–¿Ves, amor? –me decía por ejemplo Jean-Alex señalando sobre mi cuerpo el lugar adecuado–, déjame besar tu
bouton de rose
[1]
, y ahora tú guía mi mano hasta tu
gazon
[2]
, no, no temas, amor, suave, así, muy suave.
¡Qué deliciosas eran aquellas lecciones de botánica para una muchacha que estaba descubriéndolo todo y qué tiernas las manos de mi maestro! Cada día una lección nueva. ¿Qué hubiera dicho madame Boisgeloup de aquellas clases nuestras? Ella, por un lado, adoraba el mundo vegetal, y por otro tenía por norma instruirme en todo aquello que una muchacha casadera debía saber sobre temas tan íntimos como la «
pimosis
» del Rey y las veleidades amorosas de María Antonieta. Pero en asuntos de magisterio una cosa es la teoría y otra la práctica, y no estoy tan segura de que mi tutora aprobase mis nuevos conocimientos vegetales...
Ante la duda nada dije a madame, pero seguí aprendiendo jardinería en secreto. Al cabo de unas semanas –y digo bien semanas, porque nuestro amor fue tan intenso como veloz– de suspiros, arrullos y muy botánicas ternuras, Jean-Alex y yo juramos casarnos y amarnos siempre. Él me hizo entrega entonces de una pequeña
silhouette
[3]
de sí mismo en forma de camafeo, tan bella y fiel a su original que yo la colmaba de besos durante las horas de ausencia. Por mi parte, le regalé un guardapelo de nácar con un rizo de mi cabello que él prometió llevar siempre junto a su corazón.
Pasados quince días de infinitas promesas, pensé que era ya momento de desvelar a madame Boisgeloup nuestras intenciones. Me confié a ella y mi tutora, después de soltar tiernas (y muy a la moda) lágrimas de emoción, me dijo que Jean le parecía un partido excelente, inmejorable, por lo que era necesario escribir, sin perder un minuto, a mi padre a Carabanchel para notificarle la buena nueva.
«¡Un marqués, monsieur Cabarrús! –así rezaba su atropellada carta–, un aristócrata auténtico, de los de viejo cuño. No podíamos soñar con nada mejor. Me he permitido, señor, hacer las pertinentes averiguaciones y puedo decirle que sus antepasados lucharon en Rocroi junto a Luis II de Borbón, El Gran Condé. Además, adora a nuestra niña, ¡no hay más que ver cómo la mira! Bien sabe Dios, monsieur Cabarrús, que el amor no es necesario para una unión ventajosa, pero si lo acompaña, ¿qué más podemos pedir?».
Ni papá ni madame ni yo, ni tampoco Jean-Alex, podíamos pedir más; sin embargo, el padre de mi amado, sí. Al noble descendiente de un héroe de Rocroi y aristócrata de viejo cuño o nobleza de espada, como entonces se decía, una extranjera, española e hija de un banquero advenedizo, propietario, para colmo, ¡de una fábrica de jabones!, le parecía muy poca cosa como nuera. Si, como ya he señalado antes, en aquellos tiempos las fronteras sociales entre los nobles y las clases emergentes estaban bastante difuminadas, el orgulloso marqués de Laborde demostró con creces que él desde luego nada sabía ni quería saber de tan estrafalarias confraternizaciones. De ninguna manera los nacidos en una cuna sin abolengo podían equipararse con los de las altas estirpes, por muy ricos que fueran. Para el marqués de Laborde sólo había una respuesta a nuestros deseos, a nuestras súplicas, a nuestros llantos: un rotundo «no». Y de nada valió que yo amenazara con «cometer una locura», cosa que sin duda habría intentado de no intervenir mi bondadosa protectora madame Boisgeloup. Ni que su hijo jurara partir de inmediato hacia América «para exponer allí –según le dijo a su padre entre lágrimas– mi maltrecho corazón a la pólvora enemiga, como han hecho otros nobles franceses mucho antes que yo»; todo, todo fue inútil.
Hay que decir, para satisfacción de aquellos que aprecien las historias de amor, incluso las que no tienen final feliz, que, aunque de nada valieron nuestros ruegos, Jean-Alex Laborde no se desdijo de su palabra y la cumplió al pie de la letra. No habiendo logrado doblegar la voluntad del padre, partió acto seguido para la joven república norteamericana, algo que hacían por aquel entonces no pocos corazones contrariados. Mi Jean-Alex cambió así una cómoda vida parisina por otra incierta en esa lejana y salvaje tierra en la que, según dicen, viven los verdaderos «buenos salvajes» de los que hablaba Rousseau
[4]
.
Yo, en tanto, una vez perdida toda esperanza, sentí en mi alma la injusticia de no ser varón y no poder actuar como lo hacen ellos. Mi deseo hubiera sido romper con todo, alejarme de esa ciudad y de ese país cruel que en realidad no era el mío, comenzar otra vida. Hacerlo, por qué no, en aquellos lejanos parajes al otro lado del mar en los que vivían, según contaban, seres que no conocían los embustes ni los egoísmos del hombre civilizado, y eran capaces por tanto de vivir felices en su estado primitivo. Pero la suerte de nosotras, las mujeres –eso ya lo iba aprendiendo yo a mis pocos años–, era siempre la misma: ceder, renunciar, doblegarse. Muy bien, me dije entonces, los hombres y las circunstancias podrán mandar sobre mis actos, pero desde luego no sobre mis pensamientos. Me acababan de separar de la persona que yo más amaba, dejándome con el corazón roto, pero al mismo tiempo me habían ayudado a hacer un firme propósito: no enamorarme nunca más. A tan temprana edad empezaba por fin a comprender cuánta razón tenía el señor Moratín. La forma de ser romántica, decía él, es un bello modo de ver la vida, pero también muy doloroso, y amar no es otra cosa que una dulce manera de ser desdichado.
A
veces pienso que si no hubiera existido en mi vida el primer Jean, tampoco habría existido el segundo. Hablo de Jean-Jacques Devin, más tarde marqués de Fontenay, con el que casé a la tierna edad de catorce años. Nos conocimos a los pocos meses de la partida de mi amado, tal vez tres o cuatro. Por aquel entonces, seguía yo bailando el bolero en distintos y muy célebres salones mundanos, procurando romper corazones y a la vez guardar a buen recaudo el mío. Para entonces yo ya había decidido ser como otras damas que veía a mí alrededor. Como madame de Staël, por ejemplo, o como la condesa de Genlis. Ellas, al igual que otras muchas mujeres de mundo, abrazaban con gran entusiasmo el romanticismo tan en boga, pero lo hacían protegiendo siempre su corazoncito. Lo que quiero decir es que estaban casadas con hombres que no las merecían en absoluto, pero que, en cambio, una vez conseguido un heredero de su nombre, les dejaban libertad para buscar amores más allá de su dedo anular izquierdo, ése en el que, en Francia, se porta la alianza de matrimonio. Porque ¿acaso esto no era París? ¿No estábamos en la bella Francia, donde, en palabras de uno de sus más eminentes pensadores, «entre la gente humilde es fácil encontrar buenos matrimonios, pero entre la gente de calidad no se conoce ni un solo caso de afecto personal»?
Si algo caracterizaba, según este noble pensador, a la alta sociedad francesa era su capacidad de nadar y guardar la ropa en lo que se refiere a cuestiones sentimentales. Muy bien; eso mismo haría yo, me dije. Quizá el mejor amor al que pudiera aspirar una muchacha como yo fuera el
amour fou
, el amor loco. ¿Ese que lucha contra todo y contra todos hasta imponerse?, preguntará aquí el amable lector. No; en absoluto. Estamos en la bella y cínica Francia; por amores locos me refiero a los incandescentes, los deliciosos amores clandestinos que pueden vivir y disfrutarse desde la muy segura (y también muy respetable) atalaya del matrimonio. Porque cualquier muchacha soltera de entonces sabía que, en París, ese apreciado atributo al que llaman «el honor de una mujer» sólo había de conservarse intacto hasta el momento de subir al altar. Cuando se bajaban los peldaños del mismo, ancha es Castilla, y mucho más aún los verdes prados de Francia.
Una vez que hube tomado esta prudente determinación y como si un muy sensato Cupido hubiera escuchado mis plegarias, apareció en mi vida el segundo Jean del que antes hablaba. Y, como si el destino se hubiera propuesto compensarme de mi anterior fracaso por culpa de mi falta de alcurnia, Jean-Jacques resultó ser (casi) de tan buena cuna como mi amado Laborde. Cierto es que no pertenecía a la antigua nobleza de espada como él, sino a la nobleza de toga como madame Boisgeloup, pero, en cambio, a sus veintisiete años poseía una carrera brillante: era consejero del Rey en el Parlamento de París.
No obstante, antes de hablar más extensamente de mi matrimonio he de consignar que el año de gracia de 1787, además de la aparición de tan sensato Cupido, trajo otra visita tan fugaz e inesperada como bienvenida, me refiero a la de mi padre, Francisco Cabarrús, acompañado del señor Moratín. Hay que decir que, en los dos años que llevaba yo alejada de mi querida casa de Carabanchel, la fortuna familiar había crecido considerablemente. El Banco de San Carlos se había convertido en ese tiempo en una muy sólida piedra angular de la economía española, y la innovadora idea de mi padre de crear unos vales con interés anual logró devolver la confianza a los mercados. Tal era la fama de la que gozaba que ésta logró traspasar las fronteras e interesar al mismísimo Gobierno francés. Francia, decían todos, atravesaba una muy difícil situación económica, y personas cercanas a Luis XVI le habían hablado de «cierto ilustre hijo de Bayona que, con su espíritu emprendedor y su osadía financiera, había creado un moderno banco pionero en su estilo en casi toda Europa» (esto es, una vez más, madame Boisgeloup
dixit
).
Sea como fuere, la visita de papá y del señor Moratín fue muy breve. Sospechosamente breve, en realidad. Más tarde se diría que fueron sus «hermanos masones» los que organizaron el viaje de mi padre para contrarrestar con su presencia el negativo influjo que en Francia estaba teniendo la publicación de un escrito contra su persona, puesto en circulación por mi conocido y después amigo el conde de Mirabeau. Otros, por el contrario, sostuvieron que mi padre vino a Francia para ayudar al desorientado Gobierno francés a encontrar salida a la crisis en la que estaba inmerso. Yo de esto nada sé. Sólo recuerdo que en su corta visita encontré cambiado a mi padre. Era ahora un hombre triunfador, y así lo proclamaban sus ojos chispeantes y sus gestos enérgicos, pero había perdido aquella belleza varonil que yo tanto amaba de niña. Se parecía ahora y alarmantemente a ese caballero ovoide y blancuzco que inmortalizaría años más tarde don Francisco de Goya en uno de sus cuadros menos artísticos.
Respecto del propósito de su viaje, me gustaría mucho poder decir que sé a qué se debió, pero lo cierto es que, por más que intenté escuchar con todo cuidado detrás de las puertas, nada llegué a averiguar. Oía palabras sueltas como «logia», «fraternidad», «hermandad» o «progreso», pero ni madame Boisgeloup ni mi buen amigo el señor Moratín quisieron satisfacer en modo alguno mi curiosidad. La primera me despachó diciendo que había cosas que era mejor que las niñas no supieran; el segundo sólo me miró con su sonrisa triste de siempre y prometió a la primera oportunidad llevarme a pasear por el Palais Royal. No hubo ocasión, sin embargo. Esta vez, y muy a mi pesar, no hubo caminatas juntos ni buenos consejos, ni confidencias sobre el amor y otros tormentos. Posiblemente la presencia de mi padre hiciera a mi amigo mostrarse aún más reservado de lo que era ya por naturaleza. Sólo en la despedida, cuando me acerqué a desearle buen viaje antes de que subiera al carruaje, me miró con esos ojos suyos apesadumbrados pero al mismo tiempo tan tiernos. «Se avecinan tiempos difíciles –me dijo–, tiempos de valientes. Pero tú lo eres, Teresita. Aun así, te ruego que tengas mucho cuidado».
Iba a preguntarle qué quería decir con aquellas extrañas palabras, pero no pude hacerlo. Mi padre le apremiaba desde dentro del carruaje.
–Adiós, hija mía –dijo–, y no olvides escribir cada semana. Tu madre y yo queremos saber todo lo bueno que pasa contigo en esta ciudad. Especialmente –añadió guiñando un ojo– en lo que se refiere a temas casamenteros.
Con tristeza los vi partir. Más tarde se llegaría a decir que la razón de este viaje de ambos a Francia estaba relacionada, conspiraciones políticas aparte, con ciertas negociaciones para procurarme un marido «conveniente». Con sinceridad, no creo que así fuera, porque Jean-Jacques entró en mi vida un par de meses después de esta visita y lo hizo del modo más casual. O tal vez no. Tal vez esté del todo equivocada y sí hubiera un plan organizado detrás de ello. La figura de mi padre siempre fue para mí un enigma, una vida tan pública la suya y al mismo tiempo tan desconocida para sus más allegados. Quién sabe, me dije entonces, tal vez el mundo de los mayores fuera así, extraño y secreto. Y en cuanto a las palabras del señor Moratín antes de partir: ¿a qué se refería con aquello de que se avecinaban tiempos de valientes? Todo el mundo hablaba entonces de que se aproximaban por el horizonte oscuros nubarrones, pero a los ojos de una niña de casi catorce años con el corazón partido, las únicas nubes negras que vislumbraba eran aquellas que oscurecían su triste y perdida historia de amor con Jean-Alex Laborde.
Como ya había empezado a apuntar más arriba, el año 1787 trajo dos visitas, o, mejor dicho, tres. La de mi padre y el señor Moratín por un lado, y la de un muy sensato Cupido, por otro. Y este último no vino acompañado ni de música de violines ni de coros celestiales ni de dolorosas flechas. Al contrario, apareció en mi vida una tarde de otoño sin ninguno de sus proverbiales atributos y armas. Se trataba en esta ocasión de un joven de aspecto agradable y modales correctos. Tenía el pelo rojizo y la mirada entre desafiante y desconfiada de quienes saben que su posición en la sociedad, sin ser de primer rango, es confortable y goza de un cierto prestigio. No era ni demasiado inteligente ni demasiado torpe, ni guapo ni feo, ni alto ni bajo, «una perfecta medianía, pero una medianía cómoda». Eso me dijo un día madame Boisgeloup a propósito de él: «Y la comodidad, niña, es algo muy agradable con lo que convivir transcurrido algún tiempo. Porque los maridos, por si no lo sabes,
ma belle
, son como el calzado. Entre un bello zapato de fiesta de puntera y tacón fino y una pantufla, todo el mundo prefiere en principio lo primero, ¿verdad? Sin embargo, a la larga, te aseguro, son más felices los que eligen pantuflas. De hecho, esto es algo que las mujeres deberíamos aprender de los hombres. Mira a tu alrededor y lo comprobarás. Si funcionan tan bien los matrimonios de conveniencia es precisamente por eso. Ellos procuran elegir entre las candidatas "convenientes" a las más confortables, las más cómodas, las más "pantuflas". Y es que la belleza, el desasosiego, en otras palabras: la dulce tortura de una horma difícil, ya la buscan ellos fuera del matrimonio. Nosotras, por nuestra parte y si somos inteligentes, niña mía, deberíamos, dentro de nuestras más limitadas posibilidades, hacer otro tanto. Y Jean Devin de Fontenay es sin duda un buen ejemplo de ello».