Aun así, o tal vez precisamente por eso, el deseo de cambio era tan generalizado que todos dieron la bienvenida a la convocatoria de los Estados Generales como modo de lograrlo. En realidad, en el año anterior al estallido de la Revolución, Francia entera estaba de acuerdo en que la única solución era recurrir a una gran asamblea, y por eso en todo el país había comenzado una actividad febril para redactar aquellos famosos
cahiers
con sus propuestas sobre qué había que cambiar en Francia. Lamentablemente, y como han señalado todos los estudiosos de este período, cuando son muchas y de distinto signo las fuerzas que desean un cambio a veces todo salta por los aires. Los ingleses, por ejemplo, hacen un bonito juego de palabras para explicar las causas del estallido que estábamos a punto de vivir en Francia; ellos dicen que «
anger and hunger
» fueron la causa del comienzo de la Revolución: «Enojo y hambre». El enojo era el de todos los que no se ponían de acuerdo sobre cómo cambiar las cosas; el hambre, la que sufrían innumerables franceses después de las penurias vividas por las heladas, las riadas y las sequías.
Así, en los primeros meses de 1789, mientras los reformistas escribían sus
cahiers
discutiendo sobre si la culpa de todos los males la tenían unos u otros, galgos o podencos, comenzaron a producirse a lo ancho y largo del país distintas revueltas. En abril y mayo, por ejemplo, tuvieron lugar varios ataques a los carromatos que transportaban el grano, lo que a su vez produjo más escasez y hambruna. En París, por su parte, se produjeron unos altercados que acabaron con decenas de muertos y un número aún mayor de heridos. Tal era el estado de cosas, que lo sucedido a continuación en junio y julio fue, si no inevitable, al menos previsible.
Cuentan que en la apertura de los famosos Estados Generales y al no ponerse de acuerdo los distintos miembros sobre la forma en que habían de efectuarse las votaciones, el Tercer Estado se constituyó en Asamblea Nacional, esto es, se separó de los otros dos estados para actuar por su cuenta. En los días siguientes, además, diversos miembros reformistas del Primer y del Segundo Estado decidieron unirse a ellos. El Rey entonces reaccionó con dureza prohibiéndoles la entrada al lugar de reunión, lo que tuvo como consecuencia que los expulsados decidieran congregarse aparte, en un local en el que se jugaba a la pelota. Allí, bajo la presidencia del astrónomo Jean Sylvain Bailly, los delegados rebeldes se comprometieron a no disolverse hasta dar a Francia una Constitución. La posteridad conoce este hecho como el juramento del juego de Pelota.
–¡Y deberías haber visto lo que fue aquello, Thérésia! ¡La esperanza y la ilusión brillaban en los ojos de todos nosotros, los reunidos en aquella sala sin distinción de clase ni de creencias! Sí, codo con codo, unos y otros, unidos todos por una misma convicción, por un mismo entusiasmo. Éramos multitud, pero seremos aún más de día en día. ¡Francia ha cambiado, Francia es otra!
Estas palabras, y otras con las que se describía lo ocurrido en tan históricos momentos, las pronunciaron Lameth y Lepeletier apenas unos días después de nuestro paseo por el Palais Royal. Nos encontrábamos esta vez en nuestra casa campestre de Fontenay-aux-Roses, merendando sobre la hierba. Yo había hecho traer de la ciudad un nuevo invento, una máquina que hacía helados a base de revolver leche con vainilla sobre un recipiente lleno de hielo picado, lo que era un lujo caro puesto que había que traer el hielo de las nieves perpetuas y con mil precauciones. Mis amigas y yo nos habíamos puesto para la ocasión nuestros mejores vestidos de muselina y los más hermosos sombreros de paja, pero nuestros acompañantes masculinos no parecían apreciar tan hermosos detalles. Hasta Blondinet tenía la cabeza muy lejos de mí en esos momentos. ¿Y Lameth? Peor aún. Según me dijo en un aparte en que intenté tomarle de la mano, muy pronto Félix y él tendrían que dejar de acudir a mis reuniones porque era mucho y muy trascendente lo que estaba ocurriendo en París.
–Así que todo esto ha empezado porque os reunisteis a jugar a la pelota –comentó Marianne Calmet intentando fingirse interesada. Mi amiga Marianne siempre había tenido un talento innato para robar la atención de los hombres de temas tediosos y devolverlos al delicioso terreno del flirteo–. Con lo que a mí me gusta el juego de pelota... ¿Puedo ir con vosotros la próxima vez? –insistió acompañando la petición con la que a mí me pareció la más adorable e incitadora de las sonrisas.
Pero ni Félix ni Alex ni ninguno de los otros caballeros presentes parecieron siquiera oírla. Hablaban entre ellos, se robaban la palabra:
–Y lo peor de todo –decían– fue la orden del Rey de mandar a sus guardias de corps para que disolvieran violentamente la reunión. Lo único que consiguió con esa medida fue que varios de nosotros, con La Fayette a la cabeza, nos opusiéramos espada en mano. Daría cualquier cosa por ver la cara que puso el monarca allá en Versalles al enterarse de la noticia. ¿Qué habrá dicho ese gordinflón que ni siquiera es capaz de poner orden en su casa y hacer callar a su mujer? Y por cierto, ahora que la mencionáis, ¿cómo creéis que habrá tomado Madame Déficit los recientes acontecimientos?
–Yo –intervino Marianne con calor– ignoro qué habrá hecho o dicho Madame Déficit, pero sí os puedo decir qué habría hecho yo en su lugar: urgir a mi marido a hacerse respetar. No parece buen síntoma eso de que los nobles, espada en mano, impidan a la guardia real realizar su cometido, aunque éste sea dispersar a los miembros del pueblo llano. Dios mío, ¿qué puede ocurrir a continuación?
–Pues os diré lo que ya ha ocurrido –respondió Blondinet–. Ni más ni menos que lo siguiente: una cincuentena de nosotros, entre los que están todos vuestros amigos, hemos seguido los pasos del duque de Orléans para unirnos al Tercer Estado.
¿Unirse al duque? Mis amigas y yo nos miramos sorprendidas. Todas conocíamos bien a Orléans: era el primo díscolo del Rey, el dueño del Palais Royal, el centro del París frívolo. Pero la más sorprendida era Marianne.
–Supongo que es una broma –dijo–. ¿El duque de Orléans con el pueblo llano? ¿No le basta con el dinero que gana con su galería de monstruos, con sus «bellas momificadas» y con sus figuras de cera, que también quiere «cambiar» Francia?
–A mí no me sorprende tanto su actitud –intervino Claire, otra de mis amigas.
Claire era callada y bella, apenas intervenía en las conversaciones. Por eso todos se volvieron a escuchar lo que decía.
–En realidad, hace tiempo que el duque juega a ser reformista. Su Palais alberga mucho más que monstruos de feria y bellas momificadas. ¿Acaso no oyen allí encendidos discursos a cargo de gentes como Camille Desmoulins y su amigo Danton?
–Tiene razón Claire –apuntó Marianne mirando a Blondinet y luego a Lameth–. Realmente, no entiendo lo que está pasando cuando incluso el propio primo del Rey se apunta al Tercer Estado. ¿Me podéis decir qué significa todo esto? ¿A qué jugáis todos vosotros?
No fue bienvenida su pregunta. Nuestros dos amigos empezaron a alternarse hablando con una vehemencia que, hasta hacía muy poco, sólo ponían en sus juramentos de amor eterno. En cambio, ahora hablaban de otras pasiones, de libertad, de fraternidad, de la necesidad de proclamar a los cuatro vientos que todos los hombres, sin importar su cuna, eran iguales. Hablaban de proclamar los Derechos del Hombre tal como habían hecho los patriotas en América. Hablaban por fin de la absoluta necesidad de sacar a Francia de la situación en la que estaba. Y, según ellos, si los cambios necesarios no podían llevarse a cabo de forma pacífica, entonces no habría más remedio que hacerlos por la fuerza.
–¿Y qué quiere decir exactamente hacerlo por la fuerza? –preguntó Claire, dirigiendo sus palabras primero a Blondinet y luego, al no recibir respuesta, a Alexandre, pero ni uno ni otro nos escuchaban. Para ellos, en ese momento no éramos más que tontas mujeres que, como todas, no entendíamos ni sabíamos nada, y menos de política.
Aquella tarde, sobre la hierba de mi bello jardín de Fontenay-aux-Roses, quedaron los restos de nuestra merienda sin que nadie se tomara la molestia de mandar a recogerlos. Los recipientes que habían contenido el helado de vainilla, las cestas adornadas con grandes lazos azules en las que se habían servido los panecillos calientes y los bizcochos, también los vinos dulces de Málaga con los que yo solía obsequiar a mis invitados... Sí, todo quedó allí a merced de las hormigas y casi sin catar. Anochecía. Marianne, Claire y yo alisamos nuestros vestidos de muselina y recogimos nuestros sombreros de paja. Los hombres se habían marchado ya dejándonos atrás. Se habían alejado departiendo, gritando casi, de modo que durante un rato algunas palabras sueltas llegaban aún a nuestros oídos. Palabras como «impuestos», como «reformas» o como «fraternidad». Pero nos llegaban también otras palabras no tan hermosas aunque igualmente entusiastas que las anteriores, como «insurrección», «venganza» o «sangre». Era el 13 de julio y hacía mucho calor en París. Aunque no tanto como haría al día siguiente, 14 de julio de 1789.
LA MÁS BELLA
REVOLUCIÓN
S
egún me contaron mucho más tarde, diez días antes de la toma de la Bastilla Donatien Alphonse François, marqués de Sade, se encontraba mirando a través de un ventanuco de su celda en la fortaleza de la Bastilla hacia abajo, hacia la calle de Saint-Antoine. Y lo hacía prestando especial atención al ir y venir de los parroquianos, al bullicio de las gentes y a un inexplicable ambiente tenso como el que antecede a una tormenta. Sabido es que las noticias alarmantes viajan veloces y son capaces de atravesar incluso los muros más inexpugnables. Tan infranqueables como los que rodeaban aquella vieja fortaleza que había sido construida en el siglo XIV y en la que, según se rumoreaba, «desaparecían personas sin aviso para nunca más ver la luz del sol».
Sin embargo, en su espaciosa celda del último piso, el avejentado marqués de cuarenta y nueve años sonreía. Estaban sucediendo cosas en París. Cosas que le agradaban sobremanera. Días antes, y según sus noticias, una muchedumbre enfebrecida había tomado violentamente el monasterio de Saint-Lazare, que era no sólo una prisión, sino también un depósito de grano que, tal como se decía entonces, estaba regentado por una pandilla de monjes obesos, licenciosos y también avaros.
Por todas partes había pillajes y revueltas, y el ayuntamiento acababa de crear una milicia ciudadana de unos cuarenta y ocho mil hombres para hacer frente a dichos disturbios. Estos hombres, a pesar de su inexperiencia y falta de instrucción, formaban una fuerza lo suficientemente grande como para llevar a cabo un doble cometido: por un lado, domeñar en lo posible la violencia de las masas y, por otro, neutralizar cualquier intento de injerencia o represión violenta por parte de los militares del Rey. Como es natural, esta nueva fuerza llamada «del pueblo» necesitaba tener algún distintivo que la identificase, pero, como todo se había hecho con muchas prisas, no se pudo improvisar para sus miembros un uniforme adecuado. Por eso, y para distinguirles, se había instaurado el uso de escarapelas. ¿Y qué color elegir? Primero se pensó en el verde, color de la esperanza, pero inmediatamente hubo que descartarlo. Verde era el color del conde de Artois, el hermano del Rey, cada día más impopular. Mejor era usar los colores de París, el rojo y el azul. Daba la casualidad de que éstos eran también los colores del duque de Orléans, pero ¿acaso el duque no era uno de ellos, uno más del pueblo? ¿No se había alistado en las filas del Tercer Estado y permitía que en su Palais Royal se vendieran todo tipo de escritos libertinos que desvelaban los desmanes del Rey y de la
autrichienne
? Además, como había dicho un par de días atrás Camille Desmoulins, uno de los muchos patriotas que enardecían a las masas desde improvisados púlpitos ciudadanos en el Palais: «El azul representa el celestial color de la futura Constitución, y el rojo, la sangre que se ha de derramar para alcanzarla».
El marqués de Sade sonríe. Su abnegada esposa, que lo visita cada semana desde que lo encerraron allí años atrás (por petición de la propia familia, dicho sea de paso, cansada de aguantar sus excentricidades malvadas), está muy asustada con lo que ve y oye en las calles. Así se lo dice a su marido: «Por todos lados se oyen gritos de furia y amenazas de llevar a los enemigos de la libertad á la
lanterne
». El marqués lleva cinco años en la Bastilla gracias a sus conocidas andanzas y crímenes nefandos, pero conoce bien el significado de esa expresión. La oye gritar a menudo a través de la ventana antes de que la masa se enardezca del todo y acabe colgando a algún desgraciado de una
lanterne
; es decir, de una farola. También sabe que hay rumores de que esa prisión en la que él está encerrado será el próximo objetivo de los revoltosos, porque se la considera un símbolo del despotismo del régimen, un signo del oprobio realista.