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Authors: Carmen Posadas

Tags: #Histórico

La cinta roja (30 page)

Las horas se arrastraban lentas y la oscuridad que reinaba en aquel agujero inmundo apenas lograba quebrarse con la ínfima luz que entraba por un ventanuco enrejado. Por él me llegaban los lamentos (a veces gritos) de otros compañeros de desgracia, pero con todo y con eso me consideraba yo afortunada. Y es que, al haberse producido mi detención tan tarde en la noche, los trámites de admisión y en especial el temido
rapiotage
que precedía a todo ingreso en prisión no tendrían lugar, según me informaron, hasta la mañana siguiente. Esta práctica, común a todas las cárceles de Francia, consistía en ser desnudada por un par de hombres y, después de las consiguientes burlas y escarnios, registrada hasta los lugares más íntimos en busca de joyas o monedas escondidas. El
rapiotage
era obligatorio para todos sin distinción de edad o sexo, pero resultaba fácil adivinar que existía una diferencia considerable entre el examen al que sometían a un hombre o a una mujer, una anciana o una muchacha joven. «Mañana, Teresita –me decía a mí misma mirando por el ventanuco cómo declinaba la luna al tiempo que comenzaban a despuntar muy tímidamente las primeras luces del alba–, cuando llegue el día, ya nada te librará. Las ratas y los gusanos son compañía agradable comparada con el
rapiotage
».

Hay que decir que todo este golpe contra mí estaba muy bien planeado. Días atrás, Tallien había solicitado permiso para regresar a París debido al fallecimiento de su padre. Su intención era pasar allí quince días para organizar la vida futura de su madre viuda y la noticia de mi arresto le llegó justo cuando estaba a punto de abandonar Burdeos. Sus enemigos habían calculado que, al hallarse ante un hecho consumado y de tal gravedad, Tallien no retrocedería, puesto que hacerlo era tanto como comprometerse públicamente a favor de una enemiga de la República. Pensaban, además, que aprovecharía su viaje a la capital para calmar su propia conciencia, sin duda dividida entre el deber hacia la patria y su inexplicable debilidad por una mujer que ni siquiera tenía certificado de civismo. Una debilidad, además, que no sólo era estúpida, sino también peligrosa, puesto que todos sabían el castigo que Robespierre y los demás representantes de París reservaban a los traidores.

Sin embargo, quienes así pensaban no conocían a Tallien. Esa misma mañana, tan temprano que aún no se había puesto en marcha la ceremonia del
rapiotage
, los funcionarios de la prisión de Há quedaron estupefactos al ver cómo el jacobino Tallien, procónsul de Burdeos y promulgador de la política de represión contra los aristócratas, se presentaba en su fortaleza. Lo hizo con las plumas de su sombrero ondeando bizarramente sobre su cabeza al tiempo que alzaba la voz reclamando la inmediata liberación de la detenida Teresa Cabarrús, antes llamada marquesa de Fontenay. Yo, por mi parte, al oír cómo se descorrían los cerrojos y segura de la suerte que me esperaba, al ver que quien entraba no era uno de mis carceleros sino el mismísimo Tallien, me arrojé a sus brazos cubriéndole de besos. También él me abrazó con fuerza y así permanecimos varios minutos, hasta que por fin tomó mi mano suavemente y, como quien guía a una niña, condujo mi paso de nuevo hacia la libertad.

Dice una ley de lesa humanidad que la sangre, cuando no incita a más sangre, concita al amor o, mejor aún, a la voluptuosidad. Por eso supongo que no sorprenderé a nadie si digo que apenas unas horas después de mi liberación, las habitaciones privadas del ciudadano Tallien en la Maison Nationale, con la sombra de la guillotina que se adivinaba bajo sus ventanas, fueron testigos de nuestro primer
act d'amour
. Y digo bien amor porque, aunque esta palabra es engañosa y se confunde a veces con pasión o con atracción fatal y otras, en cambio, con cariño o simple agradecimiento, de todo ello hubo en dicha ocasión. Aquéllos de entre mis lectores que hayan tenido la fortuna de ser objeto de un amor arrasador, incondicional y desbordante por parte de otra persona, saben cuán turbador es ver el efecto que causamos en quien tanto nos ama. Sentir la adoración de otro, sobre todo cuando se trata de un hombre poderoso, no puede compararse con amar, es cierto, pero miente quien diga que no es agradable e incluso excitante. Sobre todo cuando dicha adoración se muestra acompañada del respeto, virtud tanto más inexplicable cuando viene de un hombre sin escrúpulos.

Jean-Lambert Tallien estaba ahí, de pie junto a la ventana, sin atreverse siquiera a acercarse al lecho. Tuve que ayudarle a despojarse de sus ropas, revolucionarias, estridentes. Y debajo de ese envoltorio que lo hacía parecer un punto ridículo, descubrí de pronto un cuerpo tosco, pero también de una belleza ruda, viril, que no me fue difícil abrazar. «Nunca dejaré que te hagan daño, Thérésia, mi luz, mi norte, mi única vida...», repetía mientras sus dedos comenzaban a recorrer temblando sobre mí todas las sendas del amor tanto tiempo demoradas. Y lo hacían con un cuidado y veneración tales que diríase que nunca antes las hubieran transitado sobre cuerpo alguno. Hasta aquel día, cada vez que mis amantes habían recorrido similares caminos, yo había imaginado que eran las manos de Jean-Alex Laborde las que me acariciaban. ¿Pero dónde estaría ahora mi muy querido y único amor? Cuán lejana parecía en estos momentos aquella sublimada pasión. Desde su partida, mucha agua había pasado bajo los puentes, como dicen los franceses; agua, sí, pero también mucha sangre. Tal vez por eso aquella tarde, junto al infame
représentant en mission
, yo me dejé llevar por la extraña sensación de ser venerada, adorada por un hombre como él, y entonces sucedió lo inesperado. Mi cuerpo, que desde la violación por parte de mi marido dos años atrás nada sentía, pareció encenderse de pronto. No puede decirse que yo fuera inexperta ni muchos menos virgen. A mis veinte años ya había tenido un marido y dos amantes con los que creía disfrutar en la cama. Pero lo que yo sentí esa tarde en brazos de aquel hombre, de aquel asesino, fue algo distinto, mucho más intenso que lo que ningún otro me había hecho vivir. Amor y deseo, deseo y amor... los hombres jamás confunden una cosa con otra y son capaces de desear sin amar y también de amar sin desear, pero ¿y nosotras? ¿Acaso no se dice siempre que necesitamos de lo primero para sentir lo segundo?

Ahora que soy vieja sé muy bien qué fue lo que sentí por Jean-Lambert Tallien aquella tarde: eran ganas de vivir, de olvidar la proximidad de las ratas y de los gusanos en la fortaleza de Há, así como la amenaza del
rapiotage
al rayar el día. De olvidar también que mientras me entregaba a ese hombre con una pasión que nada tenía de fingida, bajo la ventana de su habitación, a pocos metros de nosotros, acechaba la guillotina que horas más tarde, y como todos los días, volvería a teñirse de sangre inocente. O quizá fuera, por qué no, una combinación de todo ello unida a la conciencia de que estaba sola en un mundo que se desmoronaba a mi alrededor. Sí, la pasión por la vida se confunde a menudo con la pasión por una persona, eso lo sé ahora, aunque entonces nada sabía. Por eso me abracé a Jean-Lambert como no había abrazado a nadie antes excepto al camafeo de mi pobre Jean-Alex Laborde.

Ahora que lo pienso, cuántos Jean ha habido en mi vida y tan distintos entre ellos: Jean-Alex Laborde, mi primer amor; Jean-Jacques Devin, mi marido; y ahora Jean-Lambert Tallien, mi amante en tiempos del Terror. Años más tarde, cuando alguien me preguntaba cómo había consentido entregarme a un tipo como él, yo respondía con una sonrisa, un encogimiento de hombros y la siguiente frase: «No se puede escoger la tabla de salvación cuando se está en plena tempestad». Una elegante explicación que me salvaría de naufragar en el aprecio de muchas buenas personas, pero que es tan sólo una verdad a medias. Porque cierto es que Tallien fue la tabla de salvación a la que me aferré cuando estábamos todos en plena tempestad revolucionaria, pero también es verdad que lo hice con auténtica entrega. Digamos, puesto que suena aceptable, que el miedo y, más aún, el terror hacen, en efecto, extraños compañeros de cama. Pero digamos también, aunque ya no sea tan aceptable, que mi cuerpo era joven y necesitaba desesperadamente de caricias.

–Mi vida, mi amor, no temas. Nunca te pasará nada mientras yo pueda impedirlo y esté ahí para cuidarte –me dijo Tallien mientras con infinita delicadeza apartaba mis cabellos para besarme. Estábamos ahora en su cama y él miraba mi cuerpo desnudo del mismo modo en que se venera algo que infinitas veces se ha deseado sin atreverse siquiera a soñar con alcanzarlo un día–. Sí, amor mío, siempre estaré ahí para protegerte, para alejar de ti todo mal. Amándote, amándonos –añadió extrañamente.

Y yo, que en ese momento podía ver sobre nuestros cuerpos la sombra de la guillotina que entraba por la ventana para dibujar en ellos ese extraño tatuaje de muerte que los unía, lo besé también.

–Amándonos, amándote –correspondí.

A partir de ese día, todo lo que murmuraban las malas lenguas de mí comenzó a ser cierto: yo era ya a todos los efectos la amante del represor de Burdeos, del hombre que junto a su secuaces Ysabeau y el general Brune y en nombre de la Revolución encarcelaba, torturaba, guillotinaba, robaba. Sin embargo, antes de contar nuestra peculiar historia de amor es necesario una vez más que me detenga unos minutos para mirar atrás y explicar qué había pasado en Francia en los últimos meses.

El año 1793 en que aún nos encontrábamos había comenzado (y qué lejano parecía aquello) con la muerte de Luis XVI a mediados de enero. En ese mismo mes se declaró además la guerra a los ingleses y holandeses, que amenazaban nuestra gloriosa Revolución, y dos meses más tarde se hizo otro tanto, esta vez contra España. Junio de 1793 había traído la expulsión de los diputados girondinos del poder y, como consecuencia de ello, los levantamientos en toda Francia contra la autoridad de París. Julio, por su parte, la salida de Danton del Comité de Salvación, también el asesinato del extremista Marat a manos de Charlotte Corday y, por fin, la llegada al poder absoluto de Robespierre. En octubre se adoptó en toda Francia el calendario republicano, que marcó el comienzo de una nueva era y una más revolucionaria forma de contar el tiempo. Así, en el mes de octubre, ahora llamado Vendémiaire, arreciaron las detenciones y matanzas en las provincias rebeldes, mientras que el 25 del mismo mes fue testigo de la ejecución de María Antonieta, a la que se había acusado previamente, y entre otras cosas, de tener relaciones sexuales incestuosas con su propio hijo, de apenas ocho años.

Dos hechos notables más habrían de suceder antes de que finalizara el azaroso año de 1793. Por un lado, la reconquista de Toulon, que estaba en manos de los ingleses y que supuso una gran victoria para Francia; y por otro, el gesto del obispo constitucional de París, Gobel, de depositar sus insignias religiosas y reconocer que no existía, a partir de ese momento, otro culto que el de la Santa Igualdad. De ahí en adelante comenzaron a saquearse iglesias, se violaron, santuarios y en Lyon, por ejemplo, el ex seminarista Fouché, ahora representante en misión, organizó una cabalgata de asnos vestidos con ornamentos sagrados que fue muy celebrada por los
sans-culottes
.

Si me detengo a relatar estos detalles de profanación religiosa que sin duda poco pueden sorprender al lector a estas alturas, es para explicar cómo en toda Francia estaba naciendo una nueva divinidad que mucho habría de condicionar nuestras vidas y en particular la mía. Sucedió que, una vez consumado el derrocamiento de la antigua Iglesia de Francia, el pueblo comenzó a echar en falta algo que diera trascendencia a sus actos, tanto los cotidianos como los revolucionarios. Existía –hasta los más ateos se daban cuenta de ello– un vacío espiritual en la República que era necesario llenar de alguna manera. O dicho en otras palabras: había que buscarle un sustituto a Dios ahora que Dios había sido depuesto. Y a ser posible, éste debía, además, estar acorde con esa nueva era que ahora se abría para todos nosotros, en el año i de nuestra gloriosa Revolución.

En realidad, no hubo que pensar demasiado para encontrar al dios, o, mejor dicho, a la diosa ideal. ¿Acaso no estábamos en la época de la Razón?, pues he ahí nuestra divinidad, cavilaron sin duda los responsables políticos de París. Y si los franceses tenían dificultades para sustituir a Dios con algo tan inmaterial, tan vago y tan
rationnel
como dicha diosa, lo único que había que hacer era dotarla de la estética adecuada. ¿No era ésta la época de los decorados, de las representaciones y de las
mises en scéne
? Escenifiquemos pues, debieron de pensar nuestros responsables políticos.

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