Estoy a vuestros pies y anhelo estarlo toda mi vida. Vuestros consejos y deseos se convertirán en la regla de mi conducta, y me atrevo a aseguraros que ésta será tal que acabará por obtener vuestra estima y justificará la elección de vuestro hijo. Dichosa de consagrar mis días a su felicidad, me someto con gozo y agradecimiento a todo lo que vos juzguéis conveniente. Sed, señor, árbitro de mi destino. Dignaos ser mi guía, mi camino, mi corazón no espera más que vuestro asentimiento para atreverme a llamaros padre.
La carta era una muy medida súplica y también un pliego de intenciones para el futuro, pero lamentablemente ni ésta ni tampoco las entusiastas palabras de tantos que intercedieron a su favor conmovieron el corazón de mi abuelo. Por fin, vista su intransigencia, mis padres tuvieron que decidirse por una actuación que ambos hubieran querido evitar a toda costa: enviar un respetuoso requerimiento judicial y seguir adelante con sus planes. Teresa puso entonces todo su empeño en hacer anular por las autoridades eclesiásticas su primer matrimonio con el fin de poderse casar por la iglesia. Aunque ella había estado casada dos veces, el matrimonio con Tallien no presentaba problemas por haber sido civil, como todos los revolucionarios. Tras unas breves gestiones, la suerte estuvo una vez más de su lado y el cardenal Bellay le otorgó la anulación, lo que aumentó aún más la ira de mi abuelo, que amenazó con recurrir directamente al Papa. No hubo tiempo a que lo hiciera. Dos días más tarde mis padres contraían matrimonio en la iglesia de las Misiones Extranjeras, sita en la Rue du Bac de París. La ceremonia tuvo lugar en una pequeña capilla lateral sin más presencia que la de Frenelle y otro fiel criado de mi padre. No asistieron ni amigos aristocráticos por parte del novio ni viejas glorias por parte de la novia; ni siquiera mi abuelo materno, a quien mamá adoraba, tuvo a bien asistir. Ofendido por el desprecio de la familia Caraman hacia su hija, el conde de Cabarrús, convertido ahora en consejero de Estado de Su Majestad Católica, prefirió quedarse en Madrid, aunque sí envió a los novios un magnífico regalo en metálico «con sus mejores deseos».
Sin embargo, el mejor presente de bodas estaba aún por llegar. Para enojo de mi abuelo paterno y gran regocijo de mi padre y más aún de mi madre, ambos pudieron ver cómo la suerte les sonreía una vez más con una circunstancia completamente inesperada: el príncipe de Chimay, tío materno de papá, acababa de morir dejando a su sobrino una considerable fortuna y el principado de Chimay en Bélgica, a unos cien kilómetros de Bruselas.
Como bien puede suponerse, esto alegró mucho el viaje de novios de mis padres. Dinero y poder, ¡ábrete sésamo!, buenos son, y es curioso resaltar cuántas puertas antes cerradas volvían a franquearse de pronto. Primero en Florencia y luego en Roma, ambos fueron recibidos por los más altos representantes de la nueva aristocracia, la reina de Etruria e incluso Lucien, hermano de Napoleón, quien los acogió con los brazos abiertos. ¿A qué se debía esta deferencia?, ¿sería que los Bonaparte, cada vez más críticos con el despótico carácter de su todopoderoso hermano, deseaban demostrarle que no estaban de acuerdo con su veto a Teresa Cabarrús? En Nápoles, por ejemplo, los recién casados fueron agasajados por José, rey de las Dos Sicilias, el más cabal y dulce de los Bonaparte, con quien mi madre siempre tuvo una buena relación.
Por fin, una vez acabada la luna de miel, que duró varios meses, llegó el momento en que Teresa debía incorporarse a su nueva vida y su nuevo ambiente. Recuerdo haberle oído contar cómo hizo su entrada en esta casa en la que ahora me encuentro, mi muy querido castillo de Chimay, en el que nacimos mis tres hermanos y yo. Dicho relato figura además entre las notas sueltas que he encontrado junto a los papeles de mi madre, y dice así:
A pesar de la fatiga era necesario ser amable y responder a los parabienes de los notables del lugar, y recibir los honores que me ofrecían varias damas vestidas de blanco. Pequeños cañones de fogueo atronaron el aire saludando nuestra llegada. Las casas lucían engalanadas y, a pesar de lo temprana de la hora, toda la población estaba en las calles ataviada de fiesta. Las aclamaciones seguían al carruaje de un modo que mucho me hizo recordar otros y felices tiempos, tanto en París como en Burdeos. En esta ocasión, el cortejo estaba formado por la caballería de las diecisiete villas que pertenecen al principado. Después del desfile fuimos agasajados con un banquete monstruo (sic) al fin del cual los sacerdotes presentes entonaron un De Profundis en honor al príncipe difunto, al que siguió un baile en honor a su príncipe actual. Para acudir a éste, tuvimos que descender a una de las villas, ahora toda iluminada y también engalanada con carteles en los que podían leerse deseos de bienvenida, algunos de ellos dedicados «a la más bella», «a la más bondadosa», «a la más amada», lo que casi me hizo llorar de alegría, pues todo esto lograba que me sintiera una vez más como mi vieja encarnación de Nuestra Señora del Buen Socorro.
Aquí acaban las notas tomadas por mi madre, pero es fácil imaginar qué otras cosas pensaba ella en esos momentos. La novela de aventuras que fue su vida en sus primeros veintiséis años se enriquecía de pronto con un capítulo tan inesperado como feliz. ¿Por qué extraño encadenamiento de los más contradictorios acontecimientos llegaba ella ahora a jugar el papel de auténtica princesa después de haber formado parte destacada del cortejo revolucionario que tanto hizo por suprimir toda aristocracia? Era como si la suerte hubiera querido que, más allá de la Revolución, del Terror y del Directorio, Teresa reanudara el hilo de un destino que siempre le había estado reservado y que debía cumplirse por muy extraños vericuetos. El papel que ahora debía representar no era desconocido para ella, ni mucho menos. En realidad se trataba de la misma obra teatral en la que había debutado brillantemente en su adolescencia, cuando llegó a París y se dedicaba a bailar boleros en los salones de madame de Genlis. Y como conocía a la perfección el papel de dama de la aristocracia, y como ella siempre decía ser una actriz de talento y a la vez muy natural, lo cierto es que no tardó nada en adaptarse a este nuevo escenario que la suerte le había deparado. Parecía «nacida para el papel», como ella misma hubiera dicho sin duda riendo e intentando quitarle importancia al hecho. Y, como no podía ser de otro modo dado su carácter, de inmediato comenzó en Chimay sus labores de ayuda a aquellos que más la pudieran necesitar. Organizó para ello una sociedad de socorro, así como la construcción de un nuevo hospital, lo que hizo que en muy poco tiempo fuera querida por todos.
¿Realmente por todos? No, sin duda. Si bien las buenas gentes de Chimay la acogieron de inmediato y con cariño, no ocurrió lo mismo con la llamada buena sociedad belga. Condes, barones, duques, toda esa vieja aristocracia rancia no podía ni deseaba olvidar que era una mujer con lo que en esos círculos eufemísticamente se llama un
passé
. Mi madre conservaba su casa en la Rue Babylone de París y viajaban allí con frecuencia, pero tampoco en esos círculos la aceptaron, puesto que, a pesar de que sabemos por lo que narra Napoleón en su
Memorial de Santa Elena
ella y el emperador se reencontraron varias veces, él nunca le devolvió su amistad. Tampoco la restauración de la monarquía en Francia, ocurrida en 1815, supuso su reivindicación. Luis XVIII jamás olvidó que mi madre había convivido con Tallien y luego con Barras y que ambos habían votado la muerte de su hermano. Ocurrió incluso que cuando mi padre fue nombrado chambelán de la corte de los Países Bajos, el rey Guillermo se negó a recibir a Teresa. Pero mi madre, si todo lo antes detallado le importaba, jamás lo confesó ni, desde luego, lo dejó traslucir en ninguna de sus actitudes. Más de treinta años viviría en este dulce exilio y hasta su muerte continuó con sus labores sociales y también organizando alegres reuniones tanto en la casa de París como en Chimay. Los invitados a sus fiestas no eran ahora políticos ni personajes relevantes, sino artistas, músicos como Cherubini, que compuso en Chimay su
Gran Misa
. O Auber, que escribió también allí su primera ópera. Él diría de mi madre que «cuando entraba en un salón hacía el día y la noche; el día para ella, y la noche para los demás».
Este afán suyo por la música estaba relacionado además con el amor que sentía por mi padre. Él, que durante la Revolución se había ganado la vida dando clases de música, tocaba maravillosamente el violín, y yo recuerdo de niña, por ejemplo, ver cómo acompañaba a la célebre cantante María Malibrán mientras Isabey pintaba miniaturas junto a la ventana.
Pasaron los años y llegó 1825. Para entonces, Napoleón y gran parte de los actores principales de la Revolución francesa habían muerto ya. Entonces, los franceses habían comenzado a mirar atrás y todo aquello que estaba relacionado con la Revolución llegó a adquirir una increíble popularidad. Hacían furor los libros sobre el tema, y en especial las memorias, puesto que lo que la gente deseaba no eran tratados académicos, sino testimonios reales que explicaran cómo eran y qué sentían las primeras figuras de tan singular momento histórico, a ser posible con detalles íntimos y también escandalosos. Como es lógico, dado el carácter ambiguo de sus avatares vitales, la mayoría de los actores de tan singular tragicomedia no tenían la menor intención de confesar sus andanzas ni explicar lo que hicieron ni por qué. Así ocurrió que se echaban en falta muchas memorias de las personalidades más relevantes, pero los editores de la época no se acobardaron por tan insignificante detalle. Si el interesado no quería escribirlas, otros lo harían por él: un escritor fantasma, por ejemplo, que luego firmase no con su nombre, sino con el del personaje cuya voz había impostado. Surgieron entonces un sinfín de memorias, recuerdos o diarios apócrifos que la gente devoraba tomándolos por verdaderos. Entre esta plaga de libros mentirosos no podía faltar una autobiografía falsa de Teresa Cabarrús y, ante la inminencia de su publicación, mi hermano Édouard, que ya para entonces era un médico célebre, escribió desde París a nuestra madre pidiéndole autorización para impedir judicialmente la publicación del libro. Tengo ante mí copia de la carta con la que ella le respondió, y dice así:
Bruselas, 5 de julio de 1825
Te agradezco en el alma, amigo mío, que quieras impedir la publicación de este volumen con el que se me amenaza. Hasta el momento no he pensado escribir unas memorias ni creo que las escriba nunca; no querría hacer daño a nadie ni publicar las cartas remitidas a mí en un tiempo que ya no existe, puesto que hacerlo sería tanto como vengarme cruelmente. He vivido hasta hoy sin haber hecho derramar a otros una sola lágrima, creo yo. Y lo he hecho sin experimentar un sentimiento de odio ni un deseo de venganza, por lo que deseo morir tal como he vivido. En cuanto a esas memorias que quieren atribuirme, estoy segura de que nadie podrá creer que quiera turbar la tranquilidad de mi alma dando que hablar de mí. Debo a monsieur de Chimay el deber de dejarme calumniar sin quejarme, y sea cuales fueren los ataques no obtendrán más que mi desprecio y el de la gente de bien.
Tu mejor amiga,
Teresa
Creo que estas líneas revelan ciertos aspectos interesantes de la personalidad de mi madre. La primera es la pequeña coquetería de llamarse la «mejor amiga» y no la madre de un hijo que ya peina canas. El segundo es la declaración de que nunca escribirá sus memorias por temor al daño que pueda ocasionar a otros. A este respecto he de señalar lo arduo que fue convencerla para que lo hiciera. Recuerdo bien lo que ella opinaba al principio de mis ruegos:
–Querida mía -porfiaba-, escribir una autobiografía no tiene sentido en absoluto. Lo realmente interesante no se puede contar, y lo que se puede contar no siempre es interesante. Evítame por tanto esa engorrosa tarea.
Al final, la única forma de vencer sus reticencias fue jurarle que nada de esto vería la luz hasta que todos nosotros, yo incluida, hubiéramos muerto. Pobre mamá, mi consuelo ahora es que, según ella misma confesó en su última carta, escribir supuso un entretenimiento inesperado en sus postreros días, cuando ya estaba apartada de todos y de todo.
Ahora toca poner punto final a estas líneas. Decir que la vida de mi madre estuvo llena de todos los contrastes que se pueden dar en un ser humano, más aún en uno del sexo femenino. Fue la más frívola y también la más bondadosa, la más infiel y a su vez la más leal de las esposas en los últimos años de su vida. Una madre distraída y al mismo tiempo una
maman poule
que dio a luz nada menos que a diez hijos, a los que mucho amó y fue por ellos amada. Entregada, pues, y liviana; reflexiva y dueña de una gran intuición; generosa y pródiga; inteligente y temeraria; egocéntrica y comprometida; buena y también atolondrada. Sí, todo eso fue mi madre y muchas cosas más igualmente contradictorias. Pero por encima de todo, fue muy bella. Por eso me gustaría acabar este relato contando una escena en apariencia banal que creo la describe bien. Poco antes de morir hizo un viaje a París, que para entonces apenas se parecía a la ciudad en la que ella había brillado. Así como hacían furor las memorias de los tiempos de la Revolución, también en el teatro se representaban obras sobre esos años. Teresa sentía curiosidad por ver cómo habían escenificado situaciones que ella había vivido de primera mano, por lo que rogó a mi hermano Édouard que la llevase al Ambigú a ver un drama titulado
Robespierre
. Édouard se mostró reacio. Temía que la ya muy precaria salud de mi madre se resintiese al ver algo que, quién sabe, tal vez fuese motivo de dolor o, peor aún, calumnioso, puesto que uno de los personajes principales de la obra era ella misma. Teresa insistió tanto que por fin mi hermano no tuvo más remedio que llevarla.
Imaginemos por un momento la escena. Se abre el telón; comienza la representación, que se desarrolla en el despacho de Robespierre, y allí puede verse al Incorruptible escribiendo con una larga pluma de ganso. No han pasado ni dos minutos cuando hace su entrada en escena un
sans-culotte
y anuncia: «¡La ciudadana Cabarrús!».
Entonces Édouard se vuelve hacia nuestra madre y comprueba con angustia que se ha desmayado. Gran conmoción. La sacan con enorme cuidado del palco, Édouard la reanima con unas sales y, cuando por fin vuelve en sí, el único comentario que hace es uno tan propio de una
merveilleuse
como ella que resulta delicioso recordar: