–Veo que esa cabecita vuestra está tan bien adornada por dentro como por fuera, pero aun así os voy a dar un consejo: recordad siempre, querida, que la belleza sirve para acortar quince días, ni más ni menos.
–No entiendo, monsieur, ¿quince días de qué?
–Muy sencillo; niña. Quince días de ruegos, de búsqueda, de convencer a los demás. La belleza es el camino más corto hacia el alma del contrario, pero es preciso saber manejarla con cabeza. Al fin y al cabo, es un arma y, como toda arma, depende mucho de la destreza de quien la empuña.
Dicho esto posó sobre mi mano un beso burlón y continuó su camino cojeando con mucha elegancia. Desde ese día, cada vez que nos veíamos, me saludaba con una sonrisa y estas palabras: «Quince días,
ma belle
, sólo quince días».
Otros dos personajes singulares que tuve la fortuna de conocer en casa de la condesa de Genlis fueron Mirabeau y La Fayette. El primero realmente no gozó, en un principio, de mis simpatías, puesto que, como ya he apuntado en páginas anteriores y más adelante explicaré con detalle, se despachó a gusto contra mi padre y su idea de fundar el Banco de San Carlos, tachándolo de «corsario económico». El segundo personaje, en cambio, monsieur de La Fayette, las gozó todas. Y es que hay que decir que si el primero era terriblemente feo y picado de viruela de modo atroz, el segundo, ya desde el primer día en que lo conocí, se me antojó muy apuesto. Por aquel entonces, y a pesar de las advertencias del señor Moratín, andaba yo embarcada en todo tipo de lecturas románticas. Los amores de
Pablo y Virginia
, del abate de Saint-Pierre, por ejemplo, o los de
La nueva Eloisa
, del señor Rousseau, y lo cierto es que la visión de La Fayette era un goce para la vista. Muy distinguido a pesar del color rojo fuego de su cabello, estaba casado con una de las mujeres más ricas e importantes de Francia y paseaba por los salones con la seguridad que da el dinero y la gallardía que otorga la belleza. Por si fuera poco contaba, además, con otro atributo importante: su fama de ser un héroe del Nuevo Mundo. Y es que se decía que su ayuda había sido decisiva para que George Washington liberase las colonias norteamericanas del yugo de los tan odiados ingleses.
En cuanto a Honoré Gabriel Riqueti, conde de Mirabeau, llamado a ser la figura más señera de la Revolución en su primera etapa, para entender bien su personalidad es preciso decir que él, al igual que el obispo Talleyrand, tuvo serios problemas con su padre. Y también con su madre, me temo. Por lo visto, su progenitor abandonó un día a su mujer por una criada y, después de una escena –contada por el propio Honoré Gabriel, que fue testigo–, en la que obligó a su esposa a abandonar la habitación conyugal completamente desnuda, el hijo comenzó a odiar a su padre. Aun así, las relaciones con su madre tampoco puede decirse que fueran del todo cordiales. Según parece, la noble señora, tal vez un tanto trastornada por sus problemas conyugales, llegó un día a disparar un arma de fuego contra Honoré; fallando, afortunadamente.
–Lo más curioso del caso, querida –me contó un día madame Boisgeloup momentos antes de subir al carruaje que habría de conducirnos de vuelta a casa tras una de aquellas interesantes veladas–, es que Mirabeau ya tenía razones más que sobradas para estar molesto con su progenitora antes de tan terrible escena.
Madame y yo solíamos aprovechar el trayecto a casa para hablar sobre los personajes que habíamos tenido oportunidad de conocer. Eran aquellos momentos muy agradables y también ilustrativos.
–Sí, pequeña –continuó ella–,
tout Paris
sabe que cuando Mirabeau era niño, su madre, siguiendo los consejos de un curandero de moda, casi logra desfigurar del todo al pobre muchacho.
–¿Cómo, madame? –pregunté, porque, además de no gozar de mis simpatías, lo cierto es que, prejuicios aparte, la cara de aquel caballero era en verdad bastante «memorable» por su fealdad.
–¿Has visto cómo tiene la piel? Rugosa, gruesa, peor que la de un gran sapo. Bien, pues todo eso se debe a que de niño contrajo la viruela y a su madre, por indicación del curandero, se le ocurrió untarle las pústulas con una cocción de hierbas con el triste resultado que ahora ves.
–Sí –contesté yo–, nunca he visto un hombre con una cara tan fea, da miedo mirarlo.
–¿Y qué me dices del resto de su fisonomía? –insistió madame Boisgeloup, que no era de naturaleza criticona pero sí gustaba de hacer comentarios cuando algo o alguien le parecían fuera de lo común–. ¿Has reparado en su tamaño? Parece una montaña de carne que a duras penas cabe en su casaca negra y calzón a juego.
Yo me iba quedando dormida con el traqueteo del coche mientras madame continuaba con su descripción del impresionante señor de Mirabeau.
–¡Y ese pelo!.¿Has visto el montón de recios bucles que tiene apilados en la coronilla en una gran torre? Y luego aún le sobran cabellos para que una buena porción de ellos caiga en cascada recogiéndose en una bolsa negra de tafetán que pendulea a su espalda, es increíble.
Y es que puede parecer una exageración, pero tan formidable era la melena de Mirabeau que algunos, con acierto, la comparaban con la de Sansón y secreteaban por ahí que obtenía su potencia de su cabellera. Posiblemente fuera verdad, pienso yo, porque su fuerza parecía tan extraordinaria como su vehemencia. Cuando coincidimos por primera vez en los salones de la condesa de Genlis, él apenas se había estrenado en la más notable de las aptitudes que lo harían célebre; me refiero a su fabuloso don para la oratoria. Pero poco más tarde, una vez que el buen rey Luis hubiera convocado los Estados Generales, esos que marcaron el principio del fin de su reinado, la fama de tribuno de Mirabeau crecería como la espuma.
Cuando yo lo conocí, empero –y recordemos que hablo de los años inmediatamente anteriores a la Revolución–, su fama era de naturaleza muy distinta: estaba considerado un donjuán y empedernido conquistador. Con esa cara, con ese pelo, con esa estatura de oso... No puedo decir que yo estuviera entre sus admiradoras, sobre todo después de saber lo que había dicho de mi padre, pero doy fe de que eran muchísimas las damas que suspiraban por sus enormes huesos.
Por último, el tercero de los personajes notables que habría de conocer en aquellos felices tiempos «anteriores al diluvio» pertenecía a mi mismo sexo y era sólo siete años mayor que yo. Me refiero a Germaine de Staël, más tarde famosa mujer de letras y autora de obras tan celebradas como
Corinne
. Por aquel entonces (tendría ella unos veinte años), ya demostraba con creces su ansia de brillar a toda costa. Lo curioso del caso es que, a primera vista, no parecía contar con demasiados atributos para lograrlo. Era huesuda, de facciones toscas, equinas, con manos grandes y decididamente hombrunas. Sin embargo, cuando uno se acercaba un poco más, dos factores contribuían a desdecir aquella primera impresión. Uno eran sus ojos, de una viveza y profundidad poco comunes, y el segundo era aún más imbatible: me refiero a su conversación. Y es que Germaine de Staël, que pasaría a la historia como una de las mujeres más inteligentes de su época, era rápida, ingeniosa y muy mordaz. Más tarde se diría de ella que encarnaba a la perfección el romanticismo
avant la lettre
de la época. En otras palabras, que encarnaba esa forma de ser que tanto desagradaba al señor Moratín y que solía manifestarse en que los hombres –y más aún las mujeres– tenían que estar perpetuamente palpitando de exaltación. O inclinados a la melancolía. O anegados en lágrimas. Y, en efecto, todo esto lo fingía con gran arte madame de Staël cuando se le antojaba. Pero no es su
sensibilité
lo que yo destacaría de ella, sino su enorme talento para describir una situación o a una persona con la agudeza de un punzón y la precisión de un estilete. Aun así, y a pesar de ser cierto todo lo que acabo de mencionar, para ofrecer de ella un retrato lo más fiel posible habría que señalar que madame de Staël poseía además otro atributo que la hacía especialmente atractiva: me refiero a su bolsillo. O más bien debería decir al de su distinguido padre. Porque Germaine era hija de Jacques Necker, prominente y adinerado banquero suizo, ministro de finanzas de Luis XVI, cuya destitución el 11 de julio de 1789 tuvo mucho que ver, por cierto, con la toma de la Bastilla tres días más tarde.
A todos estos personajes de los que tanto se iba a hablar en tiempos venideros y a algunos más tuve yo la suerte de conocer en los salones de la condesa de Genlis. Ella tocaba el arpa, madame de Staël brillaba por su conversación y yo, mucho más modestamente, bailaba el bolero; pero la verdad es que con ello atraía a no pocos admiradores e incluso algún que otro pretendiente. Con todo, y a pesar de mis tempranos éxitos, me temo que mi primera gran «pesca» –si seguimos con el término que utilizó mi madre–, lejos de ser feliz, iba a partirme el corazón.
Como ya he señalado antes, por aquel entonces –y siempre que mis aprendizajes de baile, literatura o aburridísima filosofía me lo permitieran– yo devoraba novelas románticas. De ahí que buscara no sólo enamorarme, sino también volcar en otro ser todo el caudal de mi pasión, tal como ocurría en mis libros favoritos. A mis trece años puede decirse que estaba enamorada del amor, de la pasión que no atiende límites y que, para merecer tal nombre, se ve obligada a vencer mil obstáculos hasta lograr el objeto amado. Admiraba yo, por tanto, los amores difíciles; y, como los dioses a veces nos castigan concediéndonos nuestros más fervientes deseos, dicho amor llamó, en efecto, a mi puerta un día. Se llamaba Jean, y con esa costumbre francesa de tener múltiples nombres, respondía también al de Alexandre Louis de Méréville. Tenía veintiún años, era bello como un sol e hijo del marqués de Laborde. Nos conocimos además de una manera entre cómica y romántica. Acababa yo de bailar mi bolero e, intentando esquivar a un viejo petimetre empolvado y con labios tan rojos y perfilados que mucho me recordaban a la máscara de monsieur Picard, decidí salir al jardín a tomar el aire. «¿Dónde estás,
petite espagnole
? ¡Ven aquí!», decía aquel vejestorio al que sin duda se le había ido la mano con el vino de Borgoña –«no te escondas, te encontraré de cualquier manera»– cuando, de pronto, de entre las sombras de unos setos próximos, apareció una bella pierna enfundada en una media de seda azul que hizo rodar por tierra al pisaverdes hasta que aterrizó cómicamente en un bosquecillo de ortigas.
–Creo que un salvamento tan valiente merece un beso –dijo el propietario de aquella pierna tan oportuna haciendo una pequeña reverencia. Entonces pude ver que se trataba de un muchacho alto que se adivinaba rubio tras su peluca corta, que lucía muy empolvada, y que poseía una de esas sonrisas que inmediatamente hacen que uno confíe en su dueño.
–Habéis llegado justo a tiempo, monsieur, y tan audaz hazaña bien merece el premio que reclamáis –respondí yo entonces accediendo sin pensarlo a su petición.
Debo decir que, en las largas conversaciones con madame Boisgeloup para conocer las costumbres del país, mi tutora me había explicado lo que ella llamaba el «sutil código de los besos». Y aunque éste no era ni mucho menos tan estricto como el imperante en España, por lo visto en París una dama no podía besar a un caballero ni siquiera en las mejillas hasta el tercer encuentro. Sin embargo, seguro que madame Boisgeloup andaba un tanto anticuada en su «sutil código», me dije yo mientras depositaba sobre el rostro de aquel muchacho un muy tímido ósculo. Además, era tan cálida la noche en el jardín de la condesa de Genlis, tan suave el aroma a rosas, tan sutil el canto de los grillos y desde luego tan bello el rostro de mi «salvador», que parecía lo más natural besarle. Debo decir, para completar el retrato de mi amado, que aunque aún era moda entonces que hasta los jóvenes se maquillaran y usaran colorete y lápiz de labios, la cara de mi nuevo amigo no mostraba rastro de ninguno de esos feos afeites. Al acercarme a su rostro pude percibir además el suave olor de su piel, tan joven y prometedora que delataba una mezcla de deseo entreverado con
eau d'orange
, fragancia que siempre ha sido mi favorita por recordarme a mi infancia y en especial a nuestros veranos en Valencia.
Sí, de esta manera comenzó todo. Nuestro amor se inauguró así, con un traspié y un beso. Y a partir de ese momento los dos comenzamos a frecuentar con más asiduidad si cabe la casa de Genlis, y en especial su bello jardín. Recuerdo que cualquier excusa era buena para salir a tomar el fresco: que si el bolero me había sofocado, que si había visto caer una estrella fugaz, que si necesitaba estar unos minutos sola... Una vez en la terraza, me cercioraba de la ausencia de miradas indiscretas y a continuación corría hacia los arbustos, que siempre guardaban para mí el más dulce de los premios: él. Entre el follaje nació nuestro amor y entre éste creció hasta hacerse pasión. Mi amado jardinero tenía apenas un par de años más que yo, pero resultó ser un gran maestro. De sus labios aprendí, por ejemplo, el delicioso significado de muchas bellas palabras relacionadas con el mundo vegetal que madame Boisgeloup usaba con harta frecuencia, pero que tienen en francés otro significado secreto.