–Mira, Rose –le dije en una de aquellas interminables tardes en las que nos sentábamos a matar el tiempo hasta que el tiempo nos matara a nosotras–, si alguna vez salimos de aquí, hay una recomendación de belleza que voy a darte y que pienso que te será de gran utilidad.
–Lo que tú me digas, tesoro –respondió ella–, será más que bienvenido. No hay nadie tan bella como tú, Teresa, te agradezco mucho que pienses en esta buena amiga tuya que te adora.
Interrumpo este diálogo para llamar la atención del lector sobre varios datos más de la personalidad de la futura esposa de Napoleón que se desprenden de este parlamento. Por un lado, su almibarada forma de hablar y de dirigirse a mi persona. En esta particularidad se basan los que pretenden decir que Josefina estaba enamorada de mí. Yo no lo creo en absoluto. Su melosidad era consecuencia de la tierra que la vio nacer. Entre cacao y caña de azúcar, entre melaza y miel, todos los antillanos que he tenido oportunidad de conocer eran así, muy dulces (a veces demasiado) en su forma de expresarse.
–Venga, Teresa, prenda mía, cuéntame eso tan importante que ibas a decirme, yo me despierto todas las noches llorando por nuestra suerte.
El llanto. He aquí la otra particularidad del carácter de mi nueva amiga en la que vale la pena detenerse también. Josefina era una perfecta llorona. Yo siempre he sostenido que la risa y la sonrisa de Teresa Cabarrús fueron sus armas más imbatibles, pero Josefina pertenecía claramente a otra escuela. Ella todo lo anegaba en lágrimas, en melindres, en pucheros, aunque para no mentir hay que reconocer que no le fue nada mal con sus llantos. Su futuro marido consideraba
trés sensibles
dichas manifestaciones y así lo dejó escrito en la voluminosa correspondencia que de él se conserva. Me cuesta reconocerlo, pero los llantos de Rose la llevarían, andando el tiempo, mucho más lejos que a mí la risa.
Otro dato reseñable sobre Josefina era su interés por la cartomancia. Según ella, en la Martinica todas las señoritas de familia acomodada conocían los secretos de los naipes adivinatorios que aprendían de las viejas esclavas africanas. «Has de saber, Teresa –me dijo en una ocasión–, que yo estoy segura de que mi vida no acabará mirando "por la ventana revolucionaria". En realidad, no temo en absoluto al filo de la
Louisette
. La vieja Marie Celeste me leyó el futuro hace años y ella nunca se equivoca». Entonces Rose me contó cómo, junto a una prima hermana suya, había asistido un día a una fiesta campestre cerca de Tríos-Îlets, su pueblo natal, y allí se habían hecho leer la buenaventura por una conocida hechicera. Por lo visto, la vieja Marie Celeste había tomado primero la mano de la prima de Josefina y le había dicho que la esperaba un futuro glorioso, puesto que iba a ser madre de un rey. Las dos muchachas se rieron de tal ocurrencia, pero la hechicera dijo que nada tenía de gracioso y que el futuro deparaba aún más sorpresas a las dos primas Tascher de la Pagerie. «Tú, muchacha –le dijo entonces a Josefina–, no serás madre de ningún rey, pero en cambio serás emperatriz y la esposa del hombre más poderoso del mundo».
Cuando mi amiga me contó todo esto yo también sonreí, pero lo cierto es que, por muy increíble que parezca, los vaticinios de la vieja Marie Celeste se cumplieron punto por punto. Sólo un par de años después del encuentro con la hechicera, la prima de Josefina embarcó para Europa con tan mala fortuna que su barco fue apresado por corsarios. La bella martiniquesa acabó en el harén del sultán de Turquía, que la hizo su favorita y más tarde madre de su heredero. La suerte de Josefina es de todos sabida. Tal vez por eso, desde que yo la conocí hasta el día en que murió, la que fuera emperatriz de Francia siguió consultando con adivinos y hechiceros para saber qué más le depararía el futuro. Lamentablemente, ninguno de ellos fue tan infalible como la vieja Marie Celeste.
Así, entre interesantes conversaciones con mi nueva amiga y representaciones teatrales con otros reclusos, pasaba yo las largas horas de cautiverio. Y precisamente el hecho de que fueran tan largas y de que transcurrieran los días sin que se dictase sentencia alguna contra mí, hacía que me llenara de esperanza. Pero también de recelo, puesto que se me antojaba que esa forma de prolongar mi incertidumbre era, por parte de Robespierre, un refinado modo de aumentar mi agonía y al mismo tiempo de recordar a Tallien quién mandaba en Francia. Y una idea de la importancia que me otorgaba era el hecho de que, en plena tormenta política, mientras él trataba de anticiparse a los posibles ataques contra su persona y cuando acababa de convertirse en un semidiós tras la fiesta del Ser Supremo, el Incorruptible exigía que todos los documentos relativos a Teresa Cabarrús llegaran hasta su mesa. Además, como no podía ser menos en alguien que controlaba hasta los últimos mecanismos de delación y de espionaje, todas las cartas que Tallien me enviaba pasaban previamente bajo su mirada. Como es lógico, las que yo le escribía a Tallien suplicando que me sacara de allí pasaban también por sus manos. Por tanto, yo tenía mucho cuidado en medir mis palabras y jamás mencioné a Robespierre ni tampoco nada que pudiera moverlo a la cólera. Sin embargo, ocurrió que, a medida que transcurrían los días, las cartas censuradas que Tallien me enviaba comenzaron a espaciarse hasta cesar por completo ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Se había olvidado Tallien de mí? Yo sabía, a través de los oscuros canales que dominaba Violette, la amiga de Frenelle, que no había sido detenido, que seguía libre por París; amenazado, sí, pero aún en libertad. Fue durante este período de gran desamparo cuando recibí la noticia que más temía cualquier cautivo. Una mañana me hicieron llegar una nota en la que se me informaba de que al día siguiente sería llamada «ante la justicia». Y todos sabíamos entonces qué significaba tan retórico eufemismo.
Después de leerla, Frenelle y yo nos abrazamos llorando.
–Todo está perdido –le dije–, hasta Tallien me ha abandonado.
–No, pequeña mía –intentaba consolarme Frenelle–, debemos seguir luchando como hemos hecho hasta ahora, más que antes incluso.
–¿Pero qué podemos hacer? Desde hace semanas no contesta a mis cartas.
–Violette –dijo Frenelle–. Debemos confiar en ella, es nuestra única posibilidad. Tú escribe urgentemente a Tallien, que ella le hará llegar tu carta.
–No tenemos forma de pagarle, y aun en el caso de que ella y su tía puedan cobrar sus servicios fuera al entregarla a su destinatario, ni siquiera sabemos si Tallien sigue interesado por mi suerte o si, por el contrario, tanto teme perder su cabeza que ha olvidado que la mía está a un paso de la guillotina.
–Tú escribe esa misiva y piensa bien lo que vas a decirle. El resto déjamelo a mí y no hagas más preguntas.
Abracé de nuevo a Frenelle y, procurando que la mano no me temblara en exceso, escribí lo que sigue:
En La Force, 7 de Thermidor del año II
El administrador de policía acaba de salir de aquí; ha venido a anunciarme que mañana compareceré ante el tribunal, es decir, que subiré al cadalso. Ello se parece muy poco al sueño que tuve la noche pasada: Robespierre ya no existía y las cárceles estaban abiertas de par en par. Pero gracias a tu insigne cobardía pronto no habrá en toda Francia nadie capaz de realizar mi sueño.
Y por el mismo conducto él me respondió: «Tened prudencia, que yo sabré tener coraje». Es curioso cómo actúa el destino. Que una carta de las características de la mía sea capaz de empujar a un hombre a emprender la imposible misión de acabar con el ser más poderoso de Francia puede parecer inverosímil. Pero a veces lo más increíble, lo más desesperado, ocurre, sobre todo, cuando tiene la fortuna de unir fuerzas con otra desesperación. Sucedió, por esas cosas de la vida, que la recepción de esta nota por parte de Tallien coincidió en el tiempo con un hecho doloroso ocurrido a otra persona. Otro conspirador que junto a Tallien buscaba la caída de Robespierre también recibió por esas fechas una triste noticia. Se trataba de Fouché, ese artero maestro de títeres que siempre prefería maquinar en la sombra y propiciar que fueran otros los que llevaran a cabo las acciones. Y lo que no podía prever el Incorruptible era que una gran desgracia personal que se cernía sobre aquel antiguo seminarista y asesino de la ciudad de Lyon iba a jugar en su contra. Porque Joseph Fouché, implacable en su vida pública, era en cambio en lo privado un hombre hogareño y esposo afectísimo de una mujer afamadamente fea a la que amaba con pasión. Pero por encima de todas las cosas, Fouché adoraba a su hijita, una criatura pálida y frágil que cayó por esas fechas mortalmente enferma. Y Fouché, a quien Robespierre sometía a un seguimiento férreo, ni siquiera pudo asistir a su agonía o acercarse a su lecho por miedo a ser detenido. En su desesperación, Fouché redobló entonces sus intrigas. Fue de diputado en diputado, se dedicó a mentir, a embaucar, a intentar ganarlos a todos para su causa, que no era otra que acabar con la tiranía del Incorruptible. El 6 de Thermidor terminó para él la triste prueba: su hija murió al fin y Fouché hubo de acompañar al pequeño féretro camino del cementerio. Entonces se dijo que ya no tenía nada que perder en la vida. «Mañana hay que dar el golpe –le comunicó a Tallien–, no se puede dilatar ni un minuto más». Ambos se comprendían a la perfección, puesto que compartían el dolor de sendas muertes que ensombrecían su existencia. La de la pequeña Nini Fouché no había podido evitarse; la de Teresa Cabarrús, fechada para el día siguiente, tal vez sí. Robespierre se enfrentaba por tanto a dos hombres desesperados, sería la vida de ellos o la de él.
M
ientras todo esto tomaba forma, el Incorruptible llevaba semanas preparando otro de esos bellos discursos con los que tenía por costumbre deslumbrar a la Convención al tiempo que demostraba a todos quién era el amo. Sabía (para eso era dueño de la red de espías más importante de Francia) que existía una conspiración en marcha contra su persona, pero no le cabía la menor duda de quién iba a ganar la próxima partida y de cuáles serían las cabezas que rodarían. Así, el día del discurso, el Incorruptible se vistió con su atuendo favorito, el mismo que llevara en la fiesta del Ser Supremo: traje de seda azul pálido y medias blancas, todo esto a pesar de que estábamos en Thermidor, es decir, a finales de julio, y el calor era considerable. La sala de la Convención estaba llena esa mañana, pues todos preveían acontecimientos: Robespierre de un signo; los conjurados, del contrario. Ejercía como presidente en esa ocasión Collot d'Herbois, que estaba de acuerdo con los conspiradores, y paseó una mirada entre temerosa y expectante por la sala: «¿Qué va a ocurrir? –se preguntaba–. ¿Cómo acabará esta sesión?». Poco a poco todos comenzaron a ocupar sus puestos según sus tendencias políticas: los moderados a la derecha; los menos moderados a la izquierda, y la Montaña en sus gradas altas, tal como era costumbre. Sólo las galerías infundían un cierto recelo a los conjurados porque estaban ocupadas por fanáticos de Robespierre que, en cuanto éste entró en la sala, demostraron su fervor irrumpiendo en aplausos, vítores y cánticos. Mientras tanto, fuera del recinto, Tallien y el resto de los conjurados, como Rovére, Billaud-Varenne, Bourdon y Barras, se daban las últimas consignas intentando dominar su nerviosismo. El único que faltaba ese día era Fouché, porque él, después de haber organizado toda la operación, como buen hombre de intriga que era, había procurado esfumarse a la hora de la verdad.
Robespierre subió a la tribuna y leyó un discurso críptico y amenazador en el que denunciaba la existencia de una conspiración en su contra, pero se negó a concretar los nombres. Esto no hizo más que redundar en el miedo que los diputados ya sentían. Una acusación equivalía de hecho a una condena, sin que hubiera tiempo de esclarecer la verdad y cada cual se preguntaba si no estaría su nombre entre los de la temible y secreta lista del Incorruptible.
Al día siguiente, los hechos se precipitan. Se corre la voz de que Saint-Just, el hombre de confianza de Robespierre, su más fiel escudero, va a subir a la tribuna. Inmediatamente los conjurados se dan cuenta de que es fundamental entrar en la sala y acallar por todos los medios a ese hombre refinado y lleno de aplomo que tiene dotes de gran orador.
Saint-Just ha comenzado a leer un discurso que, como todos los suyos, enseña y luego oculta una amenaza, una espada de Damocles que, según él, se cierne sobre las cabezas de muchos de los ahí reunidos. El miedo se apodera entonces de la sala, nadie se atreve siquiera a moverse. Pero en ese momento Tallien se levanta e interrumpe el discurso de Saint-Just: «¡Nada de veladas alusiones, ciudadano! ¡Si quieres acusar a alguien, hazlo a las claras, di los nombres de los culpables!». A continuación y sin dejar que Saint-Just conteste, Billaud-Varenne toma la palabra y acusa a los miembros del comité (léanse Robespierre y sus afines) de querer acabar con la Convención. Entonces, el Incorruptible se da cuenta de cuántos son los que están contra él y con muy deliberada lentitud, tal como ha hecho siempre para amedrentar a sus víctimas, se levanta para dirigirse a la tribuna de oradores, pero en ese momento una voz surge de las gradas: «¡Abajo el tirano!», grita la voz y, como por ensalmo, más de la mitad de la sala se le une a coro: «¡Abajo! ¡Abajo!».
De pronto es como si todos se hubieran puesto de acuerdo para impedir hablar al Incorruptible, para evitar que su elocuencia venenosa, esa que tantos triunfos le ha dado hasta el momento, pueda llegar a convencerles. Estupefacto, atónito, Robespierre comprende que aquella masa que creía a su merced, servil y temerosa, sólo esperaba una ocasión como aquélla para volverse contra él. Una vez más intenta subir a la tribuna para hacer uso de la palabra, pero Tallien, con un gesto audaz, se le adelanta y Collot le concede a él el turno de palabra y no al amo de Francia. Entonces Tallien comienza a hablar. Siempre ha sido un hombre elocuente, quizá no de un modo sofisticado como otros tribunos, pero ese día demuestra con creces que sabe pulsar con éxito las fibras sensibles y demagógicas que estos tiempos teatrales requieren.