, la compasiva Señora del Buen Socorro –y, sobre todo, la que ellos más admiraban–, la muy bella Teresa Cabarrús, sufría.
–Tenéis razón –le dije al ex obispo, ex revolucionario y ahora ministro de Francia–, qué frase tan acertada la vuestra, amigo mío, prometedme que seguiremos con esta conversación más tarde. Ahora debo asegurarme de que todo está listo para que podamos pasar al comedor a su hora. ¿Os gusta el faisán, Talleyrand?
Mientras me dirigía hacia la puerta del comedor con tan tonta excusa me volví para observar aquel mundo que yo había elegido como mío. Allí estaban todos los actores principales de la actual comedia francesa: madame Récamier, vestida de rosa pastel representando su sempiterno papel de virgen intacta con la repetitiva estrategia de excitar y luego desdeñar a los hombres; Paul Barras, apostando en una mano de
whist
lo que un hombre honrado tardaba un año en ganar, pero que representaba tan sólo una ínfima cantidad de lo que él había acumulado impostando el inverosímil papel de político honesto en la Convención; Germaine de Staël, con su turbante a la criolla que de ningún modo lograba suavizar sus rasgos equinos y filosofando con un
émigré
sobre la miseria humana mientras bebían champagne; y por fin Rose, la actual Josefina Bonaparte. Podía verla allí, junto a la ventana, rodeada de un sinfín de aduladores. Era el centro de atención, en especial de los que intuían que, muy pronto, los vientos comenzarían de nuevo a rolar. Ella, por su parte, los escuchaba muy atenta y muy solícita, dedicándoles por turnos esa sonrisa de enigmática Gioconda que yo misma le había enseñado a perfeccionar y que no escondía misterio alguno salvo una muy mala dentadura.
Sí, ése era mi mundo, el que había surgido a la sombra de la guillotina después de que tantos miles de personas la hubieran regado con su sangre. Uno en el que yo brillaba no por mis buenas obras, pues todo se olvida con suma rapidez, sino por mi belleza y sobre todo por estar cerca del poder. No cabía duda de que tenía razón Talleyrand y la cínica frase
plus ça change, plus c'est la même chose
: cuanto más cambian las cosas, más continúan siendo lo que eran antes.
–¿Estáis bien, madame? Tened, se os acaba de caer el abanico. Un rostro tan bello debería tener siempre a mano tan útil implemento no sólo para no deslumbrar demasiado a quienes lo miran, sino también para ocultarse cuando sus pensamientos requieren un momento de privacidad.
Era Gabriel Ouvrard quien así se dirigía a mí tendiéndome el abanico de nácar que se me había caído. Agradecí su gesto, pero fui incapaz de contestar. En París, ahora como antes del diluvio, se estilaban las respuestas ingeniosas o, en su defecto, las
boutades
u ocurrencias, pero ni una cosa ni otra me venía a la cabeza. A falta de palabras sonreí mientras me detenía unos segundos en estudiar el rostro de aquel hombre. Lo que me acababa de decir podía interpretarse como un atrevimiento o como una gentileza; elegí tomarlo como lo segundo, pues me pareció más acorde con la sonrisa franca y admirativa que me dedicaba. Él siempre había sido extremadamente atento y generoso conmigo.
–Mil gracias –dije, y añadí–: Hacía tiempo que no os veía, Ouvrard. Imagino que ahora que nuestros gloriosos soldados ganan todas las batallas vuestra tarea como suministrador del ejército se habrá multiplicado. Decidme, ¿os gustaría que diéramos un paseo? Dadme vuestro brazo, hace una tarde espléndida.
Aquella noche volví a soñar. En mi pesadilla, la voz que gritaba «¡Viva Nuestra Señora de Septiembre!» era ahora la de Barras, que reía a carcajadas mientras una muchedumbre entusiasta admiraba mi atuendo de
merveilleuse
, mi pelo entretejido de diminutas perlas, las joyas que cubrían mi pecho y los dedos de mis pies llenos de sortijas. Poco a poco se fue dispersando la multitud hasta que quedamos él y yo, solos, frente a frente. Entonces, tomando mi cara entre sus manos, cuajadas también de anillos, pude ver cómo Barras bajaba la voz para decir, casi en un susurro: «Lo siento, querida, voy a tener que prescindir de ti. Te has convertido en un lujo demasiado caro,
trop cher, ma belle, vraiment trop cher
». Y luego reía con esa risa suya que yo, oh Dios mío, aún tanto amaba. Pero el sueño no acababa ahí. A continuación pude reparar en cómo Barras se volvía hacia otra figura que estaba junto a él para decirle: «Una mujer como ella os convendría mucho a vos, Ouvrard. Ahora que sois tan indecentemente rico gracias a mi amistad, a la patria y a los soldados de Francia, os irá de maravilla un adorno como Teresa Cabarrús. Tened, os la regalo. ¿O preferís tal vez que nos la juguemos al
whist
? Claro que si no aceptáis mi generoso ofrecimiento, lamentándolo mucho, la concesión que tenéis para suministrar bienes al ejército podría caducar...».