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al como era previsible en un país con tanta ansia de cambio, los
cahiers
se convirtieron de inmediato en uno de los temas favoritos de conversación en los salones de la época. Mis dos amigos más... cercanos, digamos, Alex Lameth y Félix Lepeletier, gustaban discutirlos a todas horas, incluso durante nuestros paseos más agradables. «Comprenderás, Thérésia», me decían. Y aquí debo hacer un pequeño inciso para explicar el porqué de esta forma de llamarme. A mí siempre me ha gustado pronunciar mi nombre, Teresa, así, en español, y no Thérèse, Titi o Theté ni ninguno de sus diminutivos en francés. Y es que, al igual que me esforcé en conservar a lo largo de toda mi vida un suave acento castellano, me empeñé también en mantener mi nombre con su sonido original. Pero la lengua de los franceses es poco dúctil a los sonidos de mi tierra, y lo más cerca que logré que llegaran mis amigos parisinos a su pronunciación fue a este extraño Thérésia o, en el mejor de los casos, Thérisia. Hasta el momento sólo mi amado Laborde había logrado domeñar su dulce lengua para que mi nombre sonara en sus labios tal como yo deseaba.
–Has de saber, Thérésia –me dijo pues mi amigo Alex Lameth mientras paseábamos por el Palais Royal–, que he decidido junto a otros amigos colaborar en la redacción de un cahier. Hay tantas cosas que cambiar en este caduco país que lo mejor es hacerlo a fondo.
–Vamos –le interrumpió mi otro amigo, Félix Lepeletier, con claro desdén–, ahora me dirás que estás pensando unirte a esos estrafalarios caballeros que pretenden afiliarse no al Primer Estado de los nobles, tal como les corresponde, ¡sino al del vulgo del Tercero!
Caminábamos, como digo, por los jardines del Palais Royal y yo me interesaba en sus conversaciones políticas pero sólo a medias. Hacía una tarde gloriosa de primavera y mi curiosidad iba por otros derroteros. Como, por ejemplo, por conocer algunas de las nuevas atracciones que recientemente habían llegado al Palais y de las que se hacían eco todas las publicaciones mundanas.
Debo apuntar, por si no lo he dicho antes, que el Palais Royal era uno de los lugares más curiosos y estrafalarios del París de entonces y también, sin duda, el más espectacular centro del placer y de la política en toda Europa. Fue el duque de Orléans, el mismo que, una vez iniciada la Revolución, firmaría la muerte de su primo Luis XVI y al que la historia recuerda con el muy revolucionario nombre de Philippe Égalité, quien abrió sus jardines y galerías al público. Y hay que decir que fue la combinación del talento empresarial del entonces duque con su pródiga, por no decir manirrota, forma de ser la que había logrado crear aquella hermosa fantasía.
Se trataba de una curiosa mezcla de espectaculares jardines con cafés, teatros y tiendas que se alternaban con antros de mucha más dudosa actividad. Una larga galería conocida como Camp des Tartares, por ejemplo, albergaba tanto a prostitutas como a ladronzuelos, y sin embargo era, a su vez, lugar de paseo reservado a grandes damas y elegantes caballeros. En realidad, dependiendo de a qué hora se visitara dicha galería, podía uno topar bien con un tipo de público, bien con otro. Lo más curioso de este lugar era la posibilidad de maravillarse ante una increíble galería de «monstruos» que allí se exhibían. Como el hombre-masa, un alemán de cerca de doscientos kilos que podía verse encerrado en una jaula, o la Belle Zulema, una momia que, según se contaba, tenía más de tres mil años. Por unos sous o céntimos podía el curioso visitante acercarse a comprobar cómo su maravilloso y desnudo cuerpo estaba en perfecto estado de conservación, tal como si acabara de exhalar su último suspiro. Yo sabía por Félix que la Belle, a pesar de su increíble aspecto, no era más que una figura de cera, pero el resto del público lo ignoraba y solía incluso derramar unas piadosas lágrimas ante tan serena belleza. Y es que este tipo de esculturas «casi vivas» hacía furor en el París de entonces. Por otro puñado de sous, el público podía admirar también la fiel réplica en cera de la familia real ricamente ataviada y tomando el té en Versalles; o la imagen de otros personajes muy conocidos de la sociedad de entonces, como nuestro amigo el marqués de La Fayette fumando una entonces muy extraña pipa traída de las Américas.
Recuerdo incluso un día en que allí mismo, en el Palais Royal, Félix me presentó a una amiga suya, una mujer extremadamente tímida, de nombre Marie, que más tarde pasaría a la posteridad como madame Tussaud. En aquellos años se la conocía por su nombre de soltera, Marie Grosholz, y trabajaba a las órdenes del señor Curtius, un médico que era dueño de aquellas figuras casi vivientes. A pesar de su timidez, Marie era ya entonces profesora de dibujo de madame Élisabeth, hermana del Rey, lo que, por cierto, al llegar la Revolución le traería serios, por no decir terribles, problemas: encarcelada por realista en los años noventa, se le encomendó la lúgubre tarea de hacer máscaras mortuorias de las cabezas –a menudo de sus amigos– recién cortadas por la guillotina. Afortunadamente, esta fúnebre maestría suya le permitiría años más tarde abrir un museo de cera en Londres con su nombre, que, según me dicen, se ha hecho muy famoso.
El Palais era también el lugar preferido de los oradores. Subidos a una silla, otros a una mesa, se dirigían a las masas hablando de política con voz vibrante y verbo escogido. Fue ahí donde tuve la ocasión de reparar en un joven de rostro pálido, ojos profundos y hermosos cabellos largos y sin empolvar. Según me contó Félix se llamaba Camille Desmoulins y había comenzado a labrarse un nombre entre los partidarios de las reformas. Su padre, que no contaba con muchos medios económicos, había hecho esfuerzos por enviarlo al Lycée Louis-le-Grand de París con la esperanza de que más tarde estudiara leyes, pero a él le atraía más el mundo de la palabra y de la oratoria. ¡Y qué bien hablaba! Recuerdo haberme quedado extasiada oyéndolo desgranar uno de sus discursos.
–¡Escuchad, escuchad, desde París a Lyon, Ruán y Burdeos, Calais y Marsella! De un confín a otro del país un grito universal se oye: ¡todos quieren ser libres!
Eso dijo y, a continuación, demostrando que era una criatura impulsiva que obedecía a los mandatos de la naturaleza y no a los de la cultura, se volvió hacia las ramas de un castaño cercano y exclamó «¡Adelante!» al tiempo que arrancaba un puñado de hojas del árbol. «¡Hagámonos todos con ellas unas escarapelas del color de la esperanza!».
Me pareció tan apuesto en esa actitud y tan bellas eran sus palabras que sentí un delicioso estremecimiento que recorría mi cuerpo. Si así son los nuevos
hommes politiques
, yo también deseo vibrar con ellos, me dije, al tiempo que hacía votos para que algún día mi camino volviera a cruzarse con el de aquel joven.
En el Palais Royal se podían ver también diversas obras de teatro y espectáculos de todo tipo. Estos establecimientos eran, además, el lugar ideal para constatar el cambio vertiginoso de las modas. Y el más notable por aquellas fechas no concernía tanto a la moda femenina como a la masculina. Muy a mi pesar, porque yo era admiradora de una cierta riqueza o al menos de una cierta imaginación en el vestir, y los caballeros ahora se vestían... como cuervos. O al menos eso parecía.
–No lo entiendo, Blondinet –le dije ese día a Félix mientras paseábamos del brazo por el Palais. Era tan rubio y apuesto mi amigo que yo lo llamaba así, Blondinet–. Sí, tesoro –continué–. Para mí es un misterio que prefieras usar esas levitas negras y medias retintas antes que los trajes de raso bordado que llevabas hasta hace muy poco. No te voy a querer nada vestido de modo tan fúnebre, no te mereces ni un beso.
A Blondinet normalmente le encantaban esos tontos reproches infantiles míos hechos medio en broma medio en serio, pero esa vez ni se rió. Debía de tener la cabeza en otra parte, por lo que me vi obligada a insistir.
–Y tampoco estoy muy contenta con nuestras conversaciones. ¿Acaso creéis Lameth y tú que vengo a pasear por el Palais para que me habléis de política? ¿Qué pensáis, que pueden importarme esos
cahiers
de los que todo el mundo habla y que ni siquiera sé qué son?
Dije esto mientras miraba de reojo a mis amigos, y me di cuenta de que sus rostros no reflejaban ni la menor sombra de las sonrisas que normalmente solían alumbrarlos. Había, es cierto, una indudable excitación en ellos, pero ésta no parecía tener nada que ver con mi persona.
Mis admiradores más generosos, cuando hablan de mí, suelen atribuirme una inteligencia rápida y una visión bastante acertada de todo lo que se avecinaba en Francia. Yo agradezco sus halagos, pero debo desdecirlos. No creo tener la inteligencia tan aguda como la de otras mujeres notables de mi época. Desde luego, no poseo la de Germaine de Staël; ni siquiera la de madame Roland, futura alma de los girondinos, pero tengo en cambio eso que llaman instinto. Un sexto sentido animal, diría yo, para detectar, por ejemplo, cuándo cambian los vientos. Y sin duda eran muchos los vientos que estaban comenzando a rolar en aquella primavera de 1789. Por eso, esa tarde, mientras paseábamos por el Palais Royal, al ver la expresión de mis dos amigos decidí de pronto dejar a un lado las coqueterías banales que tan buenos resultados me habían dado hasta entonces con los hombres (y que tan buenos dividendos me iban a procurar también más tarde, dicho sea de paso) y cambié de estrategia. Si los tiempos requerían hablar de política, hablaría de política, ¿por qué no?
–Cuenta, tesoro, explícame bien qué son esos
cahiers
y por qué no se habla de otra cosa en toda Francia. ¿Es verdad que la convocatoria de los Estados Generales está motivada por los enormes dispendios de la corte? ¿Una vez más la culpa de todo la tiene Madame Déficit?
–Si por Madame Déficit te refieres, como hace todo el mundo, a la Reina, la respuesta es no –me contestó Félix aún muy serio–. Si por el contrario te refieres a la situación económica del país, la respuesta es el sí más decidido. Es muy fácil, Thérésia, echarle la culpa de todo lo que pasa en Francia a
l'autrichienne
, y la mayoría de las personas que conocemos así lo hacen, pero sería bueno que esas mismas gentes supieran que...
–Pero con seguridad –le interrumpí yo– no son las personas como nosotros las que contribuyen a divulgar que la culpa de todo la tiene María Antonieta. En todo caso serán los otros, los miembros de ese Tercer Estado del que tanto se habla últimamente quienes así lo hacen.
–¿Ves las personas que pasean por esta galería, Thérésia? ¿Has observado la extraña mezcla que forman? Por aquí pueden verse a marquesas que secretean junto a caballeros burgueses; burgueses que se ríen a carcajadas compartiendo platea con el pueblo llano en los teatros, y luego están las damas de la corte, entre las que ahora es moda hablar como pescaderas; o los médicos y abogados, que se visten como clérigos; y los clérigos, que parecen abogados...
–Sí –respondí yo, riendo–; incluso tú, Félix Lepeletier, vestido así todo de negro como un cuervo, pareces un chupatintas, por no decir algo peor.
–Es el signo de los tiempos, Thérésia. En Francia existen tres estados, pero ya no están claramente diferenciados como antes. Incluso una buena parte de los aristócratas del Primer Estado están pensando en pasarse al estado de gente común, para desde allí poder modificar mejor este viejo régimen que hace agua por todas partes. Son necesarios muchos cambios en el país y no se puede confiar ni en el Primer Estado ni en el Segundo, esto es, ni en los aristócratas ni en los curas, para que lo hagan. Somos cada vez más los que creemos que sólo será posible reformar Francia desde el Tercer Estado.
Yo entonces no entendí a qué se refería con esas palabras ni por qué los nobles iban a renunciar a sus privilegios para alinearse junto al pueblo llano. Más tarde aprendería que muchos de esos nobles que presumían de avanzados eran los que más abogaban por renovar las viejas estructuras y lo hacían con mucha más insistencia que las clases inferiores. Deseaban reformar la educación, por ejemplo; también conseguir la igualdad de todos ante la ley, suprimir la censura y las tan arbitrarias
lettres de cachet
. Incluso la mayoría, y a pesar de que en principio la medida parecía ir en contra de sus intereses, abogaba por cambiar todo lo referente a temas fiscales. Según ellos, había que racionalizar la imposición y recaudación de impuestos de los que esos mismos nobles estaban exentos. Impuestos que, en gran parte de Francia, se cobraban de forma ineficaz y sobre todo fraudulenta por parte de recaudadores privados. Por lo visto, el Rey había intentado cambiar estas viejas estructuras desde hacía años, pero a finales de los ochenta la impopularidad del Gobierno era tal que ya no podía capitanear dichas reformas.