Todo lo narrado aquí es verdad punto por punto, así tuvo lugar la escena. Y digo bien «escena», puesto que, en el gran tinglado de la farsa que era el París de entonces, yo, a mis dieciséis años, acababa de ofrecer al público una de las primeras representaciones teatrales de las que más tarde sería maestra: «¡Ciudadano general, prestadme cien mil de vuestros guardias nacionales para ir a liberar a mi padre, preso en España!». Aún hoy sonrío al recordar mis palabras. Con ellas y con el espectáculo de mis cabellos al viento y de mis ojos arrasados en llanto presentaba yo una romántica estampa, sin duda muy del gusto de la época. Como ya he dicho, no soy amiga del llanto y lo prodigo poco, pero siempre he sabido fingirlo muy bellamente. Además, tengo observado que las lágrimas de las mujeres que son de natural risueño, como yo, resultan mucho más conmovedoras que las de las damas lloronas. Así se lo intenté explicar en varias ocasiones a mi gran amiga Josefina de Beauharnais durante nuestros años de intimidad, pero la futura emperatriz de Francia nunca siguió mi consejo. En cualquier caso, tampoco le fue nada mal con sus llantos, sollozos e hipidos, hay que reconocerlo. Su entregado esposo, Napoleón Bonaparte, siempre consideró aquellos melindres
trés sensibles, trés romantiques
.
Pero tiempo habrá de hablar de Josefina y sus muchas lágrimas. Las que ahora importan son las mías y, como digo, resultaron ese día decididamente eficaces. Y es que haber hecho exhibición pública de ellas sirvió en esa ocasión a dos fines. Por un lado, para lograr la siempre deseable compasión de la gente ante una adversidad familiar vergonzosa que, de otro modo, hubiera sido cuchicheada de forma malévola a mis espaldas. Y por otro, para neutralizar cualquier acción indeseada por parte de mi esposo. Porque ahora que era pública y notoria la injusticia que se había cometido con mi padre, él no tendría más remedio que apoyarme en todo y ponerse de mi lado. Así lo requería su condición de caballero, aunque los caballeros de aquel entonces se llamaran ciudadanos y fueran sin librea.
Sin embargo, a pesar de que aquella batalla la gané con largueza, existe un triste epílogo para esta historia. Pocas horas más tarde, cuando ya todos se habían marchado y Fontenay y yo nos habíamos retirado cada uno a sus habitaciones, la manilla de la puerta que comunicaba la mía con la suya cedió dando paso a su silente figura. Apenas alcanzaba a verlo a través de los pliegues de las cortinas de mi cama, pero aun así pude observar cómo se detenía con una expresión que bien puede calificarse de deseo. Cerré los ojos con fuerza. Su visita era un hecho infrecuente por aquel entonces. Fontenay tenía tantas o más amantes que yo y, una vez nacido nuestro primer hijo, no había ya muchas razones para cumplir con eso que tan prosaicamente llaman «el débito conyugal».
Descorrió las cortinas del lecho y apartó las sábanas para mirar mi cuerpo. Yo me aferraba al camafeo de mi amado Laborde esperando el momento en que sus manos, sus labios iniciaran sobre mí todos los previsibles y sincopados recorridos de un deseo sin amor. Con los ojos cerrados, con el cuerpo laxo e inerte de quien no se opone pero tampoco colabora, fingí estar dormida y me dejé hacer. Sus manos, temblonas, comenzaron a desatar primero las cintas de mi camisa de noche hasta desnudarme por completo y luego, tras observarme así unos segundos, comenzó a recorrer mi torso no con besos ni con caricias, sino con toda su lengua, igual que un perro. Nunca lo había visto actuar de ese modo e imaginé que estaba borracho, pero su aliento, aunque húmedo y acre, no delataba vestigio alguno de licor. «Dios mío, ayúdame», pensé cuando primero sus dedos y a continuación su sexo empezaron a abrirse paso entre mi carne. Ya era imposible fingirme dormida. Podía sentir su baba en mi boca y el peso de su cuerpo sobre el mío mientras continuaba con sus embates, abriéndose paso con inusual violencia. Ni siquiera se había tomado la molestia de despojarse de sus ropas; estaba completamente vestido, incluidas las botas, y yo desnuda, pero a pesar del dolor y la humillación, ni una queja salió de mis labios. Ni cuando me violentó una vez, ni cuando lo hizo una segunda, ni tampoco cuando continuó con sus extraños lamidos de can y otras prácticas que no menciono porque aún hoy procuro olvidarlas. No, ni una lágrima brotó de mis ojos, esos que tanto habían llorado por la desgracia de mi padre; desgracia y deshonra que –no había más que ver la reacción de mi marido– también se habían convertido en causa de las mías. Que la violación existe dentro del matrimonio es algo que saben muchas mujeres, pero yo hasta entonces no había tenido que sufrirla nunca. Al fin y al cabo, Jean y yo éramos eso que se conoce como un matrimonio «abierto» y nuestras sesiones de amor conyugal tenían algo de cortesanas y mucho de frío y, a la vez, compartido sentido del deber. Era cosa instaurada, por ejemplo, que los hombres de nuestra clase se embarcaran en ellas diciendo que lo hacían por «cumplir con mi legítima» o por «visitar el establo», según dos expresiones populares de la época. Nosotras, por nuestra parte, y puesto que estaba tan de moda todo lo inglés, utilizábamos una frase muy conocida en el idioma de Shakespeare. «¿Qué haces tú –me había preguntado un día no muy lejano madame de Staël– cuando tu marido visita el establo?». Yo entonces era muy niña y no tenía respuesta para según qué cosas, de modo que, a la gallega, le devolví la pregunta con un «¿Y vos qué hacéis?». «Muy sencillo, querida; hago como nuestras amigas las inglesas:
I look at the ceiling and think of England
». La frase la pronunció en su idioma original, pero, al adoptarla yo también como propia, pude constatar que la mayoría de mis amigas la conocían y la usaban traducida y convenientemente adaptada: cuando había que cumplir con el débito conyugal, todas, «mirábamos al techo y pensábamos en la patria».
Era así, con una mezcla de humor y resignación, como maridos y mujeres de ciertas clases sociales procedíamos a copular. Y una vez acabado tan latoso trámite, nos agradecíamos mutuamente con cortesía: «
Merci, madame
». «
Merci á vous, monsieur
».
Sin embargo, lo de aquella noche estaba muy lejos de ser un trámite y ese día aprendí, dolorosamente, una lección que no pocas mujeres conocen: que los hombres, incluso los que no nos aman –o tal vez habría que decir precisamente éstos–, gustan cobrarse en sexo determinados favores, como el que Jean me había brindado horas atrás, por ejemplo, al fingirse el marido ideal ante nuestros invitados una vez descubierta la desgracia de mi padre. A algunos hombres, me dije entonces, les produce un incomprensible placer violentar a mujeres que no les aman, y por las que tampoco ellos sienten especial afecto, sólo para demostrar quién es más fuerte. Se había tratado sin duda de un acto de poder, de sometimiento, del que yo me defendí con la única arma con la que cuenta una mujer forzada que no puede ni debe protestar o rebelarse: con la imaginación. Hasta el momento en que las caricias se convirtieron en violencia, me esforcé en imaginar que sus besos eran los besos de mi otro Jean; sus caricias, las de otras manos; sus gritos de placer, los de mi amado. Sí, las mujeres casadas sabemos mucho de violaciones dentro del matrimonio, pero ellos no saben nada de la libertad de nuestros pensamientos, y ésa es nuestra pequeña pero no del todo desdeñable venganza.
Cuando por fin se fue, tan en silencio como había venido, me costó mucho conciliar el sueño y, cuando al cabo de unas horas logré adormilarme, lo hice llorando y aferrada al camafeo con la silueta de mi adorado Laborde. Por un momento, en aquel intranquilo duermevela, la imagen de mis dos amantes, Alexandre Lameth y Félix Lepeletier, apareció para confundirse con la de mi amado y eso me hizo comprender, dolorosamente, cuán importante era la una y cuán débiles las otras dos. Nunca los había querido en realidad. ¿Volvería a amar a alguien alguna vez? Parecía del todo imposible.
El padre de Teresa, Francisco Cabarrús, en el retrato de Francisco de Goya que se conserva en el Banco de España.
El dramaturgo Leandro Fernández de Moratín fue secretario de Francisco Cabarrús. Se dice que un temprano desengaño amoroso fue lo que le llevó a escribir
El sí de las niñas
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Cuando Teresa llego a París estaba acabando la moda que hacía del peinado de las aristócratas una verdadera tortura. Las pelucas eran tan grandes y voluminosas que las damas se veían obligadas a viajar con la cabeza gacha en sus carruajes para no estropear el efecto de sus aparatosos tocados.
En el pasaporte francés que Teresa se hizo, con catorce años, para su viaje de bodas aparece la siguiente descripción, afortunadamente muy detallada, porque en aquella época era imposible incluir el retrato de los viajeros en estos documentos: «Estatura, cinco pies cuatro pulgadas; cabello rizado y abundante de un castaño oscuro, ojos del mismo color grandes y expresivos, rostro blanco y bello, cejas arqueadas, frente bien hecha, nariz regular, boca generosa, barba redonda.»
La muerte de la princesa Lamballe, víctima de las masacres del 3 de septiembre, fue uno de los episodios más terribles de comienzos de la Revolución. El cadáver de la antigua amiga de María Antonieta fue decapitado. La cabeza, perfectamente peinada y maquillada, fue elevada en una pica hasta la prisión donde se encontraba la Reina «para darle el último beso a su amada»
Miles de personas se dieron cita la mañana del 21 de enero de 1793 para asistir a la decapitación de Luis XVI. Cuando el rey de Francia intentó dirigirse a la muchedumbre, sus palabras fueron acalladas con un redoble de tambores. Tras la ejecución, muchos ciudadanos mojaron sus pañuelos con la sangre del monarca, unos para guardarla como reliquia, otros para pasearla por las calles en señal de triunfo.
Frío e implacable, el ciudadano Robespierre, para unos un místico virtuoso y para otros un sanguinario, fue el artífice de lo que sellamó el régimen del Terror. auqnue comenzó condenando la pena de muerte, durante su corto «reinado» fueron ajusticiados miles de personas. A su muerte, Teresa se conviertió en
Notre-Dame de Thermidor
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Aunque en un principio fue camarada de Roberpierre, Danton era su antítesis en lo personal. Mujeriego y seductor, jefe de los
cordeliers
, comenzó defendiendo una política de violencia, pero terminó convirtiéndose en indulgente, lo que le costó la cabeza.
Sin duda, Camille Desmoulins fue uno de los personajes más románticos de la Revolución. Encarnaba los valores de libertad e idealismo y estaba dotado de una gran elocuencia. sus encendidos descursos se han hecho famosos. Amigo y compañero de Danton, fueron guillotinados el mismo día. Sus últimas palabras fueron para su bella esposa, Lucille: «Veo mis brazos alrededor de tu cuerpo, mis atadas manos abrazándote, mi cercenada cabeza sobre tu regazo, y de este modo moriré».
Jean-Lambert Tallien fue un personaje fundamental en la biografía de Teresa. Se conocieron en Burdeos, donde ella estaba refugiada y él había sido enviado como representante en misión para someter a las provincias a la «ortodoxia revolucionaria». Su pasión por Teresa fue tal que ella consiguió que librara de la prisión y la muerte a multitud de condenados. Esa misma pasión guiaría sus actos para encabezar el golpe que acabó con Robespierre y el régimen del Terror.
Con el mismo afán de eficacia que caracterizaba tantas otras disposiciones, los revolucionarios se aplicaron en encontrar un método de ejecución rápida y «humanitaria». La guillotina, llamada así por el médico Joseph-Ignace Guillotin, quien recomendó su uso, fue su aliada perfecta.