Me desperté con esa inexplicable sensación de peligro que más responde a un instinto animal que a una verdadera amenaza. El corazón me latía con fuerza y por mucho que intenté calmarme diciéndome que aquello no era más que otra de mis pesadillas, cada vez que cerraba los ojos volvía a ver el rostro de Barras pronunciando aquellas crueles palabras: «
Trop cher, ma belle, trop cher
». Salté de la cama, apenas eran las siete de la mañana. Por aquel entonces yo, al igual que todas mis amigas, tenía la costumbre de levantarme tarde, rara vez antes del mediodía y en ocasiones bien entrada la tarde. Por eso debió de ser una sorpresa para Frenelle que la llamara tan temprano y así pareció traslucirse en su pregunta:
–¿Estáis bien, madame?
–Sólo es otra de mis pesadillas –le dije, pero me cuidé mucho de confesarle que ésta no era como las anteriores, sino que tenía como protagonista a mi amante. Y es que si no lo he dicho antes lo diré ahora: Frenelle siempre odió a Barras. Desde el comienzo de nuestra relación, y sobre todo ahora que ella y yo pernoctábamos con más frecuencia en casa de Barras que en la mía, Frenelle se limitaba a desempeñar estrictamente sus labores domésticas y a tratarme con una lejana deferencia que al principio me impacientó y que más tarde procuré ignorar. Lejos quedaban ya los tiempos en que éramos cómplices y amigas o, más aún, compañeras de aventuras. Ya no era para ella «Teresa», sólo «madame».
–¿Deseáis que abra las cortinas, madame?
–Gracias, Frenelle...
Se dirigió hacia la ventana y una vez que se hizo la luz miró hacia el lecho. Entonces pude comprobar cómo en sus labios asomaba una sonrisa cuyo significado no me fue difícil adivinar: Frenelle se congratulaba al comprobar que Barras, la noche anterior, no había compartido mi cama. Sin embargo, si este hecho era para ella motivo de alegría, para mí lo era de gran pesar. Hacía tres días que no me visitaba, demasiados ya.
–Hay una carta para vos –dijo a continuación Frenelle y en el mismo tono impersonal añadió–: Arribó ayer a La Chaumiére y Bidos la ha traído hasta aquí esta mañana. La dejaré junto a la bandeja del desayuno y si no deseáis nada más...
Se retiró sin esperar mi respuesta y yo la dejé marchar. Eran demasiadas las preocupaciones que rondaban mi cabeza como para ocuparme de Frenelle. Sin embargo, un nuevo motivo de pesar me esperaba al rasgar aquel sobre, puesto que la carta era de Tallien y decía así:
Bella niña mía:
Nada puede ser más desgraciado que nuestras vidas aquí. Carecemos de todo. Desde hace cinco días no logro cerrar mis ojos, debemos dormir sobre la mera tierra. Nos comen las moscas, los piojos, las chinches y toda especie de insectos. El papel en el que escribo está húmedo de mis lágrimas. Adiós, mi bella niña, el dulce recuerdo de ti y la esperanza de volver a veros a ti y a nuestra hijita me mantienen con vida, así como mi único deleite es pensar en tu casa de La Chaumiére; nunca te deshagas de ella, te lo ruego.
Tu infeliz Tallien
La carta me llenó de infinita tristeza, no sólo por la miseria que traslucía, sino también por su última frase. «Nunca te deshagas de La Chaumiére», apuntaba en ella Tallien, pero lo cierto era que acababa de hacerlo. Había vendido esa casa que ambos compartimos con la intención de comprar, más adelante, otra cerca de la de Josefina. Pero también con la secreta esperanza de que el hecho de que mis hijos y yo pasáramos cada vez mayor tiempo en este rimbombante palacio de Grosbois en el que ahora me encontraba fuera algo así como la oficialización de mi
entente
con Barras. Sin embargo, lo único que había logrado con mi estratagema era no tener casa propia, mientras que Barras apenas visitaba mi lecho. Al igual que un fallido estratega que yerra sus cálculos y es ya por siempre prisionero de un movimiento equivocado, yo había quemado mis naves. ¿Qué me esperaba ahora?
–M
i bella ateniense. –La voz de Barras sonaba suave, sinuosa. (Nos encontramos ahora en esa mañana la misma que había comenzado con mis pesadillas y la carta de Tallien)–. Mi bella Aspasia, descuidáis demasiado a vuestros invitados. El amigo Ouvrard estaba impaciente por veros; mirad, os ha preparado una maravillosa sorpresa.
Estaba prevista para ese día una gran batida de caza y, como si de la continuación de mis sueños se tratara, como si en efecto Barras y Ouvrard hubieran estado hablando de algo que me concernía, ambos me esperaban al pie de la escalera.
–Ésta es
Coquette
–dijo el segundo señalando una magnífica yegua que llevaba de la brida–. Me he permitido traérosla como regalo, la más bella de las damas merece tener también la más hermosa de las monturas.
No era inusual que otros caballeros que no fueran Barras me hicieran regalos caros, pero después de mi sueño de horas antes, todo tenía para mí una secreta lectura. Miré a mi amante: había en sus ojos una mirada de impaciencia, de velado hastío, me pareció.
–Mi bella directora –dijo a continuación dirigiéndose casi más a Ouvrard que a mí–. Dado el magnífico regalo que acaba de haceros Ouvrard, creo que bien merece ser vuestra pareja durante todo el día. Coquette es sin duda un soberbio animal y a vos, querida, os gusta tanto galopar...
Precisamente en este punto comienza mi historia amorosa con Gabriel Ouvrard, banquero de fortuna y abastecedor del ejército de la República.
Años más tarde, La Révelliére-Lépeaux, uno de los otros cuatro directores que junto a Barras detentaban el poder en aquellos años, recogería en sus memorias el hecho que acabo de contar, pero dotándolo de un prólogo muy poco halagüeño para mí. Según él, minutos antes de la escena del caballo, Barras habría hablado con Ouvrard para convencerle de lo mucho que le convendría aceptar un «traspaso». Siempre según La Révelliére-Lépeaux, yo me había convertido en un lujo demasiado caro para Barras, del que había escuchado de sus propios labios contar con todo detalle «el trato más que conveniente al que había llegado con Ouvrard, por el que le cedía a madame Tallien y cómo, al poner éste ciertos reparos, le había forzado a tomarla y satisfacer de ahí en adelante todas las necesidades de una mujer tan devoradora (sic)». «Caso de no aceptar –continuaba contando Barras por boca de Lépeaux–, le hice ver a Ouvrard que bien podía peligrar su pingüe negocio como proveedor del ejército y también exponerse a una inspección de su fortuna».
«Fue así –termina narrando La Révelliére-Lépeaux–, cómo esa misma mañana en Grosbois se firmaron las cláusulas de tan infame trato».
Como puede verse, lo que narra este caballero, la conversación entre Barras y Ouvrard, el «traspaso» y la circunstancia de que yo me estaba convirtiendo para el primero «en un lujo demasiado caro», se parece mucho al sueño que yo tuve aquella misma madrugada. Sin embargo, como no creo tener las dotes adivinatorias de la vieja Marie Celeste ni soy capaz de anticipar el futuro, me inclino a creer que la explicación a tan extraña coincidencia es otra.
Tout passe, tout casse, tout lasse... et tout se remplace
, dicen los franceses, que en esto del amor son tan galantes como cínicos. Todo pasa, todo se rompe, todo aburre y todo se reemplaza. Y si la frase es cierta siempre, lo era aún más en aquellos tiempos tornadizos en los que las reglas de juego imperantes entre personas como Barras y como yo misma respondían a tan pragmática premisa. De ahí que mi sueño no tiene nada de mágico ni de sobrenatural, sino que responde a un modo de intuir lo que está pasando, una alerta para actuar antes de que las circunstancias se volvieran del todo adversas. Por eso he de decir que es más que probable que Barras hubiera llegado a la conclusión de que yo era una mujer demasiado cara y «devoradora», como apunta La Révelliére-Lépeaux en sus memorias; pero yo por mi parte siempre he sido una mujer intuitiva y también sumamente orgullosa, de modo que, sin tener los poderes de Marie Celeste, aquella misma mañana supe que debía con presteza cambiar de caballo. Y no me refiero a
Coquette
precisamente, aunque desde ese día se convirtió en mi montura favorita, sino a mi vida sentimental. ¿Qué me convenció para hacerlo? Posiblemente la pesadilla de la que antes he hablado, o tal vez fuera la carta de Tallien, que tanto me había llenado de tristeza recordándome que ya no tenía casa ni tampoco marido. O quizá, y por qué no, fuera esa breve conversación sobre mi abanico que mantuve con Gabriel Ouvrard la víspera, en la que pude descubrir a un hombre sensible, capaz de amarme como no me amaba Barras. Sea lo que fuere, lo cierto es que esa mañana sonreí a Ouvrard de un modo especial mientras le tendía la mano.
–Querido amigo –le dije–, sois demasiado gentil; claro que me encantará cabalgar con vos. Os lo ruego, dejad que me apoye en vuestro hombro para montar a
Coquette
.
Barras nos miraba sonriendo y debo reconocer que sentí una pequeña punzada al ver su rostro tan cerca del mío, por lo que giré la cabeza para volverme definitivamente hacia Ouvrard.
Tout passe, tout casse, tout lasse... et tout se remplace
. Las mujeres como yo no pueden (ni deben) permitirse mirar atrás. Yo no lo sabía en ese momento, pero comenzaba para mí una nueva vida.
A
sus veintiocho años, Gabriel Ouvrard era ya dueño de una enorme fortuna. Sus comienzos se remontaban a 1789, cuando en pleno estallido revolucionario y con tan sólo diecinueve años, empezó a especular a pequeña escala con una fábrica de papel, y ahí pasó a probar fortuna en la banca. Sin embargo, muy pronto se dio cuenta de que los ejércitos de la Revolución eran una posible fuente de enorme ganancia, de modo que, para conocer el negocio desde dentro, se alistó en la armada de Kléber. Después del 9 de Thermidor casó con la hija de un rico negociante de Nantes que tuvo la mala fortuna de arruinarse durante la guerra de La Vendée, pero él, en cambio, supo obtener una indemnización de doscientas mil libras. A partir de ese momento su carrera fue imparable y unos años más tarde estaba en posesión de veinte millones de libras, suma que representaba una de las mayores fortunas de la época. Conocedor a fondo de su negocio como abastecedor, se decía entonces que Ouvrard era capaz de equipar en pocas semanas a un ejército completo. Era por tanto el hombre indispensable al que se recurría en momentos de emergencia, ya que sólo él podía salvar las situaciones creadas por la necesidad o por la desidia de los oficiales. Así las cosas, si bien su negocio estaba muy mal visto por algunos (Napoleón entre ellos, que lo consideraba un «depredador»), en aquel río revuelto y enfangado que era el Directorio, Gabriel Ouvrard había sabido pescar con astucia, también con mucho provecho. Por si sus méritos profesionales fueran pocos, Gabriel era un hombre de indudable atractivo físico, bien parecido, de ojos vivaces, mentón firme, gran conversador, de una generosidad sin límites. ¿Y Barras, preguntará tal vez el lector?, ¿con tanta facilidad se olvida a un hombre y se sustituye por otro? Tiempo habrá de hablar más de Paul, puesto que no desapareció del todo de mi vida.
Y es que en aquellos tiempos galantes uno nunca rompía con un viejo amor de forma irreconciliable. Al igual que Josefina siguió frecuentando a Barras (algunos sostienen que incluso sirviéndole de espía, puesto que continuó informándole durante mucho tiempo sobre las actividades de Napoleón), yo también me mantuve en buenas relaciones con él. Al fin y al cabo y a pesar de los pesares, era un hombre al que mucho había amado. Por eso no fue sin una punzada de tristeza que me despedí de Grosbois y también de él. Recuerdo que lo hicimos a la antigua usanza: tal como lo había hecho de mi primer marido, Fontenay, igual también que nos despedíamos antes de la Revolución ceremoniosamente las esposas y los maridos tras
l’act passionnel
: con un «
Adieu, monsieur, merci
». «
Adieu, madame, au revoir
».
Y es bueno que así fuera porque, si bien hay heridas que nunca cicatrizan del todo, es importante guardar siempre las formas. Por encima de otras consideraciones yo era una mujer de mundo. «No explicar, no protestar y, sobre todo, jamás mirar atrás». ¿Acaso no había sido ése siempre el nunca explicitado lema de nosotras las
merveilleuses
?
–Y también de las necias –rezongó Frenelle al oírme decir esto. Nos encontrábamos por fin en el carruaje que había de conducirnos lejos de Grosbois hacia mi nueva vida y yo me entretenía mirando con cierta tristeza el paisaje que se cerraba a nuestro paso y el modo inexorable en que la casa de Barras iba haciéndose más pequeña a medida que nos alejábamos.
–Dudo mucho de que yo por mi parte le dedique ni un pensamiento a todo esto –añadió ella al tiempo que se afanaba en cerrar la ventanilla como quien cierra también un pasado que desea olvidar cuanto antes–. Adiós y hasta nunca, Grosbois; adiós y ahí te pudras, pomposo, fatuo y corrupto ciudadano Barras. En cuanto a Ouvrard, Teresa, ya sé que tú y él os conocéis desde hace años, pero apuesto a que puedo contarte detalles de su persona más que interesantes que tú desconoces...
Era agradable que Frenelle me volviera a llamar Teresa como antes, y también me agradaba sobremanera el entusiasmo que demostraba por mi nuevo amigo. Ignoraba a qué detalles podía referirse Frenelle, pero siempre me ha parecido prudente y también productivo prestar oídos a lo que se dice escaleras abajo; en otras palabras, a lo que corre por los siempre bien informados mentideros del servicio doméstico. Mi hija María Luisa, que desde que me conminó a que escribiera estas memorias ha adquirido una cierta pasión por las letras, dice que aún no se ha escrito lo que ella llama «la otra historia». La que cuentan quienes más saben de los protagonistas de la Historia con mayúscula, en otras palabras, los criados, ésos para los que, según el refrán: «Nadie es un gran hombre ni una gran mujer». Yo, por mi parte, siempre he escuchado atentamente lo que ellos tienen que decir, puesto que tengo más que comprobado que se trata de una fuente inagotable y muy precisa de información.