–¿A qué te refieres con eso de que al enemigo hay que derrotarlo con sus propias armas? –preguntó Frenelle, tuteándome ya por fin e incluso obviando por una vez el suculento tema del chocolate.
–Te lo iré explicando poco a poco para que no te escandalices demasiado. Tú, de momento, ocúpate de pedirle a esa amiga tuya, Nini...
–¿Nini la Pelirroja?
–Sí, querida, la que «trabaja» cerca del parque. Dile que nos venda sus enaguas, sus corpiños más indecentes y dos pares de sus medias rojas. Y por favor, conmínala a que no diga una sola palabra a nadie. A cambio, puedes asegurarle que le pagaremos bien. Yo me ocupo del resto.
–Miedo me das, Teresa...
–Babette –respondí–, a partir de ahora me llamo Babette Cinco Leguas y tú, Madelon, por ejemplo.
–¿Y a qué viene eso de las cinco leguas?
–No tardarás en saberlo,
ma chére
...
Salimos de Burdeos no de noche sino a plena luz del día para no despertar sospechas, tal como si fuéramos a dar un paseo a caballo. Los amables ciudadanos que se asomaban a sus ventanas para saludar o agradecer mi ayuda en favor de alguno de sus allegados se habrían sorprendido enormemente de saber que, bajo nuestros capotes de paseo, llevábamos alegres corpiños más propios de una ramera que de Nuestra Señora del Buen Socorro, enaguas de colores como las que usan las zíngaras, medias rojas y también cascabeles en los zapatos y esclavas en los tobillos. Sí, con estas únicas armas emprendimos Frenelle y yo un viaje que iba a durar tres días con sus noches. Sobre lo que aconteció durante el camino, mi hija María Luisa insiste en que corra eso que los castizos llaman un tupido velo, o mejor aún, que mienta. «Por tu bien, mamá, y por el de todos nosotros, tus hijos, sáltate esta parte, te lo suplico. Además, ¿qué aporta a tu historia lo que pudo suceder en la ruta? Nada en absoluto, se trata sólo de una escena de tránsito y sin consecuencias para lo que se narra más adelante. ¿A quién puede importarle el uso que Frenelle y tú hicisteis durante esos tres días de, cómo decirlo, de vuestras enaguas, esclavas o corpiños?».
Comprendo lo que dice mi pequeña María Luisa. A ella, como a todas las muchachas de esta época tan pacífica y por tanto pacata y puritana que le ha tocado vivir, le avergüenzan ciertas escenas de las que llaman «de cama». Más aún si éstas no tienen lugar entre mullidos colchones, sino en lugares mucho más incómodos y miserables como pajares o cunetas y tienen a su madre como protagonista. Está bien, hija mía, procuraré ahorrarte ciertas circunstancias. Pero lo que no me resigno a omitir es de qué modo surgió el apodo de Babette Cinco Leguas y cómo hice uso de ese nombre; creo que tu puritana censura no se verá agraviada por esta curiosa historia.
Corría por aquel entonces la leyenda de que había habido una ladrona gitana de nombre Babette que, junto con su hermana gemela, murió una noche de luna a manos de los forajidos. Se decía que aquellas dos muchachas habían perecido a cinco leguas de distancia de su campamento, pero que antes de expirar alcanzaron a echar una maldición a sus asesinos. Por lo visto, desde ese día y siempre según la leyenda, las dos mujeres salían al paso de los
sans-culottes
, ladrones o viajeros para pedir su protección durante cinco leguas, exactamente cinco. La historia tenía todo el aspecto de ser falsa. Con la cantidad de muertes y violaciones que se producían en los caminos de Francia, lo más normal era que la ruta estuviese infestada de fantasmas y almas en pena como la tal Babette Cinco Leguas, pero aun así no era cuestión de desaprovechar aquella leyenda llena de posibilidades. He aquí como Frenelle y yo nos valimos de aquellos fantasmas para caminar a salvo muchas más leguas que cinco.
Después de viajar un largo trecho sin contratiempos, llegó el momento de atravesar una región especialmente peligrosa. Era una noche de luna clara y Frenelle y yo viajábamos envueltas en nuestros capotes. Así pudimos ver cómo en un recodo del camino, y apenas disimulados entre los arbustos, acechaban dos hombres que no tardaron en salirnos al paso deteniendo nuestras cabalgaduras.
–Déjame hablar a mí y no digas ni una palabra –le susurré a Frenelle mientras se acercaban, y ella se envolvió aún más en su capote de viaje. Temblaba.
–¿Quién va? –dijo uno de ellos. Y pude ver que se trataba de un hombre alto y malencarado con una cicatriz que le atravesaba el rostro. Me apresté a responderle y alzando la voz declaré:
–Somos las sin nombre.
El tipo aquel lanzó un juramento al tiempo que decía:
–¿Y qué queréis decir con eso? Hablad, porque vuestra vida nada vale, a menos que tengáis algo que nos merezca la pena.
Yo entonces descubrí mi cara, que resplandecía muy blanca a la luz de la luna, y lo miré sonriente al tiempo que hacía brillar y tintinear las pulseras que adornaban mis muñecas.
–Cinco leguas –dije–. Tu vida por cinco leguas.
Vi entonces cómo aquel hombre palidecía y se echaba hacia atrás. Su compañero, en cambio, que era más joven y burdo, no se amilanó. Fue hacia mí haciendo ademán de desmontarme de mi cabalgadura. Casi lo había conseguido cuando de un puñetazo lo derribaron y rodó al suelo. Era su compañero, el de la cicatriz, quien así procedió, y cuando el agredido ya se disponía a ir hacia él desnudando la hoja de su cuchillo, el primero alzó su mano al tiempo que decía:
–Desgraciado, ¿no te das cuenta? Es ella, Babette.
Nunca un nombre sonó tan dulce a mis oídos: Babette. Y ni siquiera había hecho falta que yo lo pronunciase en ningún momento para que el fulano de la cicatriz temblara de pies a cabeza. Su compañero, para quien sin duda el nombre no significaba nada, intentó replicar, pero era evidente que, de los dos, el de la marca en la cara era el jefe. Por si podía servir de algo, en ese momento yo abrí mi capote y permití que la luna descubriera el resto de mi atuendo de zíngara: la camisa muy blanca y vaporosa abierta hasta el pecho, el corpiño lleno de cintas, las esclavas de mis tobillos, las enaguas de colores, las medias rojas...
Ignoro si aquella cicatriz que el hombre tenía en la cara estaba relacionada de algún modo trágico con la tal Babette y hubiera sido una torpeza por mi parte preguntárselo. Lo que sí sé es que esa noche Frenelle y yo viajamos no cinco, sino muchas leguas más escoltadas por dos forajidos. Por fin, cuando vi que las luces del alba podían quebrar el hechizo, miré al hombre y, señalando un bosquecillo próximo, dije con mi mejor voz de ultratumba: «Babette ha llegado a su casa». Nos despedimos y ésa fue la última vez que los vi, a él y a su camarada. Ahora que soy vieja puedo decir que nunca en toda mi vida he viajado en tan silente, segura y respetuosa compañía, de modo que Dios (o la diosa Razón) bendiga a la tal Babette dondequiera que esté. Yo no creo en los fantasmas, pero desde aquel viaje les estoy enormemente agradecida.
Por desgracia, no todas las compañías indeseadas que encontramos en nuestro camino eran tan crédulas como aquellos dos ladrones. Otros tipos con los que tropezamos después se mostraron más difíciles de contentar hasta que esta «fantasma» servidora de todos ustedes no tuvo más remedio que mostrarse más carnal y hacerles comprender que tanto Frenelle como yo estábamos dispuestas a compartir con ellos una jarra de mal vino e incluso su jergón de paja si era menester. Ésta es, naturalmente, la parte del viaje que mi hija María Luisa desea que omita. ¿Te escandalizas, pequeña mía? ¿Te produce rubor y pena imaginar a la muy respetable marquesa de Fontenay, más tarde madame Thermidor y luego princesa de Caraman-Chimay como una vulgar ramera? He aquí sin duda la mayor dificultad con la que se encuentra un cronista cuando habla de tiempos duros o simplemente pretéritos. Quien lee, juzga siempre desde la atalaya de su cómoda vida presente, tan ordenada, tan entre algodones. Aquellos eran tiempos rudos, María Luisa, y las cosas que ocurrían eran igualmente rudas. Tanto como favores y besos vendidos por un mendrugo de pan o por un salvoconducto. Tanto como tres noches en pajares y cunetas abrazadas Frenelle y yo a cuerpos empapados en alcohol y llenos de piojos. Tanto como bailar desnudas para agradar a un posadero. Tanto como... Rellene el amable lector los puntos suspensivos con su imaginación. Nada de lo que alcance a elucubrar será tan sórdido como lo que vivimos mi amiga y yo en aquel viaje.
F
ontenay-aux-Roses estaba más hermosa que nunca. O tal vez fueran los ojos de quien mucho ha tenido que penar para llegar allí los que la embellecían. Sea por la razón que fuere, aquella casa en la que durante mi matrimonio yo había sido (casi) feliz se me antojó el paraíso. La temprana primavera de 1794 estallaba en cada macizo de hortensias, en cada parterre de rosas, en cada brote de hiedra tierna, mientras que la casa, a pesar de haber estado cerrada durante tanto tiempo, conservaba intacto ese encanto que la había hecho célebre entre mis antiguos amigos. A medida que Frenelle y yo nos acercábamos al edificio principal por el camino lleno de maleza, no podía evitar el recuerdo de aquellas ya lejanas meriendas sobre la hierba, los helados de leche fresca, las conversaciones indolentes, los amores despreocupados. Sí, todos los fantasmas de pasadas glorias estaban allí, muy vívidos, saludando a aquella Babette vestida de zíngara con el cuerpo y el alma magullados pero feliz por estar de nuevo en el jardín del Edén del que un día fuera expulsada.
Después de abrazarnos con Bidos, que también había llegado sano y salvo, lo primero que hicimos tras desembarazarnos de nuestros capotes de viaje fue recorrer una a una las estancias, abrir las ventanas, dejar que la luz y la vida volvieran a iluminar aquellas habitaciones dormidas, riendo como dos niñas. Al cabo de unos minutos, me volví alegremente hacia Bidos para preguntarle qué noticias había de Tallien, y aunque me respondió que ninguna, yo no estaba dispuesta a que nada me robara el delicioso placer de despertar a Fontenay-aux-Roses, que, al conjuro de nuestras risas y como esas casas encantadas de los cuentos, poco a poco empezaba a desperezarse, a volver a la vida. Fue sólo varias horas más tarde, después de darme un buen baño y comer algo, cuando volví a pensar en Tallien y decidí enviarle unas líneas. No tener noticias suyas era sin duda un mal presagio, pero no permití que ninguno de mis temores se trasluciera en aquella corta misiva. En ella le decía escuetamente y con el aire más despreocupado y ligero posible que estaba ya en Fontenay, que había llegado sin demasiados contratiempos y que esperaba su visita.
Tallien acudió no a la mañana siguiente, como yo había previsto, dada su devoción por mí, sino dos días más tarde, y en cuanto lo vi me di cuenta de que algo en él había cambiado. Me abrazó con gran ternura, es cierto, y me cubrió de besos y de bellas palabras como era habitual. También el timbre de su voz mantenía ese mínimo temblor reverente que no podía controlar al hablar conmigo, y sus manos al rozarme eran tan trémulas y devotas como siempre lo habían sido. Sin embargo, a la extraña turbación que le causaba mi presencia había que añadir ahora algunos nuevos desasosiegos. Se le veía encogido, amedrentado. Aquel arrojo que le llevaba a desafiar a la autoridad para complacerme y que yo llegué a confundir con gallardía había desaparecido por completo. En su lugar encontré a un hombre vacilante, desconfiado, que parecía mirar con recelo hacia un lado y otro, y esta nueva actitud dominaba todos sus actos. Yo quería, por ejemplo, que nos sentáramos a departir en la biblioteca ante un gran ventanal desde el que podía verse el jardín lleno de flores, pero él insistió en hacerlo en un sitio más recogido. «Uno más seguro», dijo, y luego, como quien teme que las paredes oigan, en voz tan pausada como baja fue contándome detalles de todo lo que había pasado en París en las últimas semanas.
Habló de sus esfuerzos como presidente de la Convención por defender la vida de los indulgentes y en especial la de Danton. «No sabes en lo que se ha convertido la Asamblea, Thérésia. Cualquier cosa que uno diga se estrella irremediablemente con dos inexpugnables muros. Primero, contra la oratoria de Robespierre, que exhibe siempre, tras sus palabras, la amenaza de la guillotina. Y segundo, contra el miedo pánico que le profesan todos los diputados y que les obliga a apoyar sin reservas cualquier consigna que él dicte, cualquier disparate con tal de conservar la cabeza sobre los hombros».
–Y lo peor de todo, Thérésia –continuó diciendo Tallien mientras tomaba mi mano entre las suyas sudorosas–, es la forma en la que «él» mira. O peor aún, cómo mira a través de una persona fingiendo no verla, porque ésa es la señal de que pronto asestará un nuevo golpe. Y ahora, desde hace unos días, noto que «él» me ignora, que pasa por mi lado hablando con otros al tiempo que deja, sólo por un segundo, que resbalen sobre mí sus ojos duros y brillantes como dos escarabajos. Él...
He observado que cuando las personas, y en especial los hombres, utilizan sólo un pronombre para hablar de alguien, significa una de estas dos cosas: que sienten por él o ella una gran veneración o bien un gran temor. Dicho pronombre personal no podía referirse, naturalmente, a otro que al Incorruptible, el hombre más temido de Francia, ese que, invocando a la Virtud, hacía caer una y otra vez la hoja de la guillotina. Tallien pasó un dedo trémulo entre el cuello de su camisa como si éste le oprimiera y luego continuó:
–Pero lo peor de todo son ciertas palabras que han llegado a mis oídos ayer mismo. Siempre hay un buen amigo o un mercachifle de malas noticias que le cuenta a uno estas cosas, mi bien. «Ese Tallien me da escalofríos», dicen que dijo el otro día a la salida de la Convención. Y esas palabras, Thérésia, en sus labios son tanto como una sentencia de muerte.