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Authors: Carmen Posadas

Tags: #Histórico

La cinta roja (18 page)

Frente al optimismo desbordado de mis dos amantes y el pesimismo agorero de mi marido, yo echaba en falta el punto de vista ponderado y sensato de aquel viejo camarada que siempre acertaba en sus diagnósticos.

Malas noticias de Madrid

O
casión tendría yo en los próximos días de recordar aún más al señor Moratín. Un par de semanas después de la gran fiesta de la Federación Nacional, dos cartas llegaron de Madrid. Una era de mi madre, la otra precisamente de don Leandro. El contenido de ambas era similar y, en una entre lágrimas y en la otra entre sabias reflexiones, se me comunicaba que mi padre había sido detenido y encarcelado. La primera que abrí fue la de Moratín; suerte que así lo hiciera, puesto que era mucho más clara que la de mi madre, trufada, como era habitual en ella, de quejas y sollozos.

La misiva de don Leandro rezaba así:

Querida niña:

El 25 de los corrientes el ministro Lerena ha ordenado la encarcelación del director del Banco de San Carlos y de la Compañía Real de Filipinas, vuestro padre. El ministro Lerena, viejo enemigo suyo, ha adoptado una disposición por la que consiguió acabar con la prosperidad de los dos establecimientos que él, vuestro padre, logró fundar.

La jugada maestra del ministro ha sido pasar una real pragmática que permite la importación de muselinas a España. Para justificar tal medida, hasta ahora prohibida, se expone que, en el estado actual de la economía, no es posible proporcionar surtido de muselinas suficiente por medio de las fábricas nacionales ni tampoco con las que se importasen de Filipinas. Tal aserto es completamente falso, puesto que los almacenes de la compañía de vuestro padre contienen cantidades de muselinas que bastarían para el consumo de cuatro o cinco años. Pero, al levantar la prohibición, la competencia que tuvo que aguantar la Compañía de Filipinas ha arruinado a la misma y, además, está causando al Banco de San Carlos pérdidas considerables, puesto que vuestro padre, para aliviar la situación y seguro de que sus importantes amigos cercanos al Rey intercederían en su favor, consideró oportuno trasvasar momentáneamente dinero del Banco a la Compañía.

Triunfa así el espíritu vengativo de los enemigos de vuestro padre a pesar de que, como ha señalado en una amable carta el conde de Floridablanca, buen amigo suyo, «Cabarrús ha sufrido una anulación sin límites y la inquina de un partido contrario y formidable que ha trabajado y trabaja por destruirle y destruir todos sus proyectos». Sea como fuere, querida niña, y a pesar de sus buenas palabras, nada ha hecho el conde hasta el momento por evitar la caída de vuestro progenitor, que se encuentra ahora prisionero en el castillo de Batres acusado «de realizar extracciones ilícitas de plata y ser el responsable de las dificultades del Banco de resultas de sus malversaciones».

La carta continuaba relatando cómo mi madre y mis hermanos iban a ser prontamente desterrados a Valencia, desde donde pensaban escribir al Rey suplicando que les fuera permitido trasladarse a Bayona para allí, cerca de la familia de mi padre, poder seguir viviendo con «una cierta economía por haber sido desposeídos de todos sus bienes».

Se me nublaron de pronto los ojos. Yo sabía que los negocios de mi padre habían bordeado siempre el abismo, la ilegalidad, tal como ocurre con todos los emprendedores osados. También tenía alguna noticia (o, dicho con más exactitud, alguna sospecha) de sus otras actividades secretas, aunque desconocía de qué índole podían ser. Como, por ejemplo, las tan misteriosas que los trajeron, a Moratín y a él, a París poco antes de mi boda. No obstante, de ahí a pensar que llegaría un día en que tuviera que enfrentarse a la cárcel, el oprobio y la ruina mediaba un mundo. Y sin embargo ese día había llegado, era evidente que se trataba del fin de sus sueños y también de los de toda mi familia.

Estuve llorando a solas hasta que me dormí. No deseaba compartir con nadie mi pena. Ni con mis amantes, que pensaban que vivíamos en el mejor de los mundos posibles, ni por supuesto con mi marido, que no veía más que oscuros nubarrones por todas partes. Temía además que Fontenay, al saber de la suerte de mi familia, recordara de pronto cierta cláusula de nuestro muy «romántico» contrato matrimonial. Por él, mi padre se había comprometido a abonarle, además de la cantidad inicial de cuatrocientas mil libras, otras cien mil pagaderas en diez años sin intereses. Ahora que la ruina hacía imposible tales pagos, ¿qué impedía, me preguntaba yo, a Jean-Jacques volverse contra mí? No había amor entre nosotros, sólo conveniencia, y el yugo matrimonial lo llevábamos cada uno repartiendo su peso con terceras personas (con cuartas en mi caso). La infidelidad y el adulterio, lo sabía yo muy bien, son un delicioso juego al que sólo pueden jugar las mujeres adineradas. A mis escasos diecisiete años aún sin cumplir, el cínico mundo de los adultos me había enseñado esta lección: una dama rica que tiene amantes es una gran dama, una mujer pobre que los tiene no es más que una furcia.

Al día siguiente, cuando ya había llorado todo lo que podía llorar, tuve que enfrentarme a mi vida de siempre. Tal vez en las calles y en la campiña francesas se pasara hambre y estrechez, pero en los salones elegantes de París, los aprendices de brujo, tal como los llamaba mi marido, seguían reuniéndose y discutiendo los asuntos de alta política que tanto entusiasmaban a todos con el ánimo de arreglar el mundo y salvar a Francia. Y mis salones tenían que abrirse aquella tarde como cualquier jueves para recibir a lo mejor de cada casa: a los jacobinos, por ejemplo, a quienes todos consideraban los más osados y exaltados y cuyo nombre provenía del convento ahora vacío en el que solían reunirse. También a los amigos de Mirabeau, que, de momento, apoyaban incondicionalmente al Rey. A los de La Fayette, los más optimistas. Igualmente a los que más tarde se conocería como girondinos, reflexivos y ponderados; en definitiva, a todos los padres de esta nueva patria que tantos padres tenía. Debía yo poner por tanto al mal tiempo buena cara y evitar que se notaran mis tribulaciones, mi noche sin dormir, mis muchas lágrimas; tenía, a toda costa, que disimular, fingir y, sobre todo, sonreír, siempre sonreír.

Mientras elegía para la noche uno de mis más bellos vestidos de muselina blanca, comencé de nuevo a llorar en silencio. ¿Qué sería ahora de mi padre y de mi familia? ¿Qué sería también de mí lejos de ellos, sin dinero y en tiempos de tantas mudanzas? La suave caricia de la tela me hizo pensar entonces en la gran ironía de ciertas cosas. Muselina era el tejido que María Antonieta, siguiendo una moda importada de las Antillas francesas, había introducido en todas las cortes de Europa. La que nos hacía parecer bellas, despreocupadas, naturales. Y dicha tela, o lo que es igual, su importación para que todas estuviéramos así de bellas y naturales, era también la causante de la ruina de mi padre, según rezaba la carta del señor Moratín. ¿Podría yo mantener en secreto mi desgracia? ¿Lograría evitar que la noticia de la encarcelación llegara a oídos de mi marido? Por un momento esa idea me llenó de esperanza, pero inmediatamente tuve que rechazarla. Jean-Jacques tenía buenos contactos con la embajada de Francia en Madrid, por lo que la noticia, si no le había llegado ya, no tardaría en arribar y mi silencio no haría más que empeorar las cosas.

–¿Estáis bien, madame? –Frenelle, mi criada, me miraba con preocupación.

Yo, hasta entonces, nunca había sido partidaria de compartir mis secretos con nadie, ni siquiera con mi buena Frenelle. Las dos teníamos aproximadamente la misma edad y, gracias a ese extraño fenómeno que se produce a menudo entre dos personas que conviven de forma estrecha, nos parecíamos mucho físicamente, lo que iba a serme de gran utilidad corriendo el tiempo. Más que criada y señora éramos cómplices en muchas cosas. Sin embargo, una esposa infiel (Dios mío, qué peligrosa sonaba ahora esa expresión que antes fuera tan frívolamente deliciosa), una esposa infiel, digo, si es inteligente, aprende pronto que es preferible mantener a sus criados más próximos en la mayor ignorancia. Si son leales, no podrán dar información por mucho que se les conmine, y si son infieles, su ignorancia los convertirá sin duda en los mejores y más convincentes testigos de nuestra inocencia.

–No es nada, Frenelle –le dije–. Acércame ese camafeo que tú sabes, creo que hoy voy a necesitar llevarlo cerca de mi corazón.

Habían pasado casi cuatro años desde la partida de mi amor Jean-Alex Laborde para América, pero aun así yo seguía pensando en él. El tiempo es un gran escultor, dicen, y yo por mi parte había descubierto cuánta verdad hay en esa afirmación por el modo en que había cincelado y engrandecido la figura de mi querido Laborde. Por eso recurría a su
silhouette
en forma de camafeo cada vez que necesitaba sentirme amparada o debía acometer una empresa difícil. Esa noche lo abroché por tanto en el interior de mi corpiño mientras terminaba de vestirme con la ayuda de Frenelle y a continuación me detuve para comprobar el resultado en el espejo. Estaba muy bella, para qué negarlo, pues la muselina es una tela que favorece especialmente a las que, como yo, tenemos curvas. Comprobé también que mis ojos no delataban demasiado mi preocupación y por fin, apretando contra mi pecho la imagen de Jean-Alex, me dispuse a bajar la escalera.

Mi hija María Luisa, que tanto me ayuda (y apremia) con la redacción de estas memorias, apareció el otro día con un recorte tomado de una vieja revista en la que un testigo de la época narra la escena que se desarrolló al entrar yo en la sala en la que estaban reunidos nuestros invitados. Es curiosa la diferencia entre cómo se cuentan las cosas y cómo las vive uno. Rara vez coinciden ambos relatos, pero a mí me encanta cuando tengo la posibilidad de ver una misma situación desde dos puntos de vista. Por eso creo que es interesante que transcriba lo que ese testigo narró y que luego explique cuáles fueron mis razones para actuar de tal modo.

«De repente se abre la puerta y la dueña de casa, madame de Fontenay, aparece precipitada y convulsa. Lleva el bellísimo pelo oscuro suelto sobre los hombros y éste le llega hasta la cintura, como si fuera una salvaje y muy hermosa amazona. El traje de muselina blanca que viste se abre brevemente para dejar entrever el nacimiento de sus jóvenes senos, redondos, perfectos. En la sala se detienen las conversaciones, cesa la música y todos la miran sorprendidos. Teresa mira a su alrededor y, al descubrir entre los invitados a La Fayette, inmediatamente va hacia él.

–Ciudadano general… –le dice tendiendo hacia él sus manos en un claro gesto de súplica mientras las lágrimas corren por sus mejillas de virgen dolorosa–. Ciudadano general, ¡prestadme cien mil de vuestros guardias nacionales para ir a liberar a mi padre, preso en España!

A continuación, Teresa, y ante la severa mirada de su marido, no tarda en desgranar su historia y todo el mundo queda estupefacto. ¿Cómo es posible?, se escandalizan los presentes. ¿Preso don Francisco Cabarrús? ¿El director del Banco de San Carlos y de la Compañía Real de Filipinas? ¿El riquísimo banquero cuya fortuna es la envidia de toda España? ¿Qué oscuros intereses, qué intrigas palaciegas han podido causar tan gran injusticia? Ahora, varios caballeros y no pocas damas se dan en consolar a la bella mientras que el marqués de Fontenay, al que la noticia ha tomado por sorpresa, se afana en leer la misiva que su esposa le extiende. En esa carta llegada desde Madrid se da noticia de cómo el excelente súbdito francés que tanto ha hecho por mejorar el esclerótico sistema financiero español ha dado con sus huesos en la cárcel.

Se escandaliza aún más la concurrencia con dichos detalles. Alguien muy principal comenta indignado cómo un atropello de tal naturaleza sólo podría acaecer en un lugar retrógrado y absolutista como es España, donde no ha llegado aún y posiblemente nunca llegue la luz del progreso. Una dama se vuelve entonces hacia La Fayette e invocando la procedencia francesa de Francisco Cabarrús conmina al héroe a que preste oídos a lo que Teresa, en un arrebato de hija desesperada y valiente, acaba de solicitarle.

–¡Invasión! –grita y su voz es coreada por varios–. ¡Que nuestros bravos guardias nacionales marchen sobre Madrid para dar una lección a esos ignorantes españoles!

Se hace un nuevo silencio expectante. La bella Teresa está aún más bella si cabe reclinada su cabeza sobre suaves almohadones mientras espera la reacción del héroe. Pero La Fayette, que tiene la prudencia de los que ya están en el poder, calma a los exaltados con frases apaciguadoras mientras prodiga a la dueña de casa las más tiernas palabras.

–Sabed, señora –dice–, que nuestro corazón y nuestro aliento son vuestros para siempre. Y, tras estrechar la mano de Fontenay, se despide de todos prometiendo «seguir de cerca los acontecimientos».

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