La campanilla de la doncella y otros relatos (6 page)

—Me muero de ganas de tomar el té; y aquí hay una carta para ti —dijo.

Cogió la carta que él le tendía a cambio de la taza que ella le ofrecía y, regresando a su asiento, rompió el sello con el gesto lánguido del lector cuyos intereses se circunscriben a la presencia de la persona querida.

Su siguiente movimiento consciente fue levantarse de golpe, con lo que se le cayó la carta al suelo, y mostrarle a su marido un recorte de periódico.

—¡Ned! ¿Qué es esto? ¿Qué significa?

Él se había levantado también, así como si hubiese oído el grito antes de que ella lo profiriese. Y durante un espacio de tiempo perceptible se estudiaron mutuamente como dos adversarios que esperan una ventaja, a través del trecho que se abría entre la butaca de ella y la mesa de él.

—¿Qué es? ¡Me has hecho dar un salto! —dijo Boyne por fin, acercándose con una risa súbita y semiforzada. La sombra del recelo había asomado a su rostro otra vez; ahora no era una mirada de firme presentimiento, sino una cambiante vigilancia de labios y ojos que le hizo comprender que su marido se sentía invisiblemente asediado.

Le temblaba tanto la mano que le costó darle el recorte.

—Es un artículo de
Waukesha Sentinel
en el que se dice que un hombre llamado Elwell ha presentado una demanda judicial contra ti… y que algo va mal en la mina Blue Star. Sólo he entendido la mitad.

Seguían mirándose mientras ella hablaba y, para su asombro, vio que sus palabras habían producido el efecto casi inmediato de disipar la tensa expectación de sus ojos.

—¡Ah, es eso! —Echó una mirada a la tira impresa y luego la plegó con el gesto del que maneja algo inofensivo y familiar—. ¿Qué te ocurre esta tarde, Mary? Creí que habías tenido malas noticias.

Mary estaba de pie delante de él; su indefinible terror se fue apaciguando lentamente ante la confianza de su tono.

—Tú sabías esto, entonces… ¿Va todo bien?

—Desde luego que lo sabía; y todo está bien.

—Pero ¿qué
pasa
? No lo entiendo. ¿De qué te acusa ese hombre?

—De casi todos los crímenes del código —Boyne había arrojado el recorte y se había dejado caer en una butaca junto al fuego—. ¿Quieres saber la historia? No es especialmente interesante… Se trata de una querella sobre los intereses de la Blue Star.

—Pero ¿quién es ese Elwell? No me suena el nombre.

—Es un individuo al que metí en el negocio, al que cedí la dirección. Te hablé de él en su día.

—Seguramente. Debo de haberlo olvidado —trató de rebuscar en vano entre sus recuerdos—. Pero si lo ayudaste, ¿por qué te lo paga de ese modo?

—Probablemente lo ha cogido por banda algún abogado picapleitos, y lo ha convencido. Es todo un poco técnico y complicado. Pensé que era la clase de cosas que te aburren.

Su esposa sintió una punzada de remordimiento. En teoría, lamentaba la indiferencia de la mujer americana respecto a los intereses profesionales del marido; pero en la práctica, siempre encontraba difícil fijar su atención en lo que Boyne le contaba sobre las operaciones en las que le metían sus diversos intereses. Además, había notado, durante los años que llevaba gozando del éxito, que en una comunidad en la que las dulzuras de la vida se conseguían a costa de esfuerzos tan arduos como los agobios profesionales de su marido, un descanso tan breve como este que habían llegado a alcanzar, debían aprovecharlo para evadirse de las preocupaciones inmediatas y disfrutar de la vida que siempre habían soñado vivir. Una o dos veces, ahora que esta nueva vida había trazado efectivamente su círculo mágico en torno a ellos, se había preguntado si había hecho bien; pero hasta entonces, tales conjeturas no habían sido otra cosa que excursiones retrospectivas de una imaginación activa. Ahora, por primera vez, le sobresaltó descubrir lo poco que sabía acerca de los cimientos materiales sobre los que se asentaba su felicidad.

Miró a su marido, y nuevamente se tranquilizó ante la expresión serena de su rostro; sin embargo, sentía la necesidad de una base más concreta para su confianza.

—Pero ¿no te preocupa ese pleito? ¿Por qué no me has hablado nunca de él?

Contestó a las dos preguntas a un tiempo.

—No te hablé de él al principio porque me preocupaba… Me atormentaba, más bien. Pero eso es ya agua pasada. La persona que te escribe ha debido de echar mano de un número atrasado del Sentinel.

Mary sintió un vivo estremecimiento de alivio:

—¿Quiere decir que está todo arreglado? ¿Ha perdido el caso?

Hubo una demora perceptible en la respuesta de Boyne:

—La demanda ha sido retirada… eso es todo.

Pero ella insistió, como para descargarse de la culpa interior de ser tan fácilmente apartada:

—¿La ha retirado porque ha visto que no tenía ninguna posibilidad?

—¡Ah!, no tenía ninguna —contestó Boyne.

Aún siguió ella luchando con una sensación de oscura perplejidad en el fondo de su cerebro.

—¿Cuánto tiempo hace que la ha retirado?

Él guardó silencio, como si volviese levemente a su anterior incertidumbre:

—Acabo de recibir la noticia ahora mismo, pero la estaba esperando.

—¿Ahora mismo… en una de tus cartas?

—Sí. En una de mis cartas.

Mary no contestó, y sólo se enteró, tras un breve intervalo de espera, de que se había levantado y cruzado la habitación, al notar que se acomodaba en el sofá, a su lado. Sintió cómo la rodeaba con el brazo, cómo las manos de él buscaban las suyas y se las apretaban; y volviéndose lentamente, atraída por el calor de su mejilla, se encontró con sus ojos sonrientes.

—¿Va todo bien… todo bien? —preguntó, en medio de un mar de dudas cada vez más brumosas.

—¡Te doy mi palabra de que nunca ha ido todo tan bien! —le contestó él con una risa, y la atrajo hacia sí.

III

Una de las cosas más extrañas que habría de recordar después, de todas las que ocurrieron al día siguiente, fue la súbita y completa recuperación de su propia sensación de seguridad.

La notó en el aire, al despertar en su habitación oscura, la acompañó cuando bajó a desayunar, la iluminó desde el fuego y se multiplicó desde los flancos de la olla y las vigorosas estrías de la tetera georgiana. Era como si, indirectamente, todos sus vagos temores del día anterior, con su instante de suprema concentración en el artículo de periódico, como si este oscuro interrogante del futuro y sobresaltado retorno al pasado, hubieran liquidado las deudas de alguna obsesionante obligación moral. Si efectivamente había sido indiferente a los negocios de su marido era, como su nuevo estado parecía probar, porque su fe en él justificaba instintivamente tal diferencia; y el derecho de Boyne a la confianza de su esposa quedaba afirmado ahora ante el mismo rostro de la amenaza y la sospecha. Jamás había visto a su marido ser más despreocupado, natural e inconscientemente él mismo, que después del interrogatorio a que lo había sometido: era casi como si hubiera estado enterado de sus dudas y hubiese deseado despejar la atmósfera tal como ella había hecho.

Estaba tan limpia ahora, gracias al cielo, como la radiante luz exterior que la sorprendió con una pincelada casi veraniega, al salir de la casa para dar su paseo diario por el parque. Había dejado a Boyne ante su mesa, tras dirigir —al pasar por delante de la biblioteca— una última mirada a su rostro tranquilo, inclinado sobre sus papeles, con la pipa en la boca. Y ahora emprendía sus tareas de la mañana. Las tareas incluían en estos días encantadores de invierno deambular por los diferentes rincones de sus dominios, casi tan feliz como si la primavera hubiese empezado ya a hacerse sentir. Tenía tal cantidad de posibilidades ante sí, tantas oportunidades de sacar a la luz los encantos latentes del viejo lugar, sin infligirle una sola alteración irreverente, que el invierno resultaba demasiado corto para planear lo que la primavera y el otoño ejecutarían. Y su recuperada sensación de seguridad confería, en esta mañana particular, un incentivo especial a sus progresos en el paisaje dulce y apacible. Primero visitó el huerto, donde los perales de espaldera trazaban formas complicadas en los muros y las palomas revoloteaban y ordenaban sus plumas sobre la techumbre plateada del palomar. Ocurría algo con la calefacción del invernadero, y esperaba a una autoridad de Dorchester, que debía venir en un tren y marcharse en el siguiente, para que emitiese su diagnóstico sobre la caldera. Pero cuando se sumergió en el húmedo calor de los invernaderos, entre olores aromáticos y los rosas y rojos de cera de anticuadas plantas exóticas —¡incluso la flora de Lyng conservaba su fragancia!—, se enteró de que el gran hombre no había llegado; y dado que el día era demasiado extraordinario para pasarlo en una atmósfera artificial, salió otra vez y se dirigió por el esponjoso césped del campo de bolos, a la parte del parque que quedaba detrás de la casa. En el último extremo se elevaba una terraza de hierba que asomaba, por encima del estanque de los peces y de los setos de tejo, a la larga fachada de la casa con sus retorcidas chimeneas y los ángulos azules del tejado relucientes con la humedad pálida y dorada del aire.

Vista así, por encima del trazado horizontal del parque, sintió que le transmitía, desde las ventanas abiertas y las acogedoras chimeneas humeantes, un mensaje de cálida presencia humana, de espíritu lentamente madurado en un soleado muro de experiencia. Nunca había sentido esa impresión de intimidad con la casa, esa convicción de que sus secretos eran todo benévolos, guardados «por el bien de uno», como se decía a los niños; esa confianza en su capacidad de acoger su vida y la de Ned en el armonioso esquema de la larga, larga historia que la casa iba tejiendo al sol.

Oyó pasos detrás, y se volvió, esperando ver al jardinero acompañado del técnico de Dorchester. Pero sólo vio una figura: la de un hombre de aspecto joven y delgado, y que por alguna razón que de momento no podía precisar, no encajaba ni remotamente con la idea que ella se hacía de una autoridad en invernaderos. El recién llegado, al verla, se quitó el sombrero y se detuvo con el ademán del caballero —quizá del viajero— que desea dar a entender que su intromisión es involuntaria. De vez en cuando, Lyng atraía al viajero cultivado, y Mary medio esperó ver al desconocido disimular una cámara o justificar su presencia sacándola. Pero no hizo gesto alguno en ese sentido, y un momento después preguntó ella, en tono acorde con la cortés vacilación de su actitud:

—¿Desea ver a alguien?

—He venido a ver al señor Boyne —contestó. Su entonación, más que su acento, era ligeramente americana, y Mary, al notarlo, lo miró con más atención. El ala de su sombrero de fieltro proyectaba una sombra sobre su rostro que, oscurecido de ese modo, adoptaba para su mirada miope un aspecto serio, como una persona que llegaba en misión de negocios, cortés aunque claramente consciente de sus derechos.

La experiencia del pasado la había vuelto igualmente sensible a tales peticiones; pero era celosa con las horas matinales de su marido, indecisa en cuanto a conceder a nadie el derecho a molestarlo durante ese tiempo.

—¿Tiene cita con mi marido? —preguntó. El visitante vaciló, como si no estuviese preparado para esta pregunta.

—Creo que me espera —replicó.

Ahora le tocó vacilar a Mary:

—Estas horas suele dedicarlas a trabajar; no recibe nunca por la mañana.

El desconocido la miró un instante sin contestar; luego, como aceptando su decisión, se dispuso a irse. Al darse la vuelta, Mary lo vio dirigir una mirada a la fachada pacífica de la casa. Había algo en él que sugería cansancio y desencanto, el desaliento del viajero que ha venido de muy lejos y cuyo tiempo está limitado por el horario. Se le ocurrió entonces que si era ese el caso, su negativa podía hacer infructuosa su misión, y un súbito remordimiento le impulsó a correr tras él.

—¿Puedo preguntarle si ha venido de lejos?

El desconocido le dirigió la misma mirada grave.

—Sí… he venido de lejos.

—Entonces, si va a la casa, seguro que mi marido le recibe. Lo encontrará en la biblioteca.

No sabía por qué había añadido la última frase, a no ser por un vago deseo de reparar su anterior falta de hospitalidad. El visitante pareció a punto de darle las gracias; pero la atención de ella se distrajo al ver acercarse al jardinero con un acompañante con toda la pinta de ser el experto de Dorchester.

—Por ahí —dijo, indicándole la casa al desconocido; y un instante después se había olvidado de él, atenta como estaba al caldero.

La revisión dio tan amplio resultado que el técnico acabó por considerar más conveniente olvidarse de su tren, y Mary estuvo distraída el resto de la mañana en absorta confabulación entre tiestos de flores. Cuando el coloquio terminó, se sorprendió al descubrir que era casi la hora de comer; y medio esperó, mientras regresaba a la casa apresuradamente, ver salir a su marido a su encuentro. Pero no encontró a nadie en el patio, salvo al ayudante del jardinero que rastrillaba la grava. El vestíbulo, al entrar, estaba tan silencioso que pensó que Boyne aún seguía trabajando.

Como no quería molestarlo, se dirigió al salón; y allí, en su escritorio, se enfrascó en nuevos cálculos de los gastos que le iba a suponer la consulta de la mañana. El poder permitirse tales caprichos no había perdido su novedad; y de alguna manera, en contraste con los temores indefinidos de los días anteriores, ahora parecía formar parte de su recuperada seguridad, de esa sensación de que, como Ned había dicho, las cosas en general nunca habían ido «mejor».

Aún estaba disfrutando con el juego fastuoso de las cifras, cuando la criada, desde la puerta, la interrumpió con una pregunta sobre la conveniencia de servir la comida. Una de sus bromas consistía en comentar que Trimmle anunciaba la comida como si divulgase un secreto de estado; y Mary, absorta en sus papeles, murmuró unas abstraídas palabras de aquiescencia.

Notó que Trimmle vacilaba en el umbral, como si reprochase tan desconsiderado asentimiento; luego, al retirarse, sonaron sus pasos en el corredor, y Mary, apartando los papeles, cruzó el vestíbulo y fue a la puerta de la biblioteca. Aún seguía cerrada, y vaciló a su vez: no le gustaba molestar a su marido, ni que se excediese en su habitual jornada de trabajo. Mientras estaba allí sopesando sus impulsos, volvió Trimmle con el anuncio de la comida. Y Mary, así apremiada, abrió la puerta.

Boyne no estaba ante su mesa. Miró a su alrededor, esperando descubrirlo junto a las estanterías, en algún lugar de la habitación. Pero su llamada no obtuvo respuesta, y poco a poco se le hizo evidente que no estaba allí.

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