Yo, por mi parte, había oído que en Versalles estaba de moda el teatro, sobre todo las comedias, y que las grandes damas representaban papeles como si fueran cómicas. ¿Tendría yo también posibilidad de hacerlo? ¿Podría subirme a un escenario y representar, fingir? Tal vez en París lo consiguiera, sólo era cuestión de aguardar unos meses.
Por fin, una mañana cálida de primavera partimos mi madre y yo rumbo a Francia. Nos acompañaba en esta ocasión el secretario privado de mi padre, un joven taciturno de nombre Leandro Fernández de Moratín. Con gran alborozo pude ver cómo los criados subían al carruaje pieza a pieza el pesado equipaje, las cestas con nuestros voluminosos vestidos, las cajas con pelucas o con sombreros y también no pocas viandas, un par de chorizos y una longaniza que mi madre se empeñó en llevar porque, según ella, la comida francesa podía ser muy renombrada, sí, pero donde estuviera un buen embutido español que se quitaran todos los
amuse-bouches, gourmandises, petits fours
y demás zarandajas; ya les enseñaría ella lo que era comer algo realmente delicioso.
Mamá lloró bastante en la despedida, aunque
ma bonne maman
lloraba siempre, eso ya lo sabíamos bien en casa. Yo, en cambio, tan contenta estaba con el viaje y tan segura de volver al cabo de un mes que no sentí la necesidad de derramar una sola lágrima al besar a mi padre y a mis hermanos. En cuanto a Mademoiselle, ella no formaba parte de nuestro pequeño grupo viajero. Papá consideró oportuno dejarla atrás porque, según decía, había llegado la hora de hacerme mayor, de convertirme en una dama. En una gran dama, pensaba yo, porque, ¿acaso no era mi padre fundador de un banco y consejero de Su Majestad el rey Carlos, tal como le gustaba repetir cada vez con más frecuencia a mi madre? ¿Acaso nuestra familia no era de buena cuna a pesar de... la fábrica de jabones? Al fin y al cabo nuestro dinero, aunque proviniera de fuente tan poco distinguida, era considerable y serviría sin duda para trabar nuevas amistades y abrirnos a mamá y a mí las puertas de algunos salones al llegar a París. Y si no lo lograban los caudales de papá ni los coquetos llantos de mi buena madre, sus chorizos y longanizas, me decía yo, lo conseguiría tal vez la imagen que veía ahora reflejada en el cristal del gran carruaje que comenzaba a conducirnos a París. Porque en su fría superficie, y a pesar de lo defectuoso del vidrio y del bamboleo del coche, podía ver yo unos ojos negros y vivaces que parecían reír siempre; también una boca de labios bien dibujados y un pelo tan largo, oscuro y abundante que a buen seguro no necesitaría postizos ni añadidos para peinarse a la moda de París, e incluso formar con él toda una carabela.
Miré por la ventanilla, el coche empezaba ya a tomar velocidad y durante un buen rato estuve asomada agitando mi pañuelo. Hasta que llegó un momento en que mis hermanos, papá, Mademoiselle e incluso nuestra querida casa de Carabanchel desaparecieron tras una nube de polvo.
Yo no lo sabía entonces, pero tardaría mucho en volver a España. Comenzaba para mí otra vida muy distinta.
L
o mismo que cuando una nave surca el mar la deriva de su rumbo puede conocerse mirando la estela que deja a su paso, también para comprender un momento histórico relevante lo mejor es echar la vista atrás y ojear brevemente la época que lo precede.
La frase no es mía, sino de un joven nervioso y picado de viruela que en tiempos fue secretario privado de mi padre y que nos acompañó a mamá y a mí en nuestro viaje a París. Se llamaba, como he dicho, Leandro Fernández de Moratín, y llegaría andando el tiempo a convertirse en uno de los autores españoles más famosos de todos los tiempos. Son muchos los que aseguran que «el Moliére español», como se le vino a llamar más tarde, supo como nadie convertir sus fracasos amorosos en literatura. En los tiempos de los que voy a hablar a continuación yo no lo sabía, pero aquel joven larguirucho y casi apuesto a pesar de las marcas de su enfermedad, que trabajaba con mi padre hasta labrarse un nombre, había tenido ya el gran desengaño amoroso que lo marcó para siempre. Sabina Conti, así se llamaba la bella niña de quince años que le robó el corazón a sus dieciocho. Aunque las edades de Moratín y de Sabina coinciden casualmente con las de mis padres y sus tempranos amores con final feliz, los suyos estaban destinados a la desdicha. Enterada la poderosa familia Conti de aquel romance, casó a la niña con un rico pariente de avanzada edad. Desapareció así Sabina Conti de la vida de Moratín; sin embargo, como el destino es perseverante y muchas veces caprichoso, la bella estaba destinada a pervivir por siempre en la inmortalidad. Son muchos los que afirman que su figura dio lugar a la más famosa obra de su autor,
El sí de las niñas
, que se estrenaría en 1806. Dicen que desde aquel fracaso amoroso Moratín se dedicó a frecuentar sólo a mujeres de vida fácil a las que pudiera pagar por sus servicios, y que esa costumbre lo llevaría con el tiempo a un fin muy deshonroso. Dicen que nunca se casó y que tampoco llegó a perder jamás su aire triste y su forma de mirar la vida de un modo descreído y cínico. Se dicen tantas cosas. Lo único que yo sé es que, en aquellos años, cuando la suerte quiso que nos escoltara a mi madre y a mí a París en calidad de secretario, don Leandro era un joven de unos veintipocos años, culto y taciturno, pero también muy hablador siempre que se le hiciera la pregunta adecuada. Y yo tenía entonces tantas preguntas, era tanto lo que me interesaba e intrigaba.
–Dígame, don Leandro, ¿es verdad eso que dicen de que España y Francia son países de costumbres completamente distintas? ¿Y es verdad también que en la corte de París la moda ahora entre las grandes damas es jugar a pastorcitas, ordeñar vacas y vestirse como las aldeanas e incluso usar bonetes rústicos? Mademoiselle me ha dicho que hasta hace muy poco sucedía todo lo contrario, y que lo que a esas señoras les gustaba eran las ropas ricas y recargadas. También las enormes pelucas de más de cinco palmos de altura.
–No molestes al señor Moratín, hija; bastante tenemos con soportar los calores y el polvo del camino como para que nos marees con tu cháchara.
Era mi madre quien así se quejaba, aferrada a un pañuelito empapado en
eau de Cologne
. Desde que desapareció tras el horizonte nuestra amada casa de Carabanchel no se había desprendido de tan socorrida prenda, y cada tanto aspiraba su aroma tal como ella suponía que hacían las damas elegantes en los viajes. Bostezó con desgana, se aflojó levemente las cintas del corsé y no dejó de lamentarse con leves jadeos. Sin embargo, en aquel pequeño habitáculo que habría de ser nuestro cobijo por espacio de cinco largos días, ni el señor Moratín ni mucho menos yo prestamos demasiada atención a sus rezongos. Y es que desde mi primera infancia mi madre había sido en la vida de la familia, así como en la del resto de los habitantes de nuestra casa, una presencia muy bella pero también difusa, lejana, que no hacía más que quejarse de una cosa y a continuación de su opuesto. Se quejaba del calor e inmediatamente del frío. De que la comida estaba sosa o bien de que estaba salada. De que nuestro padre le prestaba poca atención o bien de que la importunaba innecesariamente. O, como en esta ocasión, sé quejaba de que las personas que la rodeaban hablaban mucho o, por el contrario, de que pecaban de silenciosas. Yo la miré sin decir nada; otro suspiro, otra vaharada de agua de Colonia. Sólo era cuestión de esperar unos minutos hasta que el traqueteo del carruaje la adormilase un tanto, y eso hicimos el señor Moratín y yo para poder continuar con nuestra charla. Cuando vi que por fin respiraba de forma acompasada, volví con redoblado interés a mis preguntas:
–Dígame, por favor, don Leandro: ¿cómo son entonces las cosas en París? ¿Qué gusta a sus gentes? ¿Qué pasa en esa ciudad de la que todo el mundo habla?
–Pasa, Teresita, que se está muriendo una época y a punto está de alumbrar otra que deberá traer muchas mudanzas. Pero las muertes y los cambios son momentos difíciles, muchas veces peligrosos.
A continuación, el señor Moratín, al compás del traqueteo del coche, me contó cómo las damas de París habían sustituido, de un tiempo a esta parte, sus famosas pelucas por simples bonetes de campesina. Según él, el dato de los adornos capilares no era baladí, pues simbolizaba a la perfección lo que él llamaba «el signo de los tiempos». Yo sabía que en nuestro equipaje mamá llevaba dos de aquellos pelucones que ella suponía el último grito porque así lo aseguraban las publicaciones parisinas que abundaban en nuestra casa de Carabanchel. En alguna de esas revistas yo había leído además que las damas que lucían dichos peinados estrambóticos llamados
poufs
los llevaban como un signo de estatus social y también para representar circunstancias de sus vidas: la que portaba en la cabeza un gran velero, por ejemplo, era porque su marido comerciaba con el Nuevo Mundo. Un jardín con flores y pájaros vivos en una jaula entrelazada con los cabellos, por su parte, explicaba al profano que la familia de la dama acababa de mudarse a un palacete en las afueras de la ciudad. Y por lo que yo había leído también en aquellas revistas viejas, las damas, al viajar en sus carruajes, se veían obligadas a hacerlo ¡de rodillas! para no estropear sus
poufs
de altura estrafalaria. No obstante, según el señor Moratín, aquellas publicaciones que había en nuestra casa de Carabanchel estaban más que trasnochadas, porque en la buena sociedad parisina del momento el exceso y el alarde habían dado paso poco a poco a una nueva forma de sensibilidad completamente opuesta.
–Romántica –dijo Moratín, arrugando su nariz picada de viruela en señal de desaprobación–, así la llamo yo.
–¿Y qué es eso? –pregunté–. No conozco esa palabra, don Leandro.
–Lógico, Teresita, puesto que no existe en castellano, aunque apuesto a que andando el tiempo se hará tan corriente y habitual que hasta una niña como tú la usará con frecuencia. A pesar de ser un concepto muy moderno los ingleses ya lo han incorporado a su diccionario. Ellos definen a una persona romántica como alguien «con tendencia hacia el romance, lo irracional y lo influenciable». Pero es mucho más que eso. De hecho, se trata de una notable corriente de sensibilidad que empieza a recorrer Europa y que en Francia amenaza con convertirse en vendaval, por no decir en catástrofe, Teresita.
–¿Cómo así? –pregunté–. ¿Y qué tiene eso que ver con que las damas ahora se vistan de campesinas?
Él me miró con lo que me pareció un cierto aire de tristeza.
–Antes de explicarte el verdadero significado de esta palabra –dijo al fin–, y es importante que lo entiendas bien porque ilustra a la perfección lo que está pasando en la tierra a la que nos dirigimos, no me queda más remedio que ir hacia atrás en el tiempo y hacer un poco de historia.
Fue entonces cuando el señor Moratín me explicó que la Historia es como las naves marinas, y que la mejor manera de adivinar hacia dónde van una y otras es voltear la cabeza y ver la estela que dejan a su paso. Luego continuó:
–Francia es un gran país, Teresita, y tuvo, como sabes, o al menos deberías saber por tus libros de estudio, al rey que mejor simbolizaba dicha grandeza: Luis XIV, llamado el Rey Sol. Y si hiciste buen uso de tus libros, sabrás también que de él se cuenta que pronunció una frase que resume exactamente lo que fue su reinado: «El Estado soy yo». Vino a continuación Luis XV, al que apodaban el Bien Amado. Un rey brillante, mujeriego, licencioso y sin duda muy afortunado. Con él Francia vio declinar en parte su poder, pero falleció antes de que la decadencia comenzara siquiera a hacerse visible. Sin embargo, como además de licencioso y mujeriego era un hombre perspicaz, poco antes de morir cuentan que dijo eso tan mentado de «Después de mí, el diluvio». En cuanto a este rey de ahora, Teresita, se comenta que es un buen hombre pero un mal rey, y por experiencia sabemos que es mejor ser lo contrario: un buen rey y un mal hombre, ¿comprendes? Luis XVI lleva sólo once años en el trono, aún es pronto para saber qué frase histórica resumirá su mandato, pero Francia y sus finanzas pasan por un momento muy delicado; me temo que lo acallarán, que no le dejarán decir nada.
Yo, por mi parte, lo que temía, y mucho, era que don Leandro, en vez de hablar de pelucas y bonetes, de modas y costumbres parisinas, que era lo que me interesaba en ese momento, se perdiera por los vericuetos de la Historia. ¿Por qué los mayores nunca pueden contestar una sencilla pregunta sin irse por las ramas?, me decía yo. Y es que a mi edad, esto es, a los doce años, a las niñas se las vestía de damas y se les empezaba a buscar marido, pero desde luego no se las trataba como personas adultas. Pero ¿acaso se trata alguna vez a las mujeres como seres adultos?, cavilaba yo. Tal vez esa forma de ser «romántica» de la que antes hablaba el señor Moratín y los grandes cambios que, según él, se avecinaban en el mundo lograsen que por fin así fuera.
Miré a mi madre. Dormitaba aún y aproveché para intentar reconducir la conversación hacia el tema que había iniciado nuestra charla: los cambios en la forma de vestir, y también de pensar, de las gentes de París. Una inclinación «romántica», había dicho el señor Moratín, pero ¿qué se escondía tras esa palabra que tan bien sonaba a mis oídos y que tan poco parecía agradar a mi nuevo amigo?
–¿Por qué no os gusta, don Leandro? Decís que la expresión tiene que ver con el romance y por tanto con el amor. ¿Acaso no os habéis enamorado nunca? –le dije casi en tono de reproche, lo que ensombreció más aún su rostro picado de viruela. Debo explicar aquí que yo entonces no sabía nada de sus amores desdichados. De haberlos conocido, sin duda habría sido más cuidadosa con mis palabras.