La campanilla de la doncella y otros relatos (7 page)

Se volvió a la criada.

—El señor Boyne debe de estar arriba. Por favor, dile que la comida está servida.

Trimmle pareció vacilar entre el claro deber de la obediencia y la igualmente clara convicción del sinsentido de la orden que se le daba. El debate acabó al manifestar:

—Con su permiso, señora, el señor Boyne no está arriba.

—¿No está en su habitación? ¿Estás segura?

—Sí, señora.

Mary consultó su reloj:

—¿Dónde está, entonces?

—Ha salido —anunció Trimmle con el aire superior de quien ha aguardado respetuosamente a la pregunta que un espíritu ordenado habría formulado en primer lugar.

La suposición de Mary Había sido correcta, entonces: Boyne debió de salir al parque en su busca, y al no encontrarla, evidentemente, había escogido el camino más corto por la puerta sur, en vez de dar la vuelta al patio. Así que cruzó el vestíbulo y se dirigió a la cristalera que daba directamente al jardín de tejos. Pero la criada, tras otro momento de conflicto interior, decidió manifestar:

—Con su permiso, señora, el señor Boyne no ha salido por ahí.

Mary se volvió:

—¿Adónde
ha
ido? ¿Y cuándo?

—Ha salido por la puerta principal, al paseo de coches.

Para Trimmle era cuestión de principios no contestar más de una pregunta cada vez.

—¿Al paseo de coches? ¿A estas horas?

Mary se dirigió a la puerta y miró, más allá del patio, hacia el túnel de tilos desnudos. Pero su perspectiva estaba tan vacía como cuando la había visto al entrar.

—¿No ha dejado el señor ningún recado?

Trimmle pareció renunciar a una última batalla con las fuerzas del caos.

—No, señora. Salió con el caballero.

—¿El caballero? ¿Qué caballero? —Mary dio media vuelta como para afrontar este nuevo factor.

—El caballero que ha venido, señora —dijo Trimmle resignadamente.

—¿Cuándo ha venido un caballero? ¡Explícate, Trimmle!

Sólo el hecho de que Mary estaba hambrienta y que necesitaba consultar a su marido sobre los invernaderos, podían moverla a imponer tan inusitada orden a su sirvienta; y aun ahora se sentía lo bastante despegada para notar en los ojos de Trimmle el creciente desafío de la respetuosa subordinada que ha sido presionada en exceso.

—No puedo decirle la hora exacta, señora, porque yo no dejé pasar al caballero —replicó, con aire de ignorar discretamente la irregularidad del rumbo de la señora.

—¿No lo has pasado tú?

—No señora. Cuando sonó la campanilla yo estaba ocupada, y Agnes…

—Ve a preguntarle a Agnes, entonces —dijo Mary. Trimmle siguió con su expresión de paciente magnanimidad:

—Agnes no lo sabe, señora, porque desgraciadamente se ha quemado la mano cuando arreglaba la luz de la nueva lámpara que han traído del pueblo —Trimmle, como Mary sabía, se había opuesto siempre a utilizar la nueva lámpara—. Así que la señora Dockett tuvo que mandar abrir a la fregona.

Mary miró otra vez el reloj.

—¡Son las dos pasadas! Ve y pregúntale a la fregona si el señor Boyne ha dejado algún recado.

Entró a comer sin esperar y, poco después, Trimmle le trajo la información de la fregona de que el caballero había llegado sobre las once y que el señor Boyne había salido con él sin dejar ningún recado. La fregona no sabía siquiera el nombre del visitante, ya que lo había escrito en una tira de papel, que después dobló y la tendió, con el ruego de que la entregase inmediatamente al señor Boyne.

Mary tomó su almuerzo, extrañada todavía, y cuando hubo terminado, y Trimmle le hubo servido el café en el salón, su extrañeza se convirtió en una débil sombra de inquietud. No era propio de Boyne ausentarse sin dar explicaciones a una hora tan inoportuna, y la dificultad de identificar al visitante a cuyo requerimiento había obedecido al parecer, hacía su desaparición más inexplicable. La experiencia de Mary Boyne como esposa de un atareado ingeniero, sujeto a llamadas repentinas y obligado a tener un horario irregular, le había ejercitado para una filosófica aceptación de las sorpresas. Pero desde que Boyne se había retirado de los negocios, había adoptado una regularidad benedictina de vida. Como para compensar los años de agobio y agitación, con sus comidas «de pie» y sus cenas en los traqueteantes coches-comedor, cultivaba los últimos refinamientos de la puntualidad y la monotonía, desalentando la afición de su esposa a lo inesperado y declarando que para un paladar delicado había infinitas gradaciones de placer en la repetición de los hábitos.

Sin embargo, como ninguna vida puede defenderse de lo imprevisible, era evidente que, tarde o temprano, las precauciones de Boyne iban a acabar revelándose ineficaces; y Mary concluyó que había querido abreviar una molesta visita dando un paseo con su visitante hasta la estación, o al menos acompañándolo un trecho.

Esta conclusión la liberó de la preocupación, y salió a celebrar su conferencia con el jardinero. De aquí se dirigió a la oficina de correos del pueblo, que distaba una milla más o menos, y cuando emprendió el regreso empezaba ya a declinar la tarde.

Había cogido un sendero que cruzaba las colinas; y como Boyne, entretanto, habría regresado de la estación por la carretera, era muy poco probable que se encontraran. Estaba segura, no obstante, de que había llegado a casa antes que ella. Tan segura se sentía, que al entrar, sin pararse a preguntarle a Trimmle, fue directamente a la biblioteca. Pero la biblioteca seguía vacía; y con una insólita precisión de memoria visual observó que los papeles de la mesa de su marido estaban exactamente como los había visto al entrar a llamarlo para comer.

Luego, de pronto, le sobrevino un vago temor a lo desconocido. Había cerrado la puerta al entrar, y al encontrarse sola en la larga habitación silenciosa su temor pareció adquirir forma y sonido, estar allí respirando y acechando entre las sombras. Esforzó sus ojos miopes, medio distinguiendo una presencia real, algo apartada, que vigilaba y sabía.

Y para rechazar esta presencia intangible, corrió al cordón de la campanilla y dio un enérgico tirón.

La violenta llamada hizo acudir a Trimmle precipitadamente con una lámpara; y Mary respiró otra vez ante esta tranquilizadora reaparición de lo habitual.

—Puede traer el té, si el señor Boyne está en casa —dijo, para justificar su llamada.

—Muy bien, señora, pero el señor Boyne no está —dijo Trimmle, dejando la lámpara.

—¿No está? ¿Quieres decir que ha regresado y ha salido otra vez?

—No señora; no ha regresado.

El miedo se agitó en ella otra vez, y se dio cuenta de que ahora la había atenazado.

—¿No ha vuelto desde que salió con… el caballero?

—No ha vuelto desde que salió con el caballero.

—Pero, ¿quién
era
ese caballero? —insistió Mary, con el agudo acento del que intenta que le oigan en medio de una confusión de ruidos.

—Eso no se lo puedo decir, señora.

Trimmle, de pie junto a la lámpara, pareció de pronto menos rozagante y sonrosada, como si la hubiese eclipsado la misma solapada sombra de aprensión.

—Pero la fregona sí lo sabe… ¿No ha sido ella quien
le ha
abierto?

—Pero no lo sabe, señora, porque escribió su nombre en un papel y luego lo dobló.

Mary, en medio de su agitación, se dio cuenta de que las dos designaban al desconocido con un pronombre vago, en vez de la fórmula convencional que hasta entonces había mantenido sus ilusiones dentro de los límites de la conformidad. Y en ese mismo instante su cerebro se fijó en la alusión al papel doblado.

—¡Pero debe tener un nombre! ¿Dónde está el papel?

Se dirigió a la mesa del escritorio y empezó a examinar los documentos que la cubrían. Lo primero que captaron sus ojos fue una carta inacabada con la letra de su marido y la pluma puesta encima como dejada allí por una súbita interrupción.

«Querido Parvis (¿quién era Parvis?): Acabo de recibir tu carta anunciándome la muerte Elwell, y aunque supongo que ahora ya no hay peligro de que surjan nuevos problemas, sería más seguro…».

Apartó la carta y siguió buscando. Pero no apareció ningún papel doblado entre las cartas y las páginas manuscritas ordenadas en un montón, como por un gesto apresurado o nervioso.

—Pero la fregona lo ha visto. Dile que venga —ordenó, asombrándose de su torpeza al no haber pensado antes en una solución tan sencilla.

Trimmle desapareció al instante, como agradecida de salir de la habitación; y cuando reapareció, trayendo a la aturrullada fregona, Mary había recobrado su dominio de sí y tenía preparadas las preguntas.

El caballero era extranjero, sí; eso había notado ella. Pero ¿qué había dicho? Y sobre todo, ¿cómo era? La primera pregunta fue contestada con bastante facilidad por la sencilla razón de que había dicho muy poco: había preguntado tan sólo por el señor Boyne. Y tras garabatear algo en un trozo de papel, había pedido que se lo entregase inmediatamente.

—Entonces, ¿no sabes qué escribió? ¿No estás segura de si fue un nombre?

La fregona no estaba segura, pero creía que sí, ya que lo había escrito cuando ella le preguntó a quién debía anunciar.

—Y cuando le llevaste el papel al señor Boyne, ¿qué dijo él?

La fregona creía que el señor Boyne no había dicho nada; aunque estaba segura, porque en cuanto le pasó el papel y lo abrió, se dio cuenta de que el visitante había entrado tras ella en la habitación. Así que salió y dejó a los dos caballeros reunidos.

—Pero entonces, si los dejaste en la biblioteca, ¿cómo sabes que salieron de la casa?

Esta pregunta sumió a la testigo en un mutismo momentáneo, del que fue rescatada por Trimmle, quien por medio de ingeniosos circunloquios le sacó la declaración de que antes de haber tenido ella tiempo de cruzar el vestíbulo en dirección al corredor, había oído a los dos caballeros detrás de ella y los había visto salir juntos por la puerta principal.

—Entonces, si viste al extranjero dos veces, podrás decirme cómo era.

Pero esta última prueba puso de manifiesto que la capacidad de expresión de la fregona había llegado al límite.

La obligación de ir a la puerta principal a abrirla a un visitante era en sí misma tan subversiva del orden natural de las cosas, que había sumido sus facultades en un caos desesperado, y sólo fue capaz de tartamudear, tras agitados esfuerzos:

—Su sombrero, señora, era diferente. Podría decirse…

—¿Diferente? ¿Cómo diferente? —a Mary le vino de pronto al cerebro una imagen grabada esa mañana y sepultada luego bajo las capas de las impresiones siguientes—: ¿Que era de ala ancha, quieres decir; tenía la cara pálida… una cara joven? —la apremió Mary, con los labios blancos por la intensidad de la pregunta. Pero si la ayudante de la cocinera encontró una respuesta adecuada a esta prueba, quedó borrada por la impetuosa corriente de las convicciones de su interlocutora. ¡El desconocido…, el desconocido del jardín! ¿Por qué no había caído Mary en él antes? Ahora no necesitó que nadie le dijese que era él quien había venido a buscar a su marido y se lo había llevado. Pero ¿quién era, y por qué Boyne le había obedecido?

IV

Se le ocurrió de repente, como una mueca surgió de la oscuridad, que a menudo habían llamado a Inglaterra «un maldito lugar para perderse».

¡Un maldito lugar para perderse! La frase era de su marido. Y ahora, con toda la maquinaria de la investigación oficial barriendo con sus linternas el país de costa a costa y los estrechos que la separaban; ahora, con el nombre Boyne difundido en las paredes de cada pueblo y ciudad, y su retrato (¡cómo le angustiaba eso!) multiplicado por todas partes como la imagen de un criminal perseguido; ahora la pequeña y densamente poblada isla, tan ordenada, vigilada y administrada, se revelaba como una esfinge guardiana de misterios insondables, devolviendo la mirada de los angustiados ojos de la esposa como con un gozo perverso de saber algo que ellos ignoraban.

En las dos semanas transcurridas desde la desaparición de Boyne, no se había sabido una palabra de él, ni se había descubierto el menor rastro de sus movimientos. Incluso las habituales informaciones erróneas a que da lugar la expectación de los pechos torturados habían sido escasas y efímeras. Nadie más que la fregona había visto a Boyne salir de casa, y nadie más había visto al «caballero» que lo acompañaba. Ninguna de las averiguaciones en la vecindad había logrado dar con alguien que recordase haber visto a un extranjero ese día en las proximidades de Lyng. Y nadie había visto tampoco a Edward Boyne solo o acompañado, en ninguno de los pueblos cercanos ni en la carretera que cruzaba las colinas, ni en las estaciones de ferrocarril de esas localidades. El británico y soleado mediodía se lo había engullido tan completamente como si se hubiese sumergido en la noche cimeria.

Mientras todos los medios oficiales de investigación trabajaban con la mayor diligencia, Mary había examinado los papeles de su marido en busca de alguna pista: anteriores complicaciones, problemas u obligaciones desconocidos por ella, que pudiesen arrojar luz sobre esa oscuridad. Pero si había existido algo en la anterior vida de Boyne, había desaparecido tan completamente como la tira de papel en la que el visitante había escrito su nombre: no quedaba ningún otro hilo, a excepción —si efectivamente era una excepción— de la carta que al parecer había estado escribiendo cuando recibió la misteriosa visita. Esa carta, leída y releída por su esposa, y entregada por ella a la policía, aportaba lo imprescindible para alimentar conjeturas.

«Acabo de recibir tu carta anunciándome la muerte de Eldewll; y aunque supongo que ahora ya no hay peligro de que surjan nuevos problemas, sería más seguro…».

Eso es todo. El «peligro de que surjan problemas» se explicaba fácilmente por el recorte de periódico que había informado a Mary de la demanda presentada contra su marido por uno de los socios de la empresa Blue Star. El único dato nuevo que proporcionaba la carta era que Boyne, en el momento en que le estaba escribiendo, tenía aún recelos sobre el resultado del litigio, aunque había dicho a su esposa que habían retirado la demanda, y a pesar de que la carta misma probaba que el demandante había muerto. Transcurrieron varios días entre unos cablegramas y otros, hasta establecer la identidad del Parvis al que iba dirigida la carta inacabada; pero aun después de averiguar que se trataba de un abogado de Waukesha, no se sacó en claro ningún nuevo dato sobre la demanda de Elwell. Al parecer, este abogado no tenía relación directa con el caso, sino que se había interesado sólo en calidad de amigo, y posiblemente intermediario; y se confesó incapaz de adivinar con qué objeto pretendía Boyne pedirle ayuda.

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