Yo le escuchaba con suma atención, pero al mismo tiempo era víctima de sentimientos contradictorios. Por un lado, existía en mí el inevitable temor de lo que podía significar para ambos estar en el punto de mira del Incorruptible, pero por otro no podía evitar sentir de pronto hacia Tallien un cierto desprecio por su miedo, por su debilidad. Qué extraños son los afectos, me decía mirando aquel rostro y aquel cuerpo rudo que tantas veces había abrazado, qué caprichosos e imprevisibles pueden ser a veces los sentimientos que nos hacen, en según qué ocasiones, amar a la persona más inadecuada, incluso, como en mi caso, a un canalla, a un ladrón o un asesino. Hasta que un buen día, y nadie sabe por qué, el encanto se quiebra y entonces esa persona nos parece aún más despreciable de lo que ya es no por sus pecados, que siempre conocimos, sino precisamente por el hecho de haberla amado, o al menos de haberla deseado. Y es que todos creemos que se ama a alguien por sus virtudes o por sus atributos, sean éstos físicos o morales, pero es mentira. jamás se ama o se desea a alguien por sus virtudes, por muy grandes que éstas sean, sino siempre a pesar de sus defectos.
Huelga decir que estas dos últimas reflexiones no las hice en ese momento. A los veinte años no se conoce del amor nada más que sus impulsos, a los que yo me entregaba sin hacer preguntas. Pero lo que sí puedo afirmar es que, de pronto, esa mañana noté claramente cómo cambiaban mis sentimientos hacia Tallien. Lo vi empequeñecido, más bajo y mucho más ruin. Ahora que soy vieja sé que existe en nuestras vidas, y sobre todo en nuestros afectos, un extraño dispositivo, algo así como una llave de paso que hace que todo cambie en un segundo, bien encendiéndose de pronto una llama, bien apagándose para siempre. Pasado el tiempo, uno puede dar todo tipo de inteligentes razones para explicar qué produce ese mágico y por otro lado tan caprichoso chispazo o qué lo extingue. Yo podría decir ahora, desde la atalaya de mis sesenta y dos años, que si de pronto se me quebró el amor y comencé a ver a Tallien con otros ojos fue por su cobardía ante el peligro inminente. Por esa pusilanimidad, o peor aún, falta de hombría, que, confesémoslo o no, influye en la opinión que nosotras tenemos de un hombre. Podría decir que se me cayó de pronto la venda de los ojos y lo vi tal cual era: un oportunista, un asesino y ahora además un cobarde, pero nada de esto pensé entonces, sólo noté cómo se extinguía en mí aquella mágica llama.
–¿Debo entender entonces, monsieur –le dije usando deliberadamente ese apelativo que tan proscrito estaba en nuestra Revolución–, que la Convención no sólo está llena de timoratos, sino que tiene por presidente al más cobarde de todos ellos? ¿A alguien como vos, Tallien, que no posee ni la fuerza ni la voluntad para luchar contra un hombre que, por más incorruptible que se diga, no es más que un pobre diablo?
–¿Cómo puedes hablar así de él? –se escandalizó Tallien–. ¿No sabes acaso que toda Francia tiembla con sólo oír su nombre, y que no hay otra ley que su palabra?
–Palabras –le respondí con desdén–, eso es lo único que tenéis vosotros, los hombres. Huecas, ampulosas, vacías y estúpidas palabras. La Convención está llena de ellas, pero las palabras no matan.
–Sí lo hacen, vida mía. Matan, arruinan, guillotinan. ¿Qué es lo que intentas decirme, Thérésia?, ¿qué es lo que quieres de mí?
–Nada, sólo que si las palabras matan, también las tuyas pueden hacerlo. Yo he sido testigo de cómo tus arengas enardecían al populacho muchas veces. Lo hicieron durante las Masacres de Septiembre, ¿no es así? También conozco tus dotes oratorias a la hora de azuzar a los verdugos del Comité de Vigilancia de Burdeos para que la guillotina funcionase con más presteza. Y sé por fin, aunque tú no me lo hayas contado, todo lo que fuiste capaz de hacer y de decir en Tours como representante y represor antes de que nos conociéramos. Sí, tienes razón, Tallien, tus palabras matan. Úsalas entonces contra el Incorruptible, libra a Francia de ese monstruo, tú puedes hacerlo. Y, por lo que más quieras, de ahora en adelante, cuando hables de él, pronuncia su nombre, no lo omitas como si estuvieras hablando de Dios y temieras decir su nombre en vano. Se llama Maximilien de Robespierre y es un hombre de carne y hueso como cualquier otro, incluso tiene el cuello más delgado que la mayoría; uno que tú podrías muy bien cercenar, Tallien, sólo es cuestión de audacia. Si de verdad me amaras, lo harías.
«Si de verdad me amaras». He aquí un ábrete sésamo femenino viejo como el mundo que puede encontrarse detrás de multitud de gestas masculinas. Son sólo cinco palabras, pero tan eficaces que a veces da rubor recurrir a ellas de puro torticeras. ¿Quién de nosotras no las ha usado alguna vez? Y funcionan siempre porque apelan a las dos cosas que más valoran ellos: su ego y su hombría. Por lo general, no me agrada utilizar recursos tan tramposos, pero no era aquél momento de desdeñar arma alguna. Por eso pronuncié esas cinco palabras muy despacio y luego me detuve a ver qué efecto causaban en Tallien. Él permaneció en silencio unos minutos y a continuación, tomando su sombrero, tan ostentoso y florido, tan revolucionario e incongruente con su actual estado de ánimo, se dirigió a la puerta. «Me pides demasiado», fue lo único que dijo. Sin embargo, algo en el extraño brillo de sus tristes ojos me hizo intuir que mis palabras no habían caído en tierra baldía. Tallien siempre cumplía mis deseos. Pobre Tallien.
P
or aquel entonces, París era un monstruo que se devoraba a sí mismo en un continuo afán de depuración. De la ciudad alegre y confiada que un día fue, se había convertido ahora en un nido de delatores en el que todos se observaban para acusarse unos a otros de falta de patriotismo o de connivencia con alguno de los miembros de los partidos derrotados. Las secciones populares que tanto ayudaron al triunfo de la República estaban ahora cerradas, e incluso entre los jacobinos, el partido al que pertenecía Robespierre, nadie se atrevía a hablar excepto los funcionarios del Comité de Salvación Pública, que eran, precisamente, los encargados de sembrar el terror. Porque tenía razón Tallien: las palabras mataban. Y esto lo sabían no sólo los responsables del temido comité, sino también los responsables de todas las publicaciones y periódicos que con sus escritos incendiarios tanto habían contribuido primero a la muerte del Rey y, más adelante, al triunfo del Terror. Porque, ¿acaso no habían sido sus propias e incendiarias palabras las que, a la postre, acabaron tanto con Danton como con Hébert y también con el bello Desmoulins?
Según me contaba Tallien, tras la última «limpieza» y una vez que la cabeza de Danton y los demás indulgentes se hubieran convertido en pasto de los gusanos, la Convención era ahora un inmenso cadáver que callaba y asentía sin rechistar a todas las propuestas del Comité de Salvación Pública, desde donde reinaba «él», ése cuyo nombre jamás se mencionaba.
Mientras tanto, en las calles, el espectáculo diario de los guillotinamientos, a los que asistía el pueblo como quien va al circo, se complementaba irónicamente con el de los teatros. Éstos continuaban funcionando, pero los empresarios no se arriesgaban con obras no ya de tinte contrarrevolucionario, sino siquiera con las clásicas o cómicas. Los títulos que se exhibían tenían, por tanto, el mismo color rojo sangre de todo el resto de la ciudad. Así, cuando los buenos ciudadanos de París se cansaban de ver la muerte en directo, podían solazarse con obras como
La guillotina del amor, Los crímenes del feudalismo o La toma de Toulon por los patriotas
. También la
Louisette
se había vuelto aún más teatral si cabe. Ahora salía de
tournée
para que los ciudadanos y ciudadanas de los distintos barrios de París tuvieran ocasión de disfrutar de sus actuaciones en directo. Y mientras presenciaban la ceremonia de la muerte, unos comían, otros bebían y las mujeres, como ya es célebre, tricotaban. La
Louisette
, de la plaza de Gréve, donde estuvo primero, pasó a la del Carrousel, luego a la plaza de la Revolución, después a la de la Bastilla y por último a la del Trône Renversé. Las carretas llenas de condenados traqueteaban todos los días rumbo a una plaza u otra, pero ya nadie se asomaba a verlas pasar porque también este desfile terminó por convertirse en un espectáculo tan repetido que producía hastío. Para tener una idea de cuán habitual se estaba volviendo la ceremonia de las decapitaciones, baste decir que pocos meses más tarde de la fecha en la que ahora nos encontramos, de un promedio de cinco ejecuciones diarias en el mes de Prairial, es decir, a principios de junio, se pasaría a veintiséis cabezas diarias a finales de ese mismo mes; se puede decir que durante el reinado del Terror trescientos mil sospechosos fueron arrestados; diecisiete mil oficialmente ejecutados y muchos murieron en prisión sin juicio.
Sin embargo, como a todo se acostumbra el ser humano, incluso a convivir con lo monstruoso, en la ciudad existían ciertas tendencias y actitudes que se pusieron de moda porque, en la desgracia, eran muchos los que recurrían al humor o a la frivolidad e incluso al esperpento para sobrevivir. Así, surgió de pronto una especial atracción dionisíaca y a la vez morbosa por las diversiones o el placer. Entre los condenados que iban a morir al día siguiente, y como ya he contado al principio de este relato, se estilaba planear y ensayar todos los detalles previos al momento en que iban a rodar sus cabezas. Unos preparaban pequeños textos para leer ante el patíbulo, otros decidían cortarse el pelo en un estilo al que llamaban «guadaña», y todos –o casi todos– gustaban de ensayar la coreografía de reverencias que iban a dedicar al público reunido ante el patíbulo. No sólo había ensayos teatrales y peinados para éste, sino también representaciones amorosas en todas sus vertientes. Lo que quiero decir es que en las cárceles todos se entregaban con fervor a Eros.
Sin medida, sin freno, sin distinción de edad, de clase o de sexo, se amaba y se copulaba con no importaba quién, porque era menester celebrar así hasta el último minuto de vida.
Pero no sólo los condenados copulaban sin freno; también en las calles los viejos, los jóvenes, e incluso los más tiernos adolescentes lo hacían sin importarles dónde ni con quién.
On doit se hâter de aimer
, tenemos que apresurarnos a amar, era la consigna que corría de boca en boca, porque había que darse prisa, apurar la vida a sorbos, sentir, vibrar, soñar, reír, amar, sí, mañana bien podía ser el último día de nuestras vidas.
A
ntes de que todo lo que he descrito llegara a su máxima expresión, hacia el mes de mayo me encontraba yo una mañana especialmente bella en mi jardín de Fontenay-aux-Roses. Las libélulas volaban perezosas alrededor en un pequeño estanque que había al fondo de la propiedad junto al que me gustaba sentarme para observar cómo grandes peces de colores lo circunvalaban hasta asomar entre los nenúfares. En días tan hermosos, casi lograba convencerme de que todo lo que contaban no era más que un mal sueño del que despertaría pronto. Y cuando esto ocurriera, la vida volvería a ser como había sido antes, o lo que es lo mismo, tal como era en ese mágico momento, con las libélulas reflejándose en la espejada superficie del estanque.
–Madame –me dijo entonces Bidos rompiendo el encantamiento–, han traído un mensaje para vos, pero no han querido esperar respuesta. –Y sin más preámbulos me tendió un papel doblado en cuatro sin lacre y ni siquiera sobre. En Burdeos yo había recibido con frecuencia mensajes así. Solía tratarse bien de advertencias de futuras detenciones, bien de súplicas para que yo ayudara a tal o cual persona. Muchos de ellos, además de venir sin sello, carecían incluso de remitente, porque muy pocos eran los que se atrevían a comprometer su firma en según qué cartas. Desdoblé el pliego y vi que la misiva al menos iba firmada, aunque el nombre que figuraba al pie me era del todo desconocido. Rezaba así:
Nuestros caminos se cruzaron en Madrid y vuelven a cruzarse aquí, en Francia. Y ahora es mi doloroso deber advertirte, ciudadana, de que el Comité de Salvación Pública pronto tomará la determinación de arrestarte. Aquí tienes, sin embargo, un amigo en quien puedes confiar. No estás segura en esa casa, convendría mucho más que te perdieras en París; yo puedo preparar los detalles y también el acomodo. Acepta esta amistad que te brindo. Pronto recibirás noticias mías.
Firmado:
T
ASCHÉREAU
Fue así como entró en mi vida uno de los personajes más enigmáticos y ambiguos que he conocido nunca. Taschéreau. ¿Taschéreau? ¿Había yo oído alguna vez ese nombre? Su caligrafía parecía revelar la personalidad de alguien minucioso, taimado, alguien que, si hacemos caso al diminuto tamaño de las letras que formaban su nota, gustaba pasar inadvertido y actuar en la sombra, pero por más que lo intenté no logré recordar de quién podía tratarse. El enigma no se desveló hasta la mañana siguiente, cuando, sin avisar, se presentó en casa dicho señor, y debo decir que su persona se correspondía punto por punto con lo que yo había imaginado analizando su caligrafía.
Taschéreau era un hombre de mediana edad, aspecto de pájaro y ojos muy separados y penetrantes, como los de un aguilucho. Vestía levita oscura, lo que aumentaba su aspecto avícola, y en su boca de labios muy finos flotaba una perenne sonrisa.
–Veo que el tiempo se ha ocupado de convertiros en lo que siempre supuse era la más bella de las promesas –dijo a modo de halagador saludo mientras se inclinaba para besar mi mano de una manera muy poco revolucionaria.
–Me disgusta tener que reconocer que no recuerdo... –comencé diciendo, pero él me interrumpió con un vaivén de la mano.
–El sol no tiene por qué recordar aquello que alumbra; en cambio, un simple mortal como yo recuerda perfectamente una estrella, aunque en aquel entonces fuera tan sólo una niña chiquita y muy linda.
Estas últimas palabras las pronunció Taschéreau en un español tan correcto que primero me sobresaltó y luego me hizo sonreír. Entonces me dijo que hasta hacía unos años había vivido fuera de Francia, en concreto en Madrid, como empleado de la Embajada francesa en aquella ciudad. Allí había tenido la fortuna de conocer no sólo a toda mi familia, incluida yo, sino también al señor Moratín, del que era buen amigo y, según él, compañero en no pocas conspiraciones.
–Todas inofensivas –se apresuró a aclarar observándome con sus ojos de ave–. Inofensivas pero muy hábiles. Más tarde, a mi regreso a París, tuve la fortuna de situarme en esferas muy cercanas a la Convención. Por eso, al llegar a mis oídos lo que se prepara contra vos, me he apresurado a escribiros. No hay tiempo que perder. Debéis huir, Teresa.