La campanilla de la doncella y otros relatos (12 page)

Al llegar a este punto, imagino a la adormilada audiencia empezando a despertar. Incluso el más viejo del estrado debió de recrearse imaginando los sentimientos de una mujer al recibir, a la caída de la tarde, el mensaje de un hombre que vivía a veinte millas, al que no tenía medios de mandarle aviso…

No era una mujer lista, supongo; y la primera consecuencia de sus reflexiones parece que fue el error de comportarse esa noche demasiado amablemente con su esposo. No pudo inducirlo a beber en exceso, según el recurso tradicional, porque aunque a veces bebía mucho, su cabeza resistía bastante; y cuando bebía más allá de su resistencia era porque así lo quería él, y no porque una mujer lo persuadiese. Sobre todo su esposa, ahora que la consideraba agua pasada. Mientras leía el caso, imaginé que no habría dejado en él otro sentimiento que el odio ocasionado por la supuesta deshonra.

Fuera como fuese, trató de recurrir a sus viejos encantos. Pero hacia el anochecer él pretextó tener dolores y fiebre, y abandonó el salón y subió al gabinete donde dormía a veces. Su criado le subió una copa de vino, y al bajar anunció que se iba a acostar y no quería que le molestasen; y una hora más tarde, cuando Anne alzó el tapiz y escuchó en su puerta, oyó su respiración sonora y regular. Pensó que podía estar fingiendo, y permaneció un buen rato descalza en el corredor, con la oreja pegada a la grieta; pero su respiración seguía siendo demasiado regular y natural para no ser otra que la de un hombre profundamente dormido. Regresó confiada a su habitación y se asomó a la ventana a contemplar la luna entre los árboles del parque. El cielo estaba nublado y sin estrellas; y al ocultarse la luna, la noche se volvió negra como un pozo. Comprendió que había llegado el momento, y se deslizó furtivamente por el corredor, cruzó por delante de la puerta de su esposo —donde se detuvo otra vez a escuchar su respiración— y llegó a la escalera. Allí se detuvo un instante para cerciorarse de que nadie le seguía: luego empezó a bajar la escalera a oscuras. Era tan empinada y tortuosa que debía hacerlo muy despacio por temor a tropezar.

Su único propósito era descorrer el cerrojo de la puerta, decirle a Lanrivain que huyese y regresar apresuradamente a su habitación. Había probado el cerrojo por la tarde y se las había arreglado para ponerle un poco de grasa; sin embargo, cuando tiró de él, produjo un chirrido… no muy fuerte, pero le paralizó el corazón. Y al minuto siguiente oyó un ruido…

—¿Qué ruido? —preguntó el fiscal.

—Era la voz de mi esposo pronunciando mi nombre y maldiciéndome.

—¿Qué oísteis después?

—Un terrible alarido y una caída.

—¿Dónde estaba Hervé de Lanrivain en ese momento?

—Estaba fuera, en el patio. Acababa de verlo en la oscuridad. Le dije, por Dios, que se fuese y luego cerré la puerta.

—¿Qué hicisteis a continuación?

—Me quedé al pie de la escalera escuchando.

—¿Qué oísteis?

—Oí los perros que gruñían y jadeaban.

(Visible desaliento del tribunal, fastidio del público y exasperación del abogado encargado de la defensa. ¡Los perros otra vez! Pero el inquisitivo juez insistió:)

—¿Qué perros?

Ella inclinó la cabeza y habló tan bajo que tuvieron que pedirle que repitiese la respuesta:

—No lo sé.

—¿Cómo decís, que no lo sabéis?

—No sé qué perros…

El juez intervino otra vez:

—Tratad de decirnos exactamente qué ocurrió. ¿Cuánto tiempo estuvisteis al pie de la escalera?

—Sólo unos minutos.

—Y entretanto, ¿qué pasaba arriba?

—Los perros gruñían y jadeaban. Él gritó una vez o dos. Y creo que gimió. Luego calló.

—¿Y qué pasó?

—Luego oí un ruido como de una jauría cuando se abalanza sobre el lobo…, un tragar y beber a lengüetazos.

(Hubo una exclamación de repugnancia y horror en el tribunal, y otro intento de intervención por parte del abogado descompuesto. Pero el inquisitivo juez prosiguió su interrogatorio).

—¿Y en todo ese tiempo no subisteis?

—Sí; subí entonces para apartarlos.

—¿A los perros?

—Sí.

—¿Y bien…?

—Cuando llegué arriba, estaba completamente oscuro. Encontré el pedernal y el eslabón de mi esposo e hice saltar una chispa. Lo vi tendido allí. Estaba muerto.

—¿Y los perros?

—Los perros se habían ido.

—¿Se habían ido… adónde?

—No lo sé. No había salida… y no había perros en Kerfol.

Se irguió cuan alta era, alzó los brazos por encima de la cabeza y cayó al suelo de piedra con un alarido prolongado. Hubo un momento de confusión en la sala. Se oyó decir a alguien del estrado: «Éste es un caso claro para las autoridades eclesiásticas…». Y el abogado de la prisionera debió de saltar pinchado ante tal sugerencia.

A partir de aquí el juicio se pierde en un laberinto de preguntas y disputas. Cada testigo llamado corroboró la declaración de Anne de Cornault de que no había perros en Kerfol: no había ninguno desde hacía meses. El amo de la casa les había cogido aversión, era innegable. Pero, por otra parte, en el interrogatorio hubo largas y agrias discusiones sobre la naturaleza de las heridas del muerto. Uno de los cirujanos llamados a declarar dijo que las señales parecían mordiscos. Se reavivó la insinuación de brujería, y los abogados oponentes se leyeron a gritos uno a otro gruesos librotes de nigromancia.

Finalmente, Anne de Cornault fue conducida otra vez ante el tribunal —a petición del mismo juez— y se le preguntó si sabía de dónde podían haber llegado los perros de los que hablaba. Por el alma de su Redentor, juró que no. Entonces el juez le hizo una pregunta final:

—Si os hubieran sido familiares los perros que os pareció oír, ¿creéis que los habríais reconocido por sus ladridos?

—Sí.

—¿Y reconocisteis a alguno?

—Sí.

—¿Qué perros os pareció que eran?

—Mis perros muertos —dijo en un susurro.

La sacaron de la sala para no reaparecer más. Hubo alguna investigación eclesiástica, y el final del asunto fue que los jueces disintieron entre sí y con la autoridad de la Iglesia, y que Anne de Cornault fue confiada a la custodia de la familia de su esposo, que la encerró en la torre de Kerfol, donde se dice que murió años después, loca inofensiva.

Así termina su historia. En cuanto a Hervé de Lanrivain, sólo tuve que pedirle a su descendiente colateral que me contase los detalles posteriores. Como las pruebas contra el joven eran insuficientes, y la influencia de su familia en el ducado era considerable, salió absuelto y se marchó a París poco después. Probablemente no se sentía con ánimos para llevar una vida mundana, y parece que cayó casi inmediatamente bajo la influencia del famoso M. Arnauld d'Andilly y los caballeros de Port Royal. Un año o dos más tarde ingresó en la Orden, y sin alcanzar ningún grado especial, siguió las vicisitudes que corrió ésta, hasta su muerte, unos veinte años después. Lanrivain me enseñó un retrato suyo, hecho por un discípulo de Philippe de Champaigne: ojos tristes, boca impulsiva y frente estrecha. ¡Pobre Hervé de Lanrivain!: fue un final gris el suyo. Sin embargo, mientras contemplaba su rígida y pálida imagen, con su oscuro traje de jansenista, casi sentí envidia de su destino. Al fin y al cabo, en el curso de su vida le habían ocurrido dos grandes cosas: había amado románticamente y debió de conversar con Pascal…

EDITH WHARTON (1862-1937) escribió extraordinarios relatos de fantasmas, aunque a través de la literatura exorcizó además los fantasmas de un mundo que conocía muy bien: la alta sociedad a la que pertenecía. Nacida en Nueva York en 1864, había recibido una exclusiva educación y se había casado con un banquero, pero en 1905 publicó la novela
La casa de la alegría
; en 1911, la magsitral
Etham Frome
, y en 1913 se divorció: las contradicciones entre las inquietudes intelectuales y una mbiente asfixiado de convenciones eran insalvables para alguien que era mujer, escritora y bisexual.

Nada pudo contra su fuerza y su talento: fue amiga de Henry James, Roosevelt, Cocteau y otros grandes de su tiempo; vivió en París rodeada de artistas, recibió la Legión de Honor por su labor social durante la Primera Guerra Mundial; fue la primera mujer en obtener la medalla de oro del Instituto Nacional de las Artes y las Letras de Estados Unidos y en doctorarse por la Universidad de Yale; en 1921 ganó el premio Pulitzer por su novela
La edad de la inocencia
, llevada al cine por Martin Scorsese en 1993. Cuando murió en Francia, en 1937, había plasmado con crítica ironía la transición de la Norteamérica del siglo XIX a la del siglo XX, por lo que es considerada tan brillante escritora como perspicaz historiadora.

Notas

[1]
Signalement
: «descripción». En francés en el original.
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[2]
Pardon
: «fiesta popular religiosa bretona». En francés en el original.
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