La campanilla de la doncella y otros relatos (9 page)

Mary le quitó las palabras de la boca.

—El veinte, ¿no?

Tras dirigirle una mirada penetrante, confirmó:

—Sí, el veinte. ¿Así que
lo sabía
usted?

—Lo sé ahora —los ojos de Mary seguían fijos por encima de él—. El domingo, veinte… fue el día que vino por primera vez.

La voz de Parvis se hizo casi inaudible.

—¿Que vino aquí por primera vez?

—Sí.

—¿Lo vio usted dos veces, entonces?

—Sí, dos veces —dijo con un suspiro—. La primera fue el veinte de octubre. Recuerdo la fecha porque fue el día que subimos al Meldon Steep por primera vez —sintió un débil acceso de risa en su interior, al pensar que de no ser por eso lo habría olvidado.

Parvis seguía mirándola, como tratando de interceptar su mirada.

—Lo vimos desde el tejado —prosiguió—. Bajaba por el paseo de los tilos en dirección a la casa. Iba vestido tal como está el retrato. Mi marido lo vio primero. Se asustó y echó a correr hacia abajo, delante de mí; pero no vio a nadie. Se había desvanecido.

—¿Elwell se había desvanecido? —balbuceó Parvis.

—Sí —los susurros de ambos parecieron buscarse a tientas mutuamente—. No podía imaginar qué había sucedido. Ahora lo veo.
Trató
de venir entonces; pero no había muerto del todo… No pudo llegar hasta nosotros. Tuvo que esperar dos meses para morir; entonces vino otra vez… y se llevó a Ned.

Hizo un gesto de asentimiento a Parvis, con la expresión de triunfo del niño que ha logrado completar un difícil rompecabezas. Pero de repente, alzó las manos con gesto desesperado, apretándose las sienes.

—¡Dios mío! ¡Fui yo quien se lo envió; le dije dónde estaba! ¡Se lo envié a esta habitación! —gritó.

Sintió que las paredes de libros se precipitaban sobre ella, como el derrumbamiento de unas ruinas y oyó a Parvis, muy distante, a través de las ruinas, que le gritaba y luchaba por llegar hasta ella. Pero Mary era insensible a su tacto; no sabía qué le decía. A través del tumulto solo oyó una nota distinta; la voz de Alida Stair, que decía en el prado de Pangbourne.

—No lo sabrás hasta después. Hasta mucho, mucho después.

KERFOL

I

—Deberías comprarla —dijo mi anfitrión—; es precisamente el lugar ideal para un solitario impenitente como tú. Vale la pena poseer la casa más romántica de Bretaña. Sus dueños actuales están sin un céntimo y la dan por una ridiculez… Deberías comprarla.

No fue ni mucho menos con idea de vivir conforme al carácter que mi amigo Lanrivain me atribuía (de hecho, bajo mi apariencia insociable, siempre he tenido secretos anhelos de vida doméstica), por lo que hice caso de su sugerencia una tarde de otoño, y fui a Kerfol. Mi amigo iba en automóvil a Quimper por cuestiones de negocios: me dejó, de camino, en un cruce que había en un páramo; y me dijo:

—Tuerce primero a la derecha y luego a la izquierda. Después, sigue recto hasta que veas una avenida de árboles. Si te encuentras con algún campesino, no le preguntes. No entienden el francés, pero fingirán que sí y te confundirán. Pasaré por aquí a recogerte a la caída de la tarde… No te olvides de echar una ojeada a las tumbas de la capilla.

Seguí las indicaciones de Lanrivain con la incertidumbre que produce no recordar si te han dicho primero a la derecha y luego a la izquierda, o al revés. De haberme cruzado con un campesino, desde luego que habría preguntado; y probablemente me habría extraviado; pero tenía el desierto paisaje para mí solo, así que seguí, indeciso, por el camino de la derecha, y me adentré en el páramo hasta que llegué a una doble fila de árboles. Se parecía tan poco a las avenidas que había visto, que instantáneamente comprendí que debía de ser
la avenida.
Los troncos grises se elevaban a gran altura para luego entrelazar sus ramas pálidas en un largo túnel a través del cual se filtraba débilmente la luz del otoño. Sé el nombre de la mayoría de los árboles, pero hasta hoy no he podido determinar qué clase de árboles eran. Tenían la alta curva de los olmos, la delgadez de los álamos, el color ceniciento de los olivos bajo un cielo lluvioso, y se extendían ante mí una media milla o más, sin una sola interrupción en el túnel que formaban. Si he visto alguna vez una avenida que inequívocamente llevaba a algún lugar, esa era la de Kerfol. El corazón me palpitó un poco cuando me adentré por ella.

Poco después terminaron los árboles y llegué a una puerta fortificada abierta en un muro. Entre el muro y yo había un espacio abierto, cubierto de hierba, con otros paseos grises que arrancaban de allí. Detrás del muro se veían altos tejados de pizarra musgosa, la espadaña de una capilla, el remate de una torre. Un foso invadido de matorrales y espinos rodeaba la plaza; el puente levadizo había sido reemplazado por un arco de piedra, y el rastrillo por una verja de hierro. Estuve largo rato en el lado exterior del foso, mirando a mi alrededor y dejando que me invadiese el influjo del lugar. Me dije a mí mismo: «Si espero aquí suficiente rato saldrá el guarda y me enseñará las tumbas…»; y deseé que no apareciera demasiado pronto.

Me senté en una piedra y encendí un cigarrillo. En cuanto lo hice, me pareció un gesto pueril y monstruoso, con aquella enorme casa ciega mirándome, y todas las avenidas desiertas convergiendo hacia mí. Puede que fuera la profundidad del silencio lo que me hizo sentirme tan consciente de mi gesto. El rascado de la cerilla sonó tan fuerte como el chirrido de un freno, y casi me pareció oírla caer cuando la arrojé a la hierba. Pero no fue más que eso: una sensación de inoportunidad, de pequeñez, de desafío inútil, lo de sentarme allí a echar bocanadas de humo a la cara del pasado.

No sabía nada de la historia de Kerfol —acababa de llegar a Bretaña, y Lanrivain no me había mencionado nunca este nombre hasta la víspera—; pero uno no podía contemplar aquella mole sin sentir en ella una larga acumulación de historia. Qué clase de historia, es algo que yo no estaba preparado para adivinar; quizá era sólo el peso de muchas vidas y muertes asociadas, que confiere solemnidad a las casas antiguas. Pero el aspecto de Kerfol sugería algo más: una perspectiva de recuerdos severos y crueles que se prolongan como sus propias avenidas grises hacia una oscuridad borrosa.

Desde luego, ninguna casa señalaba una ruptura más completa y definitiva con el presente. Tal como alzaba el cielo sus tejados y sus hastiales orgullosos, habría podido ser su propio monumento funerario. «¿Las tumbas de la capilla? ¡El lugar entero es una tumba!», pensé. Cada vez deseaba más que no saliese el guarda. Los detalles del entorno, aunque sorprendentes, parecían triviales comparados con el impresionante conjunto; y lo único que quería era seguir sentado allí y dejar que me penetrase el peso de su silencio.

«¡Es el lugar ideal para ti!», había dicho Lanrivain; y me sentí abrumado ante la casi blasfema frivolidad de que ningún ser viviente sugiriese que Kerfol fuera el lugar para él. «¿Es posible que alguien pueda
no ver
…?», me iba a preguntar. No acabé el pensamiento: lo que yo quería decir era inefable. Me levanté y me acerqué a la entrada. Empezaba a desear saber más; no
ver
más —ahora estaba seguro de que no era cuestión de ver—, sino de sentir más: sentir todo lo que el lugar tenía que comunicar. «Pero para entrar habrá que llamar al guarda», pensé con renuencia, y vacilé. Finalmente, crucé el puente y probé a abrir la verja. Cedió, y me adentré en el túnel que formaba el espesor del
chemin de ronde
. En el otro extremo habían puesto una barrera de madera que cruzaba el acceso y más allá se veía el patio cerrado por la noble arquitectura. El edificio principal estaba de cara a mí, y ahora veía que la mitad era una mera fachada en ruinas, con las ventanas abiertas, a través de las cuales se veía la maleza invasora del foso y los árboles del parque. El resto de la construcción poseía aún su robusta belleza. Un extremo terminaba en la torre redonda y el otro en una pequeña capilla gótica; y en un ángulo había un gracioso brocal coronado de ánforas musgosas. Sobre las paredes crecían unos cuantos rosales, y en un alféizar recuerdo que vi un tiesto de fucsias.

Mi sensación de una presión de lo invisible empezó a ceder ante mi interés arquitectónico. El edificio era tan hermoso que me dieron ganas de explorarlo por simple placer. Inspeccioné el patio, preguntándome en qué rincón se alojaría el guarda. Luego empujé la barrera y entré. Y nada más entrar, un perro me cortó el paso. Era un perrito tan precioso que por un instante me hizo olvidar el espléndido lugar que defendía. No estaba seguro de su raza en aquel momento, pero después me he enterado de que era un pequinés, de una rara variedad llamada
sleeve-dog
. Era muy pequeño y de color marrón dorado, con grandes ojos castaños y cuello rizado: parecía un gran crisantemo leonado. Me dije: «Estos animalitos no paran de brincar y de ladrar, así que no tardará ni un minuto en salir alguien».

El animal se plantó delante de mí, deteniéndome, casi amenazándome. Había enojo en sus ojos castaños, pero no dio un solo ladrido, ni se me acercó más. Al contrario: al avanzar yo, fue retrocediendo de a poco; y observé que otro perro, de raza indeterminada, peludo, de varios colores, había salido cojeando de una pata. «Ahora se va a armar una buena», pensé. En ese mismo instante, un tercer perro cruzado de blanco, y de pelaje largo, salió sigilosamente de una entrada y se unió a los otros. Los tres se quedaron mirándome con ojos graves; pero no profirieron un solo ladrido. Al avanzar yo, retrocedieron, con sus pezuñas afelpadas, sin dejar de vigilarme. «De un momento a otro cargarán contra mis tobillos», pensé. No estaba alarmado, ya que no eran grandes ni temibles. Pero me dejaron deambular a mi gusto por el patio, siguiéndome a poca distancia —siempre la misma—, y siempre con los ojos fijos en mí. Después me asomé a la fachada en ruinas y vi en una de sus ventanas sin marco había otro perro: un pointer blanco con una oreja marrón. Era un perro viejo y serio, con mucha más experiencia que los otros; y parecía observarme con profunda atención.

«A
éste
sí que lo voy a oír», me dije a mí mismo. Pero siguió en el vano de la ventana, frente a los árboles del parque, vigilándome sin moverse. Yo lo miré un instante para ver si se excitaba al sentirse observado: entre nosotros se interponía la mitad de la anchura del patio; y nos miramos mutuamente en silencio desde esa distancia. Pero no se movió; así que finalmente di media vuelta. Detrás de mí descubrí al resto del grupo, con un recién llegado que se les había unido: un pequeño lebrel negro, con ojos de color ágata pálido. Tiritaba un poco, y su expresión era más medrosa que la de los otros. Observé que se mantenía un poco más atrás que el resto. Y seguían sin emitir un solo ladrido.

Estuve lo menos cinco minutos, con el círculo a mi alrededor… esperando; porque parecían estar esperando. Por último, me acerqué al perrito castaño dorado y me incliné para acariciarlo. Al hacerlo me oí a mí mismo soltar una risita nerviosa. El perrito no se sobresaltó, ni gruñó, ni apartó los ojos de mí… Simplemente retrocedió como una yarda; luego se detuvo y siguió mirándome.

«¡Bueno, vete al diablo!» —exclamé, y crucé el patio en dirección al pozo.

Al echar a andar, los perros se dispersaron y se refugiaron en distintos rincones del patio. Examiné las urnas que adornaban el pozo, traté de abrir una o dos puertas cerradas, y miré de arriba abajo la muda fachada, luego me dirigí a la capilla. Al darme la vuelta, vi que los perros habían desaparecido; todos salvo el viejo pointer, que aún me observaba desde la ventana. Fue un alivio sentirme libre de aquella hueste de mirones; y procedí a inspeccionar a mi alrededor, en busca de un acceso a la parte de atrás del edificio. «Quizá haya alguien en el jardín», pensé. Encontré un sendero que cruzaba el foso, trepé a un muro asfixiado por las zarzas y entré en el jardín. Unas cuantas hortensias y geranios languidecían en los cuadros, y la antigua casa los miraba con indiferencia. La fachada que daba al jardín era más simple y severa que la otra: el largo muro de granito, con sus escasas ventanas y su tejado picudo, parecía una prisión fortificada. Di la vuelta al ala más alejada, subí unos cuantos peldaños desencajados y entré en el profundo crepúsculo de un camino estrecho flanqueado de viejísimo boj. Tenía este camino la anchura suficiente para permitir el paso de una persona, y las ramas se juntaban por arriba. Era como el fantasma de un paseo de boj, con su verde reluciente vuelto hacia la oscura grisalla de las avenidas. Seguí andando; las ramas me daban en la cara y recobraban su posición con un ruido seco; finalmente salí a la parte de arriba del
chemin de ronde.
Continué por él hasta la torre de la entrada, que asomaba al patio que tenía justo debajo de mí. No se veía a nadie; y tampoco estaban los perros. Descubrí un tramo de escalera en el espesor del muro y bajé por él; y al salir otra vez al patio, topé nuevamente con el círculo de perros: el marrón dorado un poco más adelantado que el resto, y el negro lebrel tiritando detrás.

—¡Venga, fuera… latosos; marchaos! —exclamé, y mi voz me sobresaltó con un eco repentino. Los perros siguieron inmóviles, vigilándome. Yo sabía ya que no tratarían de evitar que me acercase a la casa, y este conocimiento me dio libertad para estudiarlos. Tenía la sensación de que debían de estar terriblemente acobardados para ser tan silenciosos y pasivos. Pero no tenían aspecto de hambrientos ni de recibir mal trato. Tenían el pelaje suave y no se les veía flacos, aparte del lebrel tembloroso. Era más como si hubiesen vivido mucho tiempo con gente que no les hablaba ni los miraba: como si el silencio del lugar hubiese ido entorpeciendo gradualmente sus naturalezas bulliciosas e inquisitivas. Y esta extraña pasividad, este cansancio casi humano, me parecía más triste que la miseria de los animales famélicos y apaleados. Me habría gustado haberlos cogido un minuto, haberlos divertido con algún juego o alguna carrera; pero cuanto más miraba a sus ojos fijos y cansados, más absurda me parecía la idea. Con las ventanas de la casa asomadas hacia nosotros, ¿cómo podía yo pensar en algo así? Los perros lo sabían mejor:
ellos
sabían lo que la casa consentiría y lo que no. Incluso imaginé que sabían lo que me pasaba por la cabeza, y me compadecían por mi frivolidad. Pero incluso ese sentimiento les llegaba probablemente a través de una espesa niebla de indiferencia. Me daba la sensación de que su distancia respecto a mí no era nada comparada con lo lejos que me sentía yo de ellos. La impresión que producían era la de que no tenían en común una memoria tan honda y oscura que nada de cuanto sucedía merecía un gruñido o un movimiento de cola.

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