De toda esta conversación entre burocrática y familiar yo sólo retuve una palabra de la que ya he hablado al amable lector con anterioridad, me refiero a
rapiotage
. «¡Dios mío!», pensé temblando de pies a cabeza, porque si durante mi primer cautiverio, en la fortaleza de Hâ, había tenido la suerte de librarme de semejante humillación, nada hacía presagiar que ahora iba a ser tan afortunada. Como se recordará, dicha «operación» consistía en que, al ingresar en la cárcel, lo primero que se hacía era someter a los prisioneros a una concienzuda exploración íntima para comprobar que no llevaban escondidas monedas ni joyas. El cacheo de los hombres, así como el de las mujeres no muy agraciadas, solía ser benévolo; o si no benévolo, al menos no tan humillante. No se les desnudaba, sino que debían, simplemente, levantarse la falda o bajarse los pantalones. Después de introducirles bien un dedo o bien otro utensilio adecuado para comprobar que estaban «limpios» se les permitía seguir adelante en su vía crucis camino de la celda. En cambio, cuando se trataba de alguien como Frenelle o yo...
–¡A ver, vosotras, venid aquí! –gritó, señalando con la barbilla hacia donde ambas nos habíamos fundido en un emocionado abrazo–. ¿No estáis acaso felices de haberos encontrado en este agradable hotel? ¡Qué dos amigas tan guapas! Venid con papá, vamos a jugar un poco a
cache-cache
.
Quien así se dirigía a nosotras era el mismo ciudadano que me había recibido a la puerta, el tal Pierrot. Nos condujo entonces por un estrecho pasillo mal iluminado y luego, con una reverencia burlesca, abrió una puerta para introducirnos en una estancia grande de paredes desnudas. Ahora, a la mortecina luz de la lámpara que allí había, pude fijarme en más detalles de su persona. Debía de tener unos treinta años, pero la vaharada maloliente en la que yo había reparado en nuestro encuentro venía sin duda propiciada por una boca llena de dientes cariados, así como por el sudor que empapaba sus ropas. Sudor, por cierto, que él se secaba a intervalos con el enorme gorro frigio que llevaba sobre la cabeza.
–Adelante,
ma colombe
–le dijo a Frenelle–, quítate toda la ropa, papá Pierrot está deseando ver qué esconde tan lindo envoltorio. Y tú también,
ma belle
–continuó dirigiéndose a mí–. A ver cuál de estas palomitas es más veloz en quedarse desnuda.
Poco a poco Frenelle y yo nos fuimos despojando de lo que llevábamos puesto; primero de nuestros vestidos, después de las enaguas, las medias, las camisas interiores. A pesar del calor reinante temblábamos y yo procuré mirarla para infundirnos valor. Fue así, buscando desesperadamente la mirada cómplice de Frenelle, que mis ojos cayeron en una mujer, una
tricoteuse
que había al fondo de la estancia afanada en su revolucionario e implacable trabajo de hacer calceta mientras cumplía con su deber de vigilante. Su cara me era familiar, pero era tal mi estado de ánimo que no lograba acordarme de qué la conocía. Ahora estábamos Frenelle y yo desnudas delante de aquella gente, ocho hombres y la mujer. «¡Que se besen! –dijo uno de los tipos–. ¡Sí, que se besen mientras nosotros procedemos a hacer nuestro trabajo! júntalas y que se abracen». El tal Pierrot me asió entonces por detrás, un segundo carcelero hizo otro tanto con Frenelle y en ese momento sentí un dolor agudísimo que me taladraba las entrañas y pude notar el calor húmedo de un hilo de sangre correr por mis piernas abajo. Al mismo tiempo, como en un baile grotesco, tenía muy cerca la cara de Frenelle; tanto, que podía sentir su aliento junto a mi oído. «¡Que se besen! ¡Que se besen!», canturreaban aquellas voces. Creí que iba a desmayarme, pero cejó de pronto el dolor. Aquel hombre había terminado su labor de registro íntimo. ¿Pero cuántos más esperaban para deleitarse conmigo en esa humillante ceremonia? En ese momento, cuando esperaba un segundo embate, Frenelle acercó sus labios a mi cara y pronunció un nombre: «Mathilde». Tardé en entender lo que decía. Lo comprendí sólo cuando, terminado el registro del segundo carcelero, se me permitió tener un breve descanso. La mujer que tricotaba, sí, aquella ciudadana, había sido en tiempos ayudante de cocina en nuestra casa de Fontenay-aux-Roses. Lancé entonces hacia ella una mirada llena de desesperación. «Mathilde –dije muy bajo para que no me oyeran los demás–. Mathilde, por amor del cielo...». Ella, por un instante, me miró sobresaltada. Pude descubrir entonces un atisbo de conmiseración en sus ojos, pero fue sólo un segundo. Inmediatamente, como quien intenta espantar un pensamiento que le es desagradable, o peor aún, como quien aventa una mosca inmunda, dejó aletear una mano ante sus ojos y toda conmiseración se desvaneció. Con febril determinación la vi retomar su labor de punto, haciendo entrechocar de forma cada vez más veloz las agujas mientras un tercer carcelero se acercaba a mí por detrás. «¡Mueran los aristócratas! –gritó, y su voz fue secundada por la de todos los demás–: ¡Sí, que mueran! ¡Que mueran!».
D
icen los estudiosos que los treinta y tantos días que me dispongo a narrar son de los más notables ejemplos de fulgor y muerte que ha dado la Historia y de los que mejor sintetizan la idea de cómo se puede pasar de la gloria al oprobio en pocas horas. Frenelle y yo fuimos detenidas a principios de junio, y sucedió que mientras nos reponíamos de la operación de
rapiotage
, mientras aprendíamos a convivir con los gusanos y las ratas que infestaban nuestra celda a la espera de lo que nos deparase el destino, Robespierre por su parte ultimaba los detalles de lo que él creía su gran jugada maestra. Todo había comenzado un mes atrás, el 7 de mayo, cuando pronunció en la Convención un hermoso discurso en el que invitaba a todos a «reconocer la existencia de un Ser Supremo y por tanto de la inmortalidad como potencia conductora del Universo».
Nunca había pronunciado un discurso tan inspirado, tan bello y en el que, de dogmático y turbio, logró convertirse en poeta e idealista. Según explicó a los diputados, su idea era crear una religión nueva que se elevara por encima no sólo del cristianismo rancio y adorador de imágenes, sino también del ateísmo materialista que, en su opinión, embrutecía al hombre. Con vibrantes palabras destinadas a demostrar lo sensible que era, Robespierre aprovechó para hacer otra jugada de consumado tahúr, una más: arremeter contra un personaje que, junto con Tallien, se estaba volviendo demasiado «visible» en la Asamblea. Se trataba del «ametrallador» de Lyon, el hombre que, hasta hacía muy poco, se había ocupado con gran eficacia de devolver dicha ciudad a la obediencia revolucionaria a base de guillotinar y masacrar incontables personas.
Sin embargo, últimamente y a ojos de Robespierre, Fouché se había vuelto tibio y demasiado crítico de sus métodos y, sobre todo, de su persona. Había, por tanto, que hacerle ver su «equivocación», y para lograrlo nada mejor que atacarle directamente en medio de tan brillante discurso: «Dinos, Fouché –exclamó el Incorruptible–: ¿Quién te ha encomendado la misión de anunciar al pueblo que no existe ninguna deidad? ¿Cómo osas echar encima de la Naturaleza un manto mortuorio, o hacer más desesperante la desgracia, disculpando el crimen y oscureciendo la virtud? Sólo un criminal despreciable ante sí mismo y repugnante a los demás puede creer que la Naturaleza no nos puede ofrecer nada más bello que la nada».
Un inmenso aplauso premió tan inspirado discurso. Sí, era magnífica la idea de Robespierre de honrar a un Ser Supremo, uno que sirviera para redimir de tanta sangre a la patria, por lo que decidieron apoyar la moción con entusiasmo. El gran perdedor de la jornada, naturalmente, era ese hombre de aspecto insignificante y un tanto infantil al que Robespierre había dedicado tan duras palabras. Joseph Fouché se había encogido en su asiento hasta casi desaparecer, se había quedado mudo y se mordía los labios. Durante los próximos días nada se supo de ese oscuro ex seminarista que hasta entonces había tenido el don de adivinar cuándo estaban a punto de cambiar los vientos. Tan raro don era el que lo había convertido, primero, en seminarista, luego en carnicero de Lyon, y ahora en moderado, pero tal vez en esta última apuesta se había precipitado un tanto. Porque bastaba recordar cómo acabaron Danton y los demás indulgentes para saber que, si bien la Convención temía e incluso odiaba a Robespierre, puesto que comenzaba a estar ahíta de sangre y muertos, era muy peligroso precipitarse. Por eso, este oscuro personaje, uno de los más astutos y notables de su tiempo, tras el ataque directo del Incorruptible decidió callar y morderse los labios a la espera de un momento más propicio. Paciencia, se dijo.
Por su parte, Robespierre, una vez propinado un puntapié público a tan pequeño enemigo, olvidó a Fouché. Tenía otras cosas más importantes y bellas en que pensar, como la preparación de una gran fiesta en honor a la nueva deidad que acababa de inventar, el llamado Ser Supremo. En ella, con todo boato y pompa, pensaba lograr que se honrase a una deidad difusa y roussoniana, pero era en realidad a otro dios a quien tenía proyectado subir a los altares: a Maximilien de Robespierre.
El 20 de Prairial (8 de junio), día elegido para la fiesta, amaneció glorioso. Yo, desde mi ventanuco de la prisión de La Force, no pude verlo, pero cuentan que la primavera resplandecía en todo París, como queriendo demostrar que, en efecto, era aquél un día extraordinario.
Se había preparado para la celebración un gran talud de tierra de unos cincuenta metros de altura que se decoró con motivos vegetales de modo que simulara una magnífica montaña artificial. Primero se procedió a cantar La Marsellesa y, a continuación, el Himno al Ser Supremo, entonado por un coro de nada menos que dos mil cuatrocientas personas. Una vez terminada tan bella coral, con los últimos compases del himno apareció el Incorruptible. Iba vestido con una exquisita casaca azul pálido (su color favorito) y lucía banda tricolor y sombrero con grandes plumas, aunque con las prisas de última hora olvidó un elemento fundamental de su puesta en escena: un inmenso ramo de flores silvestres que la hija de su casero, el señor Duplay, había preparado para que él lo ofrendase en el altar del Ser Supremo. Detrás de Robespierre podía verse a los delegados de la Convención; cada uno de ellos portaba en sus brazos gavillas de trigo, que simbolizaban la fertilidad, la abundancia y también la pureza de la República. Todos mostraban un aire muy solemne. «¡Franceses republicanos! –comenzó diciendo entonces Robespierre–. ¡En vosotros está purificar la tierra que ha sido mancillada y devolver al planeta la justicia que de él ha sido desterrada!».
Con estas y otras emocionadas palabras continuó su discurso hasta concluir la ceremonia (bastante larga, por cierto). Antes del final, con una antorcha flamígera en las manos, el Incorruptible acercó ésta a una gran esfinge que representaba el Ateísmo y que ardió por los cuatro costados. Entonces (unos dicen que con el más puro color blanco y otros que bastante chamuscada por las chispas y el humo) emergió de entre las cenizas otra estatua escondida allí: la de la Sabiduría. Por fin, después de más cánticos y discursos, Robespierre descendió del talud o montaña artificial abriéndose paso entre una marea de patriotas ataviados con ropas tricolores, y aunque podían oírse ciertos comentarios chuscos ante todo aquel espectáculo rimbombante y alguna que otra risita, nada logró aguar la fiesta al Incorruptible, que proclamó aquel día «por siempre bendito».
Mientras tanto, al tiempo que se extinguían los ecos de la fiesta que casi había convertido a Robespierre en dios, Fouché se movía en la sombra comenzando a buscar aliados que le ayudasen a acabar con aquél que lo había humillado en público y, de paso, según sus propias palabras, «acabar también con la orgía de sangre en la que Robespierre había convertido a la República». Y en esta empresa encontró en Tallien un aliado perfecto. El primero, es decir, Fouché, era un hombre de pensamiento al que gustaba mantenerse en la sombra y mover desde allí los hilos; el segundo, Tallien, era alguien a quien Robespierre había herido en lo más profundo al meter en la cárcel a quien más amaba. A partir de entonces, ambos empezaron a buscar alianzas intentando convencer a los otros miembros de la Convención de que la situación actual de megalomanía y muerte era insostenible. Sin embargo, la gran paradoja de aquel momento histórico era que, a pesar de que para el ciudadano normal el terror reinante había convertido su vida en un infierno, las noticias de los diferentes frentes que Francia tenía abiertos contra las potencias extranjeras eran cada vez mejores. El 26 de junio en Fleurus, por ejemplo, el general Jourdan, gracias a un modernísimo sistema de observación (subió a un globo aerostático para desde allí dirigir a sus huestes), había logrado derrotar por completo a los austríacos. Mientras tanto, otros escuadrones avanzaban con éxito sobre Bélgica y también sobre Holanda.
Como es lógico, los éxitos militares eran bienvenidos por todos, pero a su vez servían para afianzar en el poder a Robespierre al tiempo que hacían funcionar aún con más presteza la guillotina, que necesitaba segar más y más cabezas, las de todos aquellos sospechosos de actuar como realistas, contrarrevolucionarios y por tanto enemigos de los intereses de la República. Vista esta situación, Fouché y Tallien intentaron explicar a los miembros de la siempre dividida Convención que los éxitos militares no sólo contribuían a afianzar a Robespierre, sino que, además, los hacía a todos aún más vulnerables a las iras del Incorruptible. «Es cada vez más necesario –les hizo saber Fouché a los atemorizados representantes de la Convención– agruparnos, defendernos, y como hacen los caballos acosados por los lobos: cocear».
Durante varios días ambos hablan, conspiran, conminan. Y cuando el temor a Robespierre parece no funcionar como acicate, utilizan la ambición. «Está claro –insisten tanto Fouché como Tallien–, que cuando logremos acabar con el Terror de este hombre, el poder pasará automáticamente a nuestras manos, porque la Convención representa no sólo al pueblo, sino sobre todo a esta magnífica República que hemos creado para ejemplo de la humanidad».
Al principio, estos argumentos encontraron cierta reticencia, pero, poco a poco, comenzaron a ganar adeptos, porque lo cierto es que el Incorruptible había herido u ofendido a todos. Además, resultaba ya imposible vivir por más tiempo con el alma atenazada por la incertidumbre de dos preguntas que eran, sin distinción, una constante en la vida de todos los habitantes de Francia: ¿llamarán esta noche a mi puerta? ¿Será la mía la próxima cabeza en caer?