Hasta ahí el testimonio de Napoleón, que sin duda parece dar a entender que hubo más intimidad entre mi madre y él de la que yo tengo noticia. ¿Pensaba ella, llegado este punto, desvelar en la redacción de sus memorias algún dato inédito sobre tan singular amistad? Yo siempre he creído que entre ellos hubo mucho más de lo que ha trascendido. Ya sabemos que Bonaparte se sintió atraído por mi madre más que por su futura esposa cuando se conocieron, pero, según todos los testimonios, nunca se atrevió a requerirla por estar ella en el cenit de su gloria mientras que él era sólo un militar sin recursos. Quizá más adelante, a medida que iba convirtiéndose en hombre de éxito, o quién sabe si incluso una vez proclamado Primer Cónsul, mientras formalmente renegaba de ella por encarnar todas las frivolidades del Directorio, tuvieron algo más que una
amitié amoureuse
. Eso explicaría sin duda el comentario de Napoleón en sus memorias, en el que la describe como «una persona que le recordaba pasadas intimidades». La muerte es caprichosa y se llevó a mi madre precisamente cuando se disponía a relatar este enigmático episodio de su vida. ¿Por qué el emperador apartó tan violentamente a Teresa de su lado nada más erigirse como Primer Cónsul? Existe incluso una carta, recogida en la correspondencia de Napoleón a Josefina, en la que habla de mi madre en términos muy duros. Está escrita en Berlín y dice así:
Amiga mía:
Te prohíbo que veas a madame X bajo ningún pretexto; no admitiré excusas sobre el particular. Si piensas en mi estimación y quieres complacerme, no infrinjas jamás la orden presente. Ella querrá ir a tus apartamentos y permanecer en ellos durante la noche: prohíbe a tus porteros que la dejen entrar. ¡Un miserable la ha desposado con ocho bastardos! ¡La desprecio mucho más que antes! Era una muchacha adorable y se ha convertido en una mujer de horror e infamia.
¿Qué pasó entre ellos para que hablara de Teresa en esos términos después de su larga amistad? Mi madre siempre apuntaba como comienzo de sus desencuentros el hecho de que a los poderosos no les gusta tener cerca incómodos testigos de sus tiempos oscuros, y mucho menos personas a las que deben favores. ¿Sería esa circunstancia u otra de tinte más íntimo la que la convirtió de la noche a la mañana de «una muchacha adorable en una mujer de horror e infamia»?...
Como ocurre a menudo en la Historia, tendrá que ser el lector quien rellene estos intrigantes puntos suspensivos.
Lo cierto es que ya nada sería lo mismo en la vida de mi madre una vez que Napoleón la apartó de su lado. La vida brillante y aventurera de Teresa Cabarrús acabó ahí y a partir de ese momento empezó a tener una vida mucho más privada, más tranquila también. Tal vez yo debería aprovechar que ella muriera precisamente mientras narraba la postrera escena de su vida galante para poner punto final a sus memorias, pero mi madre se propuso contarlo todo con luces y también con sombras, de modo que debo ser fiel a sus deseos y narrar ahora la última metamorfosis de Teresa Cabarrús como mejor sepa.
Ella siempre dijo que esta que viene ahora fue una etapa singularmente feliz, como la calma que se produce después de una bella tormenta. Es posible que para los amantes de las historias de lujo y romance lo que viene a continuación no sea tan singular como lo anterior. Sin embargo, yo, que soy su hija, puedo asegurar que aún falta por relatar mucho lujo y, sobre todo, una extraordinaria historia de amor. Juzgue el lector si no.
A
pesar de la inquina de Bonaparte, Teresa consiguió conservar la amistad de la emperatriz Josefina, que tenía un gran corazón y nunca olvidó las muchas bondades de mi madre para con ella. A medida que Napoleón se hacía inmensamente poderoso, Josefina perdió todo su ascendiente sobre él y se convirtió en una prisionera del protocolo, pero aun así siguió entrevistándose con Teresa en secreto hasta que la noticia de estos encuentros llegó a Napoleón y él escribió a su esposa esa carta a la que acabo de hacer alusión. Por cierto, el «miserable» del que habla el emperador en su misiva es mi padre, el futuro príncipe de Caraman-Chimay, con quien ella casó en 1805. Y no tenía en ese momento ocho hijos, como sostiene Bonaparte, sino seis: mi hermano mayor, Théodore de Fontenay; la segunda, Rose Thermidor de Tallien, y luego cuatro hijos de Ouvrard: Clemence, a quien conocemos ya; luego el más célebre de mis hermanos, Édouard, que ha pasado a la historia como el doctor Cabarrús, homeópata
avant la lettre
, y por fin dos niñas, Clarisse y Stéphanie. El resto, hasta diez, nacerían de su relación con mi padre: dos chicos, Joseph y Alphonse; una niña, que murió antes de cumplir ocho años, y yo, Marie-Louise. ¿Pero qué pasó, se preguntará tal vez el lector, con todos los anteriores hombres que hubo en la vida de Teresa y cómo entró en escena su último y definitivo amor? Volvamos un poco atrás en el tiempo para dar a todos cumplido espacio.
Su primer marido, Devin de Fontenay, a quien en el curso de este relato hemos dejado en la Martinica, volvería a Francia unos años más tarde y sin blanca para atormentar a mi pobre hermano Théodore con sus caprichos. En cuanto a Tallien, también regresó de Inglaterra, donde como ya sabemos había sido muy bien acogido por los ingleses. Sin embargo, después de un tiempo, ellos también se aburrieron de sus batallas, de modo que, vencido y una vez más sin dinero, decidió volver a París. Así lo hizo en 1801 con la pretensión de que mi madre nada menos abandonara a Ouvrard y volviese «a vivir con su marido legal», según sus palabras.
Teresa se entrevistó con él, y según le oí contar sólo una vez (mi madre no era amiga de relatar sus actos caritativos) sintió infinita lástima. Tallien era una sombra de lo que había sido: estaba calvo y con la boca llena de dientes podridos, puesto que el alcohol y el sufrimiento habían hecho estragos en su cuerpo; también en su mente. Creo que el encuentro con Rose Thermidor fue especialmente doloroso y mi hermana siempre recuerda el modo en que su padre pasó largo rato besando el bajo de su vestido, un extraño gesto que la niña no supo cómo interpretar. Mi madre, como es lógico, no podía cumplir los sueños de Tallien de que volvieran a ser lo que él llamaba una familia feliz. «Lo que sí puedo ofrecerte en cambio -le dijo- es un hogar», y así lo hizo. Brindó a Tallien la posibilidad de instalarse en una de las casas que ella poseía en los Campos Elíseos, muy cerca de La Chaumiére.
Tallien y mi madre se divorciaron en 1802, y para que el lector conozca cómo acaba la historia del primero diré que tras muchos ruegos y súplicas a Talleyrand, y también a Fouché, Tallien logró una pequeña limosna de sus antiguos y ahora muy poderosos amigos. En 1804 le fue concedido el puesto de cónsul francés en Alicante. Pocas semanas más tarde, la mujer de Junot, que lo reencontró en Madrid en la mesa del embajador de Francia, cuenta en sus memorias cómo «con un escalofrío me pareció estar volviendo atrás, a los tiempos de la Revolución, al ver su figura acabada y también odiosa».
Mi madre, en cambio, lo defendió hasta el fin de sus días y continuó carteándose con él durante todo el tiempo que estuvo en España. Por fin, los acontecimientos de 1808 en la Península le hicieron perder su humilde puesto en Alicante y unas fiebres contraídas poco antes lo llevaron a un estado lamentable. Volvió entonces nuevamente a París; había perdido un ojo y su situación económica era desesperada. Una vez más comienza la peregrinación llamando a las puertas de todos sus antiguos amigos, limosneando un puesto por muy humilde que fuera. «Encuentro sólo buenas palabras y manifestaciones de amistad huecas, me llaman mi muy querido Tallien, pero me dejan morir de hambre», escribiría a mi madre. Y es ella una vez más quien le auxilia. Por esas fechas tuvo lugar la boda de Rose Thermidor, en la que Tallien actuó como padrino. Una vez acabada ésta, mamá le propuso llevarle a casa en su carruaje y ambos tomaron asiento frente a frente, como tantas veces antes en el pasado. La relación de él con mi madre continuó hasta su muerte en 1820. Dicen que sus últimas palabras fueron para Teresa. Ella, al saber la noticia, no derramó ni una lágrima. Ya sabemos cuán poco amiga era de hacerlo, especialmente cuando algo la afectaba en lo más hondo. «Qué lejos queda La Chaumiére», fue su único comentario refiriéndose a la casa en la que ambos se habían mudado a la muerte de Robespierre, cuando se convirtieron en los personajes más amados de toda Francia. Y luego, volviendo hacia mí esa sonrisa suya tan hermosa, recuerdo que añadió: «Qué vida la mía, ¿verdad que parece un sueño?».
Barras, por su parte, también gozó de la amistad de mi madre hasta sus últimos días. Tras la llegada de Bonaparte al poder, este ídolo de otros tiempos cayó en total desgracia. Despreciado por éste y sometido a vigilancia por parte de la policía, tuvo que abandonar su suntuoso palacio de Grosbois, que fue más tarde confiscado por el emperador. Después de una corta estancia en Bruselas, donde se refugió para evitar las iras de su antiguo amigo y protegido, acabó refugiándose en la Provenza, donde se hizo olvidar en un prudente y voluntario exilio. Durante todos estos avatares mi madre y él continuaron en contacto por carta, y ella incluso le visitó en su retiro más de una vez.
En cuanto a Ouvrard, y como ya sabemos, tampoco era santo de la devoción del nuevo amo del mundo por lo que tuvo mil y una dificultades durante la época napoleónica. Al principio, continuó siendo el especulador exitoso y también osado que siempre había sido. Pero la enemistad de Napoleón lo mantenía en una perpetua cuerda floja, temiendo ser encarcelado en cualquier momento o tener que presenciar cómo todo su dinero era confiscado. En lo que se refiere a su relación amorosa con mi madre, es curioso señalar cómo ésta acabó de la misma forma evanescente en que había nacido. Si había comenzado sin apenas cortejo ni noviazgo, también se diluyó de la noche a la mañana y sin especial sufrimiento para ninguno. Este distanciamiento coincidió con la aparición de mi padre en el horizonte, el entonces conde de Caraman. «Otro cambio de montura, otra conquista de esta insaciable cazapartidos», podría decir aquí un detractor o incluso el propio Napoleón, que tanto deploraba sus vaivenes amorosos. Quizá, pero mi madre, como ya sabemos, a pesar de su facilidad para cambiar de pareja, tenía igual arte para conservar la amistad de su ex amantes y maridos. Así, según me contó ella misma, al final de su relación con Ouvrard ambos se despidieron con aquel ritual «
merci, madame
», «
merci, monsieur
» que ya había usado en otros adioses y él, que adoraba a sus hijos, sólo reclamó la posibilidad de verlos siempre que lo requiriera. A cambio, Ouvrard siguió atendiendo durante un tiempo y con generosidad las necesidades económicas de mi madre. Ella tenía su propia fortuna, pero estaba considerablemente disminuida por sus muchos gastos.
Durante el corto intervalo entre un amor y otro, mi madre continuó con una de sus más inveteradas costumbres: la de organizar fiestas, almuerzos y todo tipo de reuniones sociales. Cierto es que había cumplido treinta años y su cintura no era ya tan fina como antes. Cierto también que a sus salones ya no acudían las personas más importantes del momento gracias a la enemistad de Bonaparte, pero aun así mi madre conservaba la amistad de varios personajes que no sólo habían conseguido sobrevivir a los cambios, sino que jugaban un papel destacado en la vida social, como el siempre ubicuo Talleyrand, convertido ahora en ministro imperial, o la inefable madame de Staël.
Fue precisamente en casa de esta última donde conocería a mi padre. Mi madre era aún muy bella, aunque un tanto más gruesa después de sus cuatro últimas maternidades, es cierto, pero sin una arruga en torno a sus hermosos ojos; el pelo, por su parte, continuaba siendo abundante, lustroso, sin canas, y caía tan espléndido como siempre sobre sus hombros cuando lo lucía suelto, algo que a ella le gustaba mucho, si bien la moda Imperio requería otros peinados, otros artificios. Un día en el que como tantos otros se dedicaba a frecuentar los salones de su vieja amiga madame de Staël, ésta la llevó a un aparte para presentarle a un joven de unos treinta y tres años, alto y de porte distinguido. Decía llamarse Joseph Philippe, conde de Caraman, y haberla admirado siempre a distancia y en silencio. Entablaron conversación y él la invitó a bailar. Entonces contó que era un emigrado, que llevaba fuera de Francia desde el comienzo de la Revolución y que para subsistir había tenido que dar clases de violín y de matemáticas en Hamburgo. Una vez acabado el baile, Germaine se encargó de facilitar a mi madre muchos otros datos interesantes sobre este nuevo y tan entusiasta admirador. «Querida, verdaderamente qué suerte tienes. Ahí donde lo ves, además de guapo y bien plantado, pertenece nada menos que a la familia de los Riquet, y su padre, Víctor, es antiguo teniente general de la armada francesa. Por si fuera poco, su fortuna es tan grande que ha logrado sobrevivir sin merma a la Revolución. Él, por su parte, es un hombre cultivado, dulce y modesto que ha recibido una excelente educación en el seno de una familia amante de la música. Además, su talento como dibujante le granjeó una pequeña reputación entre los emigrantes franceses refugiados en Alemania. Dicen que allí todas las muchachas y no pocas de sus madres estaban secretamente enamoradas de este joven callado y tan guapo».
Todo lo apuntado por madame de Staël es cierto punto por punto, pero yo, que soy su hija, debo añadir un dato aún más relevante sobre él. Mi padre era, por encima de todas las cosas, un sentimental. Enamorado a distancia de mi madre, en cuanto la conoció concibió por ella un instantáneo y profundo amor. Y daba igual que tuviera seis hijos, cuatro de ellos naturales, como tuvo a bien señalar Napoleón. Tampoco le importó que fuera una figura más que destacada de ese capítulo trágico de la Revolución que se conoce como El Terror, ni que hubiera sido amante de dos regicidas. Ni siquiera pareció importarle que su catálogo de conquistas fuera tan extenso como escandaloso y que tuviera por tanto en grado superlativo eso que las familias respetables llaman «un pasado». No, nada fue impedimento para su amor y, desde el primer día, mi padre se propuso que Teresa fuera suya para siempre. ¡Y qué de obstáculos tuvo que vencer para lograrlo! El mayor de ellos, la oposición irreductible de su poderosa familia. Él, que era de temperamento tranquilo y adoraba a los suyos, estaba habituado por educación a ceder siempre a la voluntad de sus padres. Pero en este caso y una vez más pudo verse el irresistible ascendiente que Teresa ejercía sobre los hombres. Tal como en el caso de Tallien logró convertir a un hombre débil en la mano ejecutora que libró a Francia de Robespierre, también en el de mi padre logró modificar su carácter. Y lo hizo no a base de enfrentarlo con su progenitor, sino todo lo contrario. Le aconsejó paciencia, prudencia y sobre todo mucha mano izquierda. Y mientras él, siguiendo sus indicaciones, actuaba de ese modo, ella concentró todas sus energías en preparar lo que podríamos llamar una estrategia envolvente. Consistía ésta en movilizar a muchas personas relevantes que gozaban de la total confianza de la familia Caraman para que hablasen en su nombre. Que recordaran a su futuro suegro cuántos aristócratas emigrados como él habían logrado salvar no sólo su fortuna, sino también su cabeza de la guillotina, gracias a ella. Y fueron tantos los que hablaron maravillas, tantos los que se decían en deuda eterna con Teresa Cabarrús, que mi abuelo se vio abrumado por los requerimientos. Aun así, y no contenta con ello, mi madre dio un paso más: escribió una carta directamente a su futuro suegro.